Cuando leemos la novela trágica de William Shakespeare: “Otelo”, en un pasaje nos brinda la respuesta acertada a los celos, cuando, al principio de la tragedia, conservando Otelo todavía la capacidad de pensar juiciosamente y de enfrentarse a lago (la envidia instigadora de los celos), razona sobre la insensatez de dejarse influir por simples sospechas y responde a lago: «¿Qué es eso? ¿Crees que habría de llevar una vida de celos, cambiando siempre de sospechas a cada fase de la luna? No, lago, será menester que vea, antes de dudar; cuando dude, he de adquirir la prueba; y adquirida que sea, no hay sino lo siguiente [...] dar en el acto un adiós al amor y a los celos».
Esta sería la situación de los celos “normales”: dudas y sospechas que en algún momento asaltan a cualquier sujeto que ame y sea amado, que se desechan con mayor o menor facilidad o dificultad y que a veces no son más que la proyección pasajera de impulsos esporádicos de infidelidad. Pero en cuanto el celoso presta oídos al monstruo lago que lleva dentro y se deja engañar y enredar por él; en cuanto la duda se convierte en tormento, las sospechas en certeza y el amor en odio irreversible y sed de venganza («Mira aquí, lago... ¡Todo mi amor apasionado lo soplo así al cielo! ¡Voló!... ¡Levántate, negra venganza, del fondo del infierno»), se traspasa inadvertidamente el umbral que separa los sentimientos «normales de celos» de la «paranoia de celos».
Los sentimientos «normales» de celos pueden comprenderse como una consecuencia del carácter universal de los celos como experiencia infantil preedípica y edípica en el curso normal del desarrollo emocional, pero ¿de dónde sale el lago interno que mueve a traspasar el umbral de lo normal y busca provocar vengativa y trágicamente el sufrimiento celoso hasta acabar con la vida misma? Una respuesta aparentemente lógica (al menos con la lógica de la dinámica inconsciente) es que la no resolución adecuada de los celos y la envidia respecto del objeto primario (madre) hace que los sentimientos perduren inconscientemente y que las relaciones amorosas ulteriores, aparentemente «maduras», tengan en gran parte un componente transferencial poco o casi nada evolucionado. Cabe aquí señalar el componente homosexual de la paranoia de celos, donde seguramente el celoso está más interesado en el amante que en su partenaire, inconscientemente hablando. Ya Sandor Ferenczi había señalado que la paranoia era una forma “deformada de homosexualidad”.
Por otro lado podríamos añadir que el ser amado se constituye inconscientemente en una réplica emocional del primer objeto de amor (madre) y de celos y se tiende a la repetición de las experiencias subjetivas primarias que, en un momento dado, resurgen con su primitiva intensidad y fuerza. En el psicoanálisis podemos observar generalmente que los sujetos que han sufrido carencias afectivas importantes en su vida infantil son las más propensas a tener relaciones amorosas posesivas y en consecuencia a sufrir el infierno de los celos patológicos.
Y por último debemos decir que la situación celosa típica es la que posee un ingrediente sexual, la de los celos de pareja. En su génesis psicológica es fácilmente referible a los celos edípicos y preedípicos de la infancia, prototipo inconsciente del intenso componente irracional que caracteriza la pasión celosa. No obstante, la rivalidad celosa no es siempre sexual; el objeto de amor celoso sí suele serlo y, si no lo es realmente, está por lo menos inconscientemente sexualizado en la mente de quien le ama celosamente, pero hay ocasiones en que el rival no lo es porque amenace la posesión sexual del objeto de amor, sino porque se constituye simplemente en una amenaza de carácter más general, de la que puede —en algunos casos— estar ausente o casi ausente la sexualidad.
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