El respeto a los padres y personas mayores coarta la libertad del infante para confiar en ellos, esta libertad paralizada será uno de los principales conflictos del material psíquico del sujeto para ser manifestado durante el psicoanálisis, pero si se insiste mucho en ello puede obtenerse del paciente la expresión literal de sus pensamientos, llegando incluso a pronunciar palabras obscenas; de esta forma pueden lograrse aclaraciones inesperadas y reemprender un análisis hasta ese momento estancado.
Este comportamiento de los pacientes presenta —además de su importancia práctica indiscutible— un interés más amplio al introducir un problema psicológico ¿Cómo es posible que sea realmente más difícil designar una misma cosa por una palabra que por un sinónimo vulgar? Por ejemplo nalgas que culo, cuando las dos se refieren a la misma zona corporal: glúteos.
Por medio del psicoanálisis hemos concluido que existe una estrecha asociación entre los términos sexuales y excrementorios vulgares (obscenos) —los primeros y únicos que conoce el niño— y el Complejo de Edipo, profundamente rechazado, tanto del neurótico como del hombre “normal”.
La concepción que tiene el infante respecto de las relaciones sexuales entre los padres, del proceso de nacimiento y de las funciones animales (cópula, defecación, etcétera) comienza expresándose en términos populares (coger, mear, cagar...) los únicos que el niño conoce; esta formulación será la más atacada por la censura moral en la edad adulta porque significa una barrera al incesto (Complejo de Edipo) por estar dichos términos vinculados íntima y directamente al incesto y en consecuencia deben ser rechazados por la consciencia. Ello basta para que comprendamos al menos parcialmente nuestra resistencia a pronunciar o escuchar tales palabras sin que estemos exentos de sentir una sensación de angustia o malestar.
Debemos agregar que la palabra obscena encierra un poder especial que obliga en cierto modo al oyente a imaginar el objeto nombrado, el órgano o las funciones sexuales en su realidad tangible.
Sigmund Freud señala las motivaciones y condicionamientos de la broma obscena cuando escribe: «mediante el enunciado de palabras obscenas, ella (la grosería) obliga a la persona aludida a imaginar la parte del cuerpo o la función de que se trata”. Sólo hay que citar que las alusiones científicas (terminología) a los procesos sexuales o biológicos para designarlos, no causan tanto efecto como las palabras tomadas del vocabulario primitivo popular erótico de la lengua materna.
Podría suponerse que tales palabras son susceptibles de provocar en el oyente el retorno regresivo y alucinatorio de imágenes mnésicas que tendrían que ver con el incesto y todo lo que implica el Complejo de Edipo.
Cuando una palabra obscena es percibida visual o auditivamente, es cuando entra en acción esta facultad de los vestigios mnésicos.
Si admitimos la opinión de Freud que en el curso del desarrollo ontogenético el aparato psíquico pasa de ser el centro de las reacciones alucinatorio-motrices a ser el órgano del pensamiento, debemos concluir que las palabras obscenas posean características que en un estadío anterior del desarrollo psíquico se extendían a todas las palabras.
Según Freud, toda representación está motivada fundamentalmente por el deseo de acabar con el sufrimiento provocado por la frustración, haciendo revivir una satisfacción experimentada con anterioridad. En el estadío primitivo del desarrollo psíquico, si la necesidad se satisface, la aparición del deseo supondrá la inversión regresiva de la sensación correspondiente a una satisfacción vivida anteriormente que quedará fijada por vía alucinatoria. La representación será entonces considerada igual que la realidad. Esto es lo que llama Freud la «identidad perceptiva”. Instruido por la amarga experiencia de la vida, el niño aprende a distinguir la satisfacción real de la representación debida al deseo y a no utilizar su motricidad sino a sabiendas, cuando esté seguro que tiene ante sí objetos reales y no ilusiones producidas por su imaginación. El pensamiento abstracto, verbalizado, representa el punto culminante de este desarrollo. Las imágenes mnésicas representadas exclusivamente por fragmentos desprovistos de sus características, los signos verbales —prosigue Freud—, posibilitan las pruebas más sutiles.
Podría añadirse que la aptitud para expresar deseos mediante signos verbales constituidos fragmentariamente no se adquiere de golpe. Además del tiempo necesario para el aprendizaje de la palabra; parece que los signos verbales que reemplazan a las representaciones, es decir las palabras, conservan durante mucho tiempo su tendencia á la regresión. Esta tendencia se atenúa progresivamente ó de golpe, hasta alcanzar la capacidad de representación y de pensamientos “abstractos”, prácticamente liberados de elementos alucinatorios.
Tal desarrollo puede comportar etapas psicológicas caracterizadas por la coexistencia de una aptitud ya tomada con un modo más económico de pensamientos mediante signos verbales, y la persistencia de una tendencia a revivir regresivamente las representaciones.
La hipótesis sobre la existencia de tales etapas se apoya en el comportamiento de los niños a lo largo de su desarrollo intelectual. «Los niños, tratan las palabras como si fueran objetos» Sigmund Freud; además indica con acierto que el autor de una broma obscena efectúa un ataque, una acción sexual sobre el objeto de su agresión, y suscita por ello las mismas reacciones que la propia acción. Pronunciar palabras obscenas equivale casi a cometer una agresión sexual, «a desnudar a la persona del sexo opuesto».
Decir una grosería representa en grado superior lo que apenas está esbozado en la mayoría de las palabras, es decir, que todo vocablo tiene su origen en una acción no realizada. Pero mientras que las palabras corrientes sólo contienen el elemento motor de la representación verbal en forma de impulso nervioso reducido, la “mímica de la representación”, la formulación de un dicho grosero, nos proporciona la clara impresión de estar realizando un acto.
Esta aportación tan importante de elementos motores a la representación verbal de las palabras obscenas podría provenir, igual que el carácter alucinatorio y sensorial de una obscenidad escuchada, de una perturbación del desarrollo. Tales representaciones verbales puede que hayan quedado a un nivel de desarrollo lingüístico en el que las palabras están mucho más cargadas de elementos motores.
Hay que preguntar ahora si esta especulación, que es sólo una de las muchas posibilidades, se apoya de alguna manera en la experiencia y en tal caso cuál pueda ser la causa de esta anomalía del desarrollo relativa a un mínimo grupo de palabras y tan extendida entre los seres civilizados.
El análisis de los sujetos normales y neuróticos y la observación de los niños, aunque supone una exploración realizada sin miedo sobre la suerte sufrida por los términos que designan los órganos sexuales y excretorios a lo largo del desarrollo psíquico, confirma esta hipótesis. Inicialmente, vemos que se verifica la suposición casi evidente de que la repugnancia a repetir determinadas palabras obscenas es imputable a vivos sentimientos de desagrado, asociados a estas palabras precisamente durante el desarrollo infantil, a consecuencia de la inversión del signo de los afectos.
Ningún niño, salvo raras excepciones, ha dejado de ser advertido de cosas análogas o similares. Hacia los cuatro o cinco años, e incluso antes en los niños precoces (es decir en la época en que los niños reducen sus impulsos «perversos polimorfos»), se intercala un período entre el abandono de los modos infantiles de satisfacción y el comienzo de la fase de latencia propiamente dicha que se caracteriza por el deseo de pronunciar, escribir y oír palabras obscenas o incluso de dibujarlas. Esta necesidad de pronunciar, dibujar, escribir, oír y leer obscenidades puede comprenderse como un estadío preliminar a la inhibición de los deseos infantiles de «exhibicionismo» y de «voyerismo». La represión de estas fantasías y acciones sexuales que se manifiestan de forma atenuada en el lenguaje es la que confirma la entrada en la fase de latencia propiamente dicha, el período en que «son elaboradas las fuerzas psíquicas que se oponen a la sexualidad infantil: desagrado, pudor y moral», y en que el interés del niño se orienta hacia realizaciones culturales (deseo de saber).
No nos equivocaremos al suponer que esta represión de los términos obscenos se produce en una época en que el lenguaje, y especialmente el vocabulario sexual tan cargado de afecto, se caracteriza aun por una fuerte tendencia a la regresión y por una mímica de representación muy animada. No parece probable que el material verbal rechazado se mantenga tras el período de latencia, es decir, la desviación de la atención, en esta etapa primitiva del desarrollo, mientras que el resto del vocabulario, gracias a la práctica y al entrenamiento continuo, queda despojado progresivamente de su carácter alucinatorio y motor; será por ello más propio, económicamente hablando, de las actividades mentales de nivel superior.
Dibujo: La madre fálica.
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