Por medio del psicoanálisis se ha comprobado que el duelo tenderá a ser más desesperado y melancólico cuanto mayor sea el componente narcisista de la personalidad del sujeto.
Si nos remontamos a la primera infancia y observamos que el niño es narcisista durante el destete es porque esta todavía indiferenciado del objeto o confundido con él, por lo que no puede desapegarse tan fácilmente y su vivencia —independientemente que sea dolorosa— quedará abierta a la queja, siguiendo con esta indagación sería asimismo de desgarro, aniquilación o muerte.
Sabido es que toda situación nueva que se presenta en la vida adquiere en parte su significado emocional por comparación o contraste con experiencias vividas y que ése es el inicio de la función simbólica. A partir de la experiencia del destete toda situación nueva de separación o pérdida será, a nivel inconsciente, un representante simbólico de la pérdida del pecho y todo nuevo objeto de amor lo será de la relación amorosa con el pecho, hay que subrayar que no es sólo el pecho en sí como realidad concreta, sino como fuente de vida, dulzura, sostén y protección omnipotente.«Por eso, desde el psicoanálisis se ha insistido en que todo duelo hace revivir los duelos anteriores y, en última instancia, el del destete como referente último». Razón por la cual para algunos sujetos no es que tengan miedo a volverse a enamorar sino a la pérdida que puede sobrevenir.
Ahora bien, la buena elaboración de aquel duelo primero sienta los cimientos para una tolerancia al dolor que permita conservar la esperanza en cada nueva situación de duelo y proteja de la caída en la desesperanza y la desesperación, de modo que la experiencia de pérdida pueda seguir siendo una experiencia más al servicio de la vida. Teóricamente la diferencia entre la tendencia a la esperanza y la vida o la tendencia a la desesperanza y la depresión se debería a la calidad de los objetos introyectados después de las primeras experiencias, que quedarían incorporados al Self como objetos internos. Si lo que se introyecta en estas primeras experiencias y, sobre todo, en la experiencia de la relación con el pecho nutricio «fuente de vida que protege de todo mal», es un objeto preponderantemente bueno, saludable y protector, la experiencia queda incorporada o introyectada en forma de objeto interno bueno, lo que quiere decir fundamentalmente que el sujeto que la ha vivido sigue manteniéndola dentro, aunque sea inconscientemente, como una relación viva y satisfactoria y que tenderá a buscarla en las experiencias nuevas. Dicho de otra forma, esta relación interiorizada con el objeto interno bueno hace posible la actitud que Erick Erickson ha llamado de «confianza básica», una confianza básica en sí mismo y en la bondad del objeto que constituye el terreno de cultivo de la esperanza. En caso contrario, si lo interiorizado es un objeto preponderantemente malo, una mala experiencia, la actitud puede ser de desconfianza básica y toda nueva experiencia tenderá a ser vivida como frustrante y a resultar deprimente, con lo que, naturalmente, el niño tenderá a rehuirla.
De hecho, la experiencia de duelo se acompaña siempre de un estado de ánimo deprimido que se va resolviendo lentamente para dar paso a lo que Sigmund Freud llama reconocimiento de la realidad de la pérdida y elaboración del duelo hasta llegar a la posibilidad de reemplazar el objeto de amor perdido por otro que lo sustituya «parecería más apropiado decir que lo complemente, porque sustituirlo parece implicar la posibilidad de olvido». Este proceso de elaboración del duelo es difícil y doloroso y, si se erigen contra él mismo defensas muy rígidas e inamovibles o poco evolutivas, las consecuencias psicopatológicas serán inevitables. Por ejemplo, cuando Freud hablaba de reconocer la realidad de la pérdida se refería a que la primera reacción, después de una fase de estupor y confusión, es siempre la negación: “no es posible; no puede ser”. Esta actitud negadora puede derivar hacia actitudes psicopatológicas que van desde lo que se puede considerar relativamente normal hasta las alucinaciones o delirios.
La tendencia inicial a la negación de la pérdida traumática puede seguir disociada y activa dificultando o impidiendo la elaboración del duelo y facilitando desarrollos psicóticos para mantener la negación de la realidad dolorosa. En toda negación hay también un estado de escisión disociativa que recuerda aquel niño citado por Freud en «La escisión del Yo» que decía: “Ya sé que mi padre se ha muerto, pero lo que no entiendo es por qué no viene a cenar”. Cuando el duelo no se elabora, la tristeza persiste con su cortejo de desánimo, cansancio, insomnio y desgana; se cronifica y se convierte en depresión. Otras defensas que se observan casi constantemente ante el dolor de la pérdida son la idealización del ser perdido (que tiende a ser todo bondad), junto con la autoculpabilización en forma de autorreproches: “si me hubiera dado cuenta, si hubiera hecho aquello o si no lo hubiera hecho», etcétera”, como en un intento de seudorreparación disociativa que buscara lo bueno en el ser que se ha ido y lo malo en el que se ha quedado en este «valle de lágrimas». También es frecuente la culpabilización de otros en quienes desplazar o proyectar los propios sentimientos de culpa. Si predomina la tendencia a la autoculpabilización, la depresión adquirirá formas más o menos melancólicas con sentimientos de indignidad; si predomina la culpabilización de otros, la forma depresiva tenderá a adquirir matices más paranoides. En ambos casos, la depresión puede ser clínicamente psicótica si tiende a invadir duraderamente el funcionamiento mental normal.
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