En su obra el «Maniquí de mimbre» Anatole France habla por boca del profesor Bergeret, el fino pensador a quien no escapan ninguna mentira ni ninguna ilusión humana, y que sin embargo no se transforma en predicador moralista ni en pesimista amargado, sino al contrario, juzga los actos de sus prójimos con buen humor, con caridad, aunque mezcle en ello cierta ironía.
-M. Bergeret, bajo los olmos del Paseo, encuentra un garabato sobre un banco, uno de esos dibujos con tiza con los que los niños expresan sus primeros hallazgos sexuales.
Bergeret se sumerge en profundas reflexiones sobre la comunicabilidad instintiva de los niños, que ya había impulsado a Fidias a grabar el nombre de su amada en el dedo gordo del Zeus del Olimpo.
“Y sin embargo, piensa M. Bergeret, el disimulo es la primera virtud del hombre civilizado y la piedra angular de la sociedad. Nos es tan necesario ocultar nuestros pensamientos como llevar vestidos. Un hombre que dice todo lo que piensa y como lo piensa es tan inconcebible en una sociedad como un hombre que anduviera desnudo por completo. Si, por ejemplo, yo expresara en la librería Paillot, donde la conversación es bastante libre, las imaginaciones que se me ocurren, las ideas que se me pasan por la mente: cómo entran por la chimenea una bandada de brujas a caballo sobre sus escobas, si describiera la representación que a menudo tengo de Madame de Gromance, las actitudes incongruentes que le atribuyo, la visión que me da, más absurda, más extravagante, más quimérica, más extraña, más monstruosa, más pervertida y desviada de las buenas costumbres, mil veces más maliciosa y deshonesta que la famosa figura tallada en la fachada Norte de Saint-Exupére, en la escena del Juicio Final, por un artista prodigioso que inclinado sobre un respiradero del infierno había visto la Lujuria en persona; si yo mostrara exactamente las particularidades de mis ensueños, se me creería víctima de una manía odiosa; y, sin embargo, sé perfectamente que soy hombre galante inclinado por naturaleza a los pensamientos honestos, instruido por la vida y la meditación en guardar la modestia y la compostura, dedicado por completo a los placeres intelectuales, enemigo de cualquier exceso y detestando el vicio como una deformidad”.
Es consolador para nosotros —los psicoanalistas— que reconozcamos en nosotros mismos y en nuestros psicoanálizados esta mezcla de «perversidad» y de «virtud» como elementos constitutivos de la vida psíquica «normal», que contemos entre los nuestros a Bergeret y, con él, a Anatole France. Esta compañía compensa ampliamente el desprecio de la mayoría de los psiquiatras que no descubren tales horrores ni en ellos mismos ni en sus pacientes, pero que están dispuestos a atribuirlos a como de lugar, a la depravada imaginación de quienes los consultan.
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