¿Por qué nos fascina tanto el ser amado? Sigmund Freud postulo algo que denominó el complejo del semejante, afirmando que cuando percibimos a ese ser del cual nos enamoramos, éste se separa en dos partes: una parte semejante (a nosotros) y una parte extraña, que se nos escapa, que nos es ajena.
La presencia de lo extraño en el corazón mismo de lo semejante crea un ser doble en el que asoma la dimensión de la alteridad o del otro, no solo distinto sino también raro. A ese otro no lo podemos conocer, pues se resiste a ser alcanzado. Esa parte desconocida del otro, que por un lado es la menos fiable, pero también resulta ser la más atrayente, nos provoca curiosidad; esto se debe a que es el objeto "perdido" de la infancia que ha quedado sepultado en el inconsciente pero que toda la vida anhelamos reencontrar.
Ahora bien, nos identificamos con la parte semejante, que puede confundirse con la imagen del Yo y que pasa a ser la vertiente narcisista del amor, mientras que la parte extraña es un centro de atracción que sitúa lo deseable. Duplicamos al ser amado al internalizarlo, transformando al otro exterior en otro "interno". Hay que precisar que no se trata de un doble imaginativo de la persona real, sino que únicamente se trata de una representación inconciente, que es diferente del sujeto concreto. Es aquello que queda inscripto en los sistemas mnémicos, que es una parte inconsciente e ignorada de nosotros mismos, que influye decisivamente en las expectativas relacionadas con nuestros más íntimos deseos y nuestra vida amorosa en general. En esas circunstancias, lo extraño, que nos resulta inquietante, se introduce en lo más íntimo de lo familiar. Si el partenaire puede ser también alguien ajeno a nosotros y el odio es la reacción narcisista ante el extraño, debemos concluir que la ambivalencia afectiva «amor-odio» es universal e ineludible en todas las relaciones amorosas.
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