Existen varios escenarios donde se puede dar la conducta de violación sexual; ya se trate de la violación ocasional en medio de una abrupta ruptura matrimonial, donde el marido premedita la venganza por un fracaso o humillación real o no, hacia su esposa; o bien de la insoportable frustración sufrida por un sujeto con trastorno de la personalidad que reacciona de esa manera. También podemos observar la violación en grupo por parte del adolescentes que se suscita para exteriorizar una necesidad de afirmación fálica; o la que sucede en un entorno bélico, donde los combatientes abusan sexualmente de la población civil. Se advierte entonces que la realización del acto adquiere un sentido diverso según las circunstancias, la personalidad de los autores, la edad y el contexto del momento.
Decir que existe una «pulsión de violación» equivaldría a considerarla sólo como una desviación del comportamiento, lo cual únicamente aborda el tema de manera superficial, o trivializarla en tanto «pulsión» inherente a la organización de la sexualidad masculina.
La mayoría de los sujetos que llevan a cabo la violación, pocas veces repiten esta conducta. Muchos rebelan que tuvieron fantasías periódicas al respecto antes de cometer el ultraje.
Estos sujetos destacan el carácter coactivo del acto: «Se me ocurrió de pronto», «fue más fuerte que yo», «fue una acción que no sabía hasta donde me iba a conducir», etcétera son expresiones que se escuchan a menudo. Seguramente para la mayoría de la gente estas palabras significan una manera ridícula de exculparse. Pero estas frases son expresadas al psicoanalista en un entorno profesional y privado, cuyo carácter confidencial les otorga la oportunidad para confiarlo. Es verdad que los psicólogos de inclinación cognitivo-conductista —que no temen ser intrusivos— han observado atinadamente que el acto estuvo precedido por producciones psíquicas, pero estas solían aparecer enmascaradas por alguna forma de «renegación»; para ponerlas en evidencia se requiere, en efecto, una postura activa por parte del terapeuta.
Obviamente siempre existe una preparación, por pequeña que sea, para poner en práctica la violación, lo que no está en oposición al carácter coactivo del empuje procedente del inconsciente como se explicará más adelante.
Algunos testimonios sobre abusos sexuales dan cuenta del elemento impulsivo: “Un hombre acompañado de su esposa, ve pasar a una jovencita, se excusa ante su cónyuge para ausentarse por unos minutos, atrapa a la joven y la viola en una callejón desierto”. “Una abuela es recibida como testigo en un juicio después de una violación cometida en un tren, ella manifiesta: el hombre jugaba con su nieta y vio pasar a una mujer por el pasillo. A partir de ese momento, observe que su mirada cambió; no era el mismo. Momentos después desapareció para perpetrar su crimen”.
Lo que señala también el psicoanálisis es la contingencia del objeto. Nada que ver con el deseo de «poseer» a una mujer joven y atractiva, ya que puede tratarse de una mujer madura o anciana, muy a menudo de un infante y hasta de un bebé de pocos meses. Para el sujeto que viola únicamente es necesario un objeto con forma humana al cual pueda penetrar.
François Perrier criticó pertinentemente la denominada «fobia de impulsión» aplicada a sujetos que se sienten empujados a cometer un acto contra su voluntad. Esto es importante, por cuanto la violación suele presentar el aspecto de una impulsión verdaderamente irresistible. Este autor continúa —a propósito de una mujer que tenía la fobia de arrojarse por la ventana— que no se trataba de una voluntad motriz sino de la atracción por una imagen en la cual el sujeto se pierde con profundidad. Aquí nos encontramos ante en el registro narcisista. Es una experiencia de «fascinación pasivizante», de «captación especular», subrayando el papel de la mirada. Al relatar una secuencia del tratamiento, utiliza la expresión «reafrontamiento narcisista» entre psicoanalista y psicoanalizado, una manera para este último de recobrar la condición de sujeto. Esta concepción proveniente del «lacanismo» es extremadamente enriquecedora.
Lejos de entender la violación a la manera de ciertos autores, sencillamente como la puesta en acto de una pulsión considerada banal o por lo menos desviante, vemos, por el contrario, que se trata de algo mucho más complejo. La aparente simplicidad de la realización en su brutalidad envuelve, de hecho, fenómenos psíquicos que suponen una larga historia en su desarrollo. Estos fenómenos arrastran consigo una intensidad tal y hacen correr al sujeto un riesgo de tal magnitud, que es preciso librarse de ellos lo más rápidamente posible a través de la descarga, y anularlos sirviéndose de la renegación, pues de otro modo «la cabeza estalla» hablando figurativamente. Dicho en forma condensada, se trata cabalmente de algo que sucede en la cabeza y que reaparece afuera.
También se encuentra la fuerza compulsiva que hace actuar al sujeto. Previsto de antemano o surgiendo por efecto de una impulsión, el acto es efectuado bajo el dominio de una exigencia interior: «En ese momento no sabía si iba a hacerlo...». «Pero ya estaba en marcha y el acto se ha iniciado». Desde ese instante obran dominados por un automatismo, mientras que la conciencia se mantiene exterior a lo que ocurre. Vale decir que estamos en el registro de la «pulsión de muerte», activada por la repetición como un motor que no obedece forzosamente al placer sino al Goce, psicoanalíticamente hablando.
Durante el acto de violar no tiene tanto significado la sensación del rozamiento de los genitales sino más bien la penetración en sí misma, como si el pene simbolizara un arma punzo cortante para penetrar hasta las entrañas con la finalidad de dañar a la víctima en todo su ser, denigrándola —obviamente estamos lejos del placer genital que puede brindar el objeto— es más bien el uso de la fuerza, la transgresión y el acto mismo de penetrar lo que está cargado de significación y causa el «Goce».
Ahora bien, la «captación especular» es una expresión muy apropiada que condensa tres elementos que encontramos todo el tiempo en los sujetos que cometen violación: el fenómeno de dominio por la imagen, el aspecto «puesta en escena», que confiere a la mirada un lugar metapsicológico fundamental, y el papel de lo imaginario; obsérvese que la palabra «especulación» tiene la misma raíz que «especular», indicando claramente este último término, a través de la idea de espejo, la duplicación narcisista de una imagen interior.
Al hablar, en efecto, de las relaciones entre el violador y su madre —como seguramente tendremos que hacerlo— surgen representaciones en las que ambos personajes están separados. Pero en realidad, ello no es así: la madre se encuentra en el interior del primero, no constituida todavía como objeto interno pero formando parte de él, lo cual pone en tela de juicio un término “sujeto”; en efecto, todavía existe una precaria indiferenciación, activada además por un movimiento contradictorio de rechazo y asimilación. Nos hallaremos, pues en el límite del adentro y el afuera, que nos muestra el violador en sus pesadillas y fobias con la indeterminación entre fantasma, alucinación y percepción.
El hecho de que algunos de estos sujetos hayan tenido una madre víctima de violación, o hayan sido hijos no deseados, o por el contrario tuvieron una progenitora que dio «todo» por ellos hasta el sacrificio deja augurar ciertas consecuencias sobre las relaciones vinculares madre-hijo.
Más allá del acto mismo, de las pesadillas y fobias que muestran estos sujetos, lo que está en juego no es únicamente la «angustia de castración» sino además una «angustia de inexistencia». Esta última guarda probablemente una estrecha relación con el miedo a la pasividad (posiblemente la «roca biológica» de la que hablo Sigmund Freud) que ciertos psicoanalistas nos hicieron presentir con respecto a la histeria de angustia.
La problemática, entonces, pasaría a ser: ¿violar para borrar el deseo de ser violado?
Algunos de estos sujetos nos narran pesadillas donde interviene su madre o una representación encubierta de ella, como por ejemplo donde su progenitora los persigue con un cuchillo en mano, donde también los encierra en cierto lugar, incluso donde el sujeto viola o tiene un encuentro de índole sexual con su madre, etcétera.
Tenemos entonces una parte de la respuesta que nos lleva a pensar que la violación se dirige a una madre temida y odiada. Pero los procesos psíquicos en juego no son tan sencillos y reclaman procesos inconscientes complejos.
La ambivalencia es bastante marcada en este tipo de sujetos, verbigracia cuando narran sobre el maltrato físico y psicológico propinado por su madre y posteriormente manifiestan que no soportarían encontrarse lejos de ella, por el gran amor que le tienen. En estos casos se habla de pérdida imposible de simbolizar, de una unión simbiótica que toma aleatoria la necesaria «desidentificación primaria». Todo esto es correcto, pero resultará incompleto mientras no hayamos comprendido la contradicción formal contenida en el proceso de marras.
Lo que estos sujetos regularmente expresan sobre su madre es que son «enteramente buenas» y «enteramente malas» pero también mala, proposición imposible de asimilar desde el punto de vista lógico; pero, precisamente, en el nivel de los procesos primarios en que se desenvuelven las cosas, no estamos en la lógica.
Observemos que las cualidades en cuestión son lo bueno y lo malo y que, según los primeros elementos de constitución del objeto descriptos por Freud, lo bueno se guarda dentro de sí para formar el Yo-placer purificado y lo malo se expulsa. En el caso que nos ocupa tal proceso parece estar bloqueado: lo bueno trae consigo lo malo, que vuelve a aparecer en el interior, no pudiendo el sujeto desembarazarse de ello; el sujeto lo quiere sin quererlo porque si no lo tuviera se encontraría sin nada, lo que provocaría una amenaza muy grave de inexistencia.