Arthur Schopenhauer escribe: «Toda obra procede de una buena idea que conduce al placer de la concepción; sin embargo, su nacimiento, su realización, al menos en mi caso, acontece con dolor; pues entonces soy frente a mí mismo como un juez inexorable ante un preso tendido en el potro, a quien obliga a responder hasta que no tiene nada más que preguntarle. Casi todos los errores e inefables locuras de que están repletas las doctrinas y las filosofías, creo que son el resultado de la ausencia de esta honradez. Si la verdad no ha sido descubierta, no es por no haberla buscado, sino a causa del deseo de descubrir en su lugar una concepción ya elaborada o al menos, de no lastimar una idea querida; para ello ha sido preciso emplear subterfugios, en contra de todo y del propio pensador. El coraje de ir hasta el fin de los problemas es lo que hace al filósofo. Debe ser como el Edipo de Sófocles que, tratando de aclarar su terrible destino, prosigue infatigablemente su búsqueda, incluso cuando adivina que la respuesta sólo le reserva horror y espanto. Pero la mayoría de nosotros lleva en su corazón una Yocasta que suplica a Edipo por el amor de los dioses que no siga adelante, y nosotros cedemos y por esto la filosofía está donde está de la misma manera que Odín en la puerta del infierno pregunta incesantemente a la vieja pitonisa en su tumba sin preocuparse de su reticencia, de su rechazo y de las súplicas para que la dejen en paz, el filósofo debe interrogarse a sí mismo sin tregua. Sin embargo, este coraje filosófico, que corresponde a la sinceridad y honradez en la investigación que me atribuís, no surge de la reflexión y no puede ser erradicado a la fuerza, sino que es una tendencia innata del espíritu».
La profunda sabiduría concentrada en estos párrafos merece ser discutida y comparada con los resultados del psicoanálisis.
Lo que dice Schopenhauer sobre la actitud psíquica necesaria para la producción científica (filosófica) parece ser una aplicación a la teoría de la ciencia de las tesis de Sigmund Freud referidas a «los principios que rigen los fenómenos psíquicos». Freud distingue dos principios: el «Principio del Placer», que en los seres primitivos (animales, niños, salvajes) y en los estados mentales primitivos (sueño, chiste, fantasía, neurosis, psicosis), desempeña el papel principal y activa procesos que tratan de conseguir el placer por el camino más corto, mientras que la actividad psíquica rechaza los actos que podrían conducir a sentimientos desagradables (rechazo); y el «Principio de Realidad», que presupone un mayor desarrollo y un estadío evolutivo superior del aparato psíquico, caracterizado porque en lugar del rechazo que excluye una parte de las ideas como fuente de desagrado, aparece el juicio imparcial que debe decidir si una idea es justa o falsa, es decir, de acuerdo o no con la realidad, mediante una comparación con los rasgos mnésicos de la realidad.
Sólo una categoría de actividades mentales no está sometida a la prueba de la realidad, incluso tras la introducción del principio superior: la fantasía; y la ciencia es la que supera con más éxito el principio del placer.
La concepción de Schopenhauer citada más arriba, sobre la disposición espiritual necesaria para una actividad científica, podría expresarse, en la terminología de Freud, del modo siguiente: el pensador puede (y debería) dar libre curso a su imaginación para poder degustar el “placer de la concepción” —además resulta casi imposible conseguir nuevas ideas de otra manera— pero, para que estas nociones imaginarias puedan convertirse en ideas científicas, deben superar primeramente la dura prueba de la realidad.
Schopenhauer ha visto claramente que, incluso en un sabio, las resistencias más fuertes a una prueba de realidad libre de prejuicios no son de orden intelectual sino afectivo. ««Incluso el sabio está sujeto a las debilidades y a las pasiones humanas: vanidad, envidia, prejuicios morales y religiosos que, frente a una verdad desagradable, tienden a cegarle, y se halla muy propenso a tomar por verdad un error que coincide con su sistema personal»». El psicoanálisis no puede completar el postulado de Schopenhauer más que sobre un sólo punto. Ha descubierto que las resistencias internas pueden fijarse desde la primera infancia y llegar a ser totalmente inconscientes; del mismo modo exige a todo psicólogo que vaya a dedicarse al estudio de la psique humana, que proceda antes a una exploración profunda de su propia estructura mental, hasta las capas más escondidas y con ayuda de todos los recursos de la técnica psicoanalítica.
Los afectos inconscientes pueden deformar la realidad no sólo en psicoanálisis sino también en todas las demás ciencias; de manera que debemos formular el postulado de Schopenhauer de la forma siguiente: todo trabajador científico debe someterse primero a un psicoanálisis metódico.
Las ventajas que tendría la ciencia si el sabio se conociera mejor son evidentes. Una gran porción de energía, desperdiciada actualmente en controversias pueriles y en conflictos de prioridad, podría ser consagrada a objetivos más serios. El peligro de «proyectar en la ciencia las particularidades de su propia personalidad atribuyéndoles un valor general» sería mucho menor. Al mismo tiempo, la hostilidad con que se reciben hoy las ideas originales o las proposiciones científicas sostenidas por autores desconocidos a quienes no apoya ninguna personalidad relevante, sería sustituida por una prueba objetiva más imparcial. Nos atrevemos a sostener que, si se observara esta regla de autoanálisis, la evolución de las ciencias que hoy día es sólo una sucesión ininterrumpida de revoluciones y de reacciones que consumen mucha energía, tomaría un rumbo mucho más regular y al mismo tiempo más rentable y rápido.
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