La relación entre el masoquismo y la cura analítica es tan íntima como equívoca. El paciente con un claro trastorno de su personalidad, acostado en el sofá mantiene desde el comienzo de la sesión un silencio inusual y prolongado. Finalmente, concede algunas palabras, diciendo: "No tengo nada que decir hoy, las únicas cosas que tengo en mi cabeza me dan placer". Placer que para el psicoanálisis significa «Goce», ese goce donde el sujeto se aferra con todas sus fuerzas para no dejar escapar.
El único análisis que brinda resultados es el movido por el sufrimiento psíquico, incluso cuando éste último es más latente que real.
¿Qué otra cosa que el sufrimiento podemos confiar aquí, cuando tenemos que desenterrar lo inaceptable dentro de nosotros y desplazar las represas que hemos construido en contra de ella?
Ciertamente no sólo en el deseo de entender sino de hablar muchas veces cada semana, incluso durante largos meses, de cosas desagradables, repugnantes, dolorosas e irreconciliables; sometiéndose no sólo al psicoanalista como persona (una variante similar de la transferencia presupone ya que las fantasías masoquistas y eróticas tomarían el poder), sino a un proceso cuyo fin no se ve, y a un discurso cuyo significado es desconocido...
¿Podría incluso ser posible prestarse a tal desafío sin una contribución masoquista mínima?
Lo que importa aquí no son tanto las particularidades del masoquismo en todos y cada uno de nosotros, sino el masoquismo general inmanente, hermano de la culpa, que constituye nuestro mundo interior y nuestra vida psíquica. El masoquismo, como guardián del secreto (como lo llamó Karl Abraham), contribuye a dar una forma a la interioridad, a regresar a sí mismo, marcando ese territorio que eventualmente se convertirá en analítico. «Antes de convertirse en uno de los adversarios más difíciles del análisis, el masoquismo es su auxiliar indispensable».
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