“Si realmente estas interesado en estudiar psicología o psiquiatría para conocer la «naturaleza humana», no existe mejor lugar para empezar que asistir al manicomio”.
Quien desee captar la vida psíquica con la mayor profundidad y en toda su verdad debe primeramente renunciar a la ingenua idea romántica que habla sobre la «inocencia pura» del alma infantil.
El psiquismo del niño —en lo que le concierne al Yo— está caracterizado por la voluntad ilimitada de hacerse valer y la ausencia de cualquier tipo consideración hacia el otro. Podríamos decir desde el psicoanálisis que lo que se denominan las «malas costumbres» del niño (podríamos citar la violencia y la crueldad salvajes, que son muy a menudo sanguinarias, pero susceptibles de alternar con la humildad; y los placeres relacionados con la defecación; la tendencia a introducir en la boca todos los objetos incluso los más «repugnantes» y el placer de olfatearlos, tocarlos o sentirlos, así como la exhibición de la desnudez propia de esta edad y la curiosidad) a las que se añade desde la primera infancia e incluso desde los primeros meses de vida la excitación de los órganos genitales, corresponden a manifestaciones precoces y verdaderamente «perversas poliformas de la sexualidad», que no dejan paso a formas más adaptadas a las necesidades de la conservación de la especie, más que en el momento de la pubertad y posteriormente.
Actualmente podemos caracterizar al niño de la forma siguiente: desde el punto de vista de sus impulsos del Yo, de sus pasiones egoistas y anárquicas, es todavía «perverso». No podemos lamentarnos por ello, el error consiste en pretender que desde su nacimiento el ser humano sea un sujeto deseoso de ponerse al servicio de objetivos sociales superiores, altruistas, morales, lo que nos inducirá a ignorar todo lo que sabemos acerca de los orígenes animales de la evolución humana. Evidentemente es la educación y la cultura la encargada de contener, amansar y domesticar estos impulsos antisociales. Para llegar a ello, el sujeto dispone de dos alternativas: el rechazo y la sublimación. El primero se esfuerza en paralizar completamente los impulsos primitivos, de impedir su manifestación por medio de la severidad y la intimidación, por lo que son rechazados inmediatamente de la conciencia. Por el contrario, la sublimación, que reconoce las preciosas fuentes de energía contenidas en estos impulsos, los orienta al servicio de objetivos que la sociedad admite.
En el marco de la educación actual la descarga de los afectos en forma de celo religioso y de obediencia sumisa, la transformación de las tendencias sociales en pudor y en desagrado, son ejemplos de sublimación. Si existen dones y aptitudes nerviosas apropiadas (los órganos de los sentidos y la motricidad), los impulsos primitivos pueden orientarse hacia un terreno artístico (música, literatura, poesía, fotografía, entre otras).
La curiosidad infantil puede evolucionar dirigiéndose a la investigación científica, los impulsos egoístas pueden expresarse de forma útil a la comunidad mediante las formaciones llamadas de compensación (por ejemplo, el mismo éxito social). De las dos alternativas de adaptación, el rechazo (incluso si no puede eliminarse por completo) es indiscutiblemente el que exige mayor esfuerzo, el que predispone al trastorno mental, el más difícil de soportar y encima el más costoso, porque inutiliza esas energías preciosas que nos impulsa a vivir.
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