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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

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miércoles, 31 de mayo de 2017

La toxicomanía y el síntoma.

El síntoma desea expresar algo, lleva implícito un relieve que tiene que ver con la verdad singular y fundante para cada sujeto en particular, así el síntoma vela y revela al mismo tiempo.
Esta verdad que se asoma va a presentarse, en principio, como un significante reprimido, como una frase inteligible de un libro incomprendido.
Para Jacques-Marie Émile Lacan, el síntoma es la metáfora de una “palabra amordazada” que no llega a decirse, que se ve impedida de expresarse pero que puede recuperarse por medio del psicoanálisis. Posteriormente éste autor precisará el concepto de verdad, no como un significante reprimido, sino como aquello que queda inevitablemente excluido de toda articulación significante. «Aquello que no puede ser dicho cuando algo se dice: aquello que no se devela. El mito es el paradigma del decir, que encubre una verdad».
Se articulan así síntoma y verdad: el primero vehiculiza una verdad poniendo en evidencia un saber reprimido (un saber que no se sabe) y a la vez aquello que excede todo saber.
Sigmund Freud lo demostró con nitidez: partió del discurso de una «razón» que pretende mediante el psicoanálisis, dilucidar los mitos, explicar lo indescifrable de la realidad, más allá de lo que nuestros sentidos se percatan, elaborando las teorías que den cuenta de una articulación causal universal, un saber sin fisuras y sin ambigüedades. Pero la «razón» excluía una dimensión de verdad que Freud se encargó de reintroducir: hay un sujeto y un deseo, ambos encadenados al inconsciente.
No fue casual que lo hiciera a partir del discurso de la histeria, aquel que venía batallando por introducir la dimensión del sujeto en el saber psicoanalítico.
«El síntoma trae implícito una verdad, pero como esa verdad es la de aquello que se excluye de todo saber, el síntoma pasa a ser también lo que se opone a todo intento inteligible del saber. Es un indicador de que “algo no anda bien”, que no encaja a nivel inconsciente». Por eso el síntoma se transforma en un obstáculo que interpela la pretensión estructural de todo saber: concebirse como absoluto.
El concepto de representación en Freud rompe con la concepción de la verdad como adecuación entre el pensamiento y la «Cosa», ya que enfatiza que lo que se intenta representar es aquello que no está: solo podemos representar una cosa por otra cosa, Pero esta segunda cosa —el significante— no es equivalente a la primera, es lo que hace que la primera se pierda, se desvanezca. Este abismo entre ambas que nos lega Freud, tiempo después Lacan lo formalizará con la teoría del «Significante».
Cada cultura, ciencia, terapia, credo... intenta elaborar un saber que colme y disimule esa grieta. Paradójicamente el síntoma si bien participa de ese mismo intento, es también lo que se le opone. La verdad que vehiculiza recuerda el punto de inconsistencia en el que fracasa la pretensión hegemónica del saber. Un saber que se erige como verdad es la definición misma del poder. El síntoma va a quedar ubicado entonces como oposición al poder, es “lo que no anda”, lo que indica el fracaso de esa pretensión, aunque esa oposición puede ser contradictoria.
El tema planteado de este modo extiende considerablemente el horizonte de nuestra práctica, y constituye un aspecto que entendemos como esencial, porque articula la intensión y la extensión del psicoanálisis. En la intensión, clínica de lo singular, el poder del que se trata es el que conceptualizamos vinculado a la Función Paterna. El aspecto “perverso” de ésta tiene, en la extensión, su equivalente en la resistencia de los poderes, que intentan denigrar o aplastar todo aquello que “no anda” en la cultura y en las instituciones, quitándole al síntoma su valor creativo de denuncia y de verdad.
El poder del padre, que llamamos Ideal del Yo en su vertiente más propiciatoria, y Superyó en su versión más aplastante, se ejerce tanto en la singularidad de la historia de un sujeto como en lo instituido de la vida social.

martes, 30 de mayo de 2017

¿Quién tiene la culpa en la pareja?

Existe un término en psicoanálisis que se denomina “bidireccionalidad” es la propiedad en virtud de la cual la actividad psíquica, consciente e inconsciente, está determinada por la interinfluencia con el otro del contexto intersubjetivo. Las relaciones vinculares son las que muestran el funcionamiento bidireccional ¿Qué significa esto? “Cuando un sujeto hace alguna cosa, sin estar conciente de lo que hace, promueve una respuesta de su partenaire, que a su vez promueve una contestación del primero…” Obviamente en estos casos no puede decirse qué sujeto determina el suceder en cuestión. Ambos constituyen una suerte de unidad funcional indivisible.
La bidireccionalidad ubica en un lugar protagónico el psiquismo de una verdad: Toda realidad depende de y se define en su contexto; en este caso, el contexto intersubjetivo; es decir el proceder de uno no existe sólo, aunque así aparezca a primera vista: decir que el partenaire tiene la culpa de algún acontecimiento, por fortuito que sea, es algo realmente que se ubica fuera de la razón.
Cuando un partenaire dice al otro, refiriéndose por ejemplo a su disfunción eréctil o su frigidez: “Esto es un problema mío”, afirma una falsedad o, más exactamente, una parcialidad, en tanto desconoce la bidireccionalidad, el impacto en el otro, en definitiva, el contexto.
La bidireccionalidad relativiza y redefine lo mío-tuyo y lo externo-interno en la totalidad de los terrenos psíquicos: lo motivacional, lo afectivo, lo cognitivo, etcétera; si se la ignora no pueden entenderse los significados que para uno adquieren las conductas del otro, las respuestas, las propuestas, y cuestiones por el estilo.

El amor correspondido.

El Ideal del Yo como subestructura del Superyó es un requisito básico de la capacidad de enamorarse. La idealización que se hace del otro amado refleja la proyección de aspectos del propio Ideal del Yo, un ideal que representa la realización sublimatoria de los deseos edípicos. Es una proyección que coincide con el apego a este ideal proyectado, la sensación de que el otro amado representa la aparición viva en la realidad externa de un ideal deseable, profundamente anhelado. En este sentido, la relación en la realidad con el otro amado es idealmente una experiencia en la que se trascienden los propios límites psíquicos, una experiencia extática en contraste dialéctico con el mundo cotidiano corriente, y le procura un nuevo significado y valor a la vida.
El amor romántico expresa entonces una profunda necesidad emocional, una razón esencial de que los sujetos formen parejas, y no deriva simplemente del romanticismo como ideal cultural. Según lo ha señalado Janine Chasseguet-Smirgel, la proyección del Ideal del Yo sobre el otro amado no reduce la propia autoestima —como lo entendió Freud— originalmente, sino que la aumenta, porque de ese modo las aspiraciones del Ideal del Yo se realizan.
El amor correspondido acrecienta la autoestima como parte de la gratificación de estar enamorado y ser amado en cambio. En estas condiciones, el amor al Yo y el amor al objeto se fusionan, lo cual constituye un aspecto crucial de la pasión sexual. El amor no correspondido puede tener diferentes desenlaces, pudiendo ser determinante en el equilibrio psíquico del sujeto. Pero en un sujeto con suficiente flexibilidad, un proceso de duelo hace posible la recuperación sin un trauma significativo, sin embargo si el sujeto está fijado neuróticamente a lo que en su origen era un objeto inalcanzable y frustrante, él o ella experimentará irremediablemente una pérdida de su autoestima. En general, cuanto mayor es la predisposición a la derrota edípica y la frustración preedípica (por ejemplo, la frustración de la dependencia oral), más intensos serán los sentimientos de inferioridad relacionados con el amor no correspondido.

Los sueños de los toxicómanos.

Cuando el psicoanalista le plantea al toxicómano que una de las condiciones para poder llevar a cabo el abordaje de su problemática es establecer la abstinencia, ya que la persistencia del consumo se transforma en un acto de esterilización del esfuerzo psicoanalítico, y con la intencionalidad de que comience a emerger el malestar (angustia), nos encontramos con otro argumento interesante, que emana de la concepción de la toxicomanía, como “enfermedad debida al consumo de drogas” pero que al mismo tiempo se extiende también a “la abstinencia como un conjunto de malestares que determinarían el retorno al consumo”. A esto se le atribuye la responsabilidad de que el sujeto —de una manera compulsiva— se precipite en el consumo sin que aparezca ninguna posibilidad de que la ingesta o no de la sustancia tóxica pueda ser planteado como un «acto de decisión», o «acto de voluntad» del sujeto, quedando atrapado por fuerzas inconscientes que lo manejan a su capricho.
Podemos agregar a esta “teoría” la invocación de los llamados “sueños de consumo”, que aquejan a los toxicómanos durante los denominados programas o tratamientos de rehabilitación de adicciones, los cuales hacen su aparición en el momento en que el sujeto ha logrado producir una interrupción del consumo de la substancia tóxica. Sueños que se califican como indicadores de una situación de vacilación en la intención de sostener la abstinencia, también llamada “sobriedad”: El sueño siempre esconde un deseo. Esta hermenéutica del sueño toma al mismo por un escaparate donde claramente se muestra el intento por el deseo de seguir consumiendo, lo que los toxicómanos en general denominan las “ganas de consumir”. Sin embargo, cuando se ha logrado establecer una cierta abstinencia, lo que comienza a hacerse presente es el empuje de los «anhelos postergados». Verbigracia un sujeto sobrio diría: “Me encuentro con más lucidez, con más energía y con ganas de emprender la realización de lo que me ha quedado pendiente”. Con lo cual, lo que el sueño muestra en su contenido manifiesto se encuentra al servicio de la defensa ante este empuje desiderativo.

lunes, 29 de mayo de 2017

La función del Superyó en la pareja.

La escenificación de las funciones superyoicas* maduras en ambos partenaires se ve reflejada en que cada uno tiene la capacidad de sentir responsabilidad por el otro y por la integración de la pareja, esto significa que se preocupan por el vínculo afectivo y lo protegen de de la activación inevitable de la agresión que se suscita entre ambos como resultado de la ambivalencia inherente en todas las relaciones íntimas.
Ahora bien, podemos observar que también se activa una función superyoica más sutil pero extremadamente importante. Esto tiene que ver con los aspectos sanos de los “Ideales del Yo” de ambos partenaires, que se combinan para crear una estructura conjunta de valores, mismos que se van cartografiando, elaborando y modificando a lo largo de los años en la pareja, este conjunto de valores están de manera preconsciente en ambos, y le sirven de límite y de barrera protectora ante las adversidades del mundo circundante. En síntesis, la pareja establece un común Superyó.
Es en el contexto de este conjunto de valores compartidos donde la pareja puede contribuir relativamente a resolver sus conflictos: un gesto inesperado de amor, una acción de remordimiento, unas palabras de perdón o un acto de humor pueden disipar la agresión, y con eso surge la tolerancia a las carencias y limitaciones que denota el ser amado, así como a las del propio Yo, mismas que se van integrando silenciosamente en la relación en su beneficio.

*Superyó: La sociedad y la cultura se encuentran implícitamente presentes en la mente del sujeto a través del Superyó. El niño aprende de sus padres el código moral que determinará sus comportamientos, actitudes y motivaciones durante el resto de su vida; este aprendizaje se da fundamentalmente en las etapas preedípicas y edípicas como consecuencia del temor al castigo y de la necesidad de afecto.
El Superyó tiene como función integrar al sujeto adecuadamente dentro de la sociedad. Es la instancia psíquica que va a observar y sancionar los instintos y experiencias del sujeto y que promoverá la represión de los contenidos mentales inaceptables. En gran medida su influencia en la vida del sujeto es inconsciente. En el Superyó se suele distinguir el llamado "Ideal del Yo" de la "conciencia moral", el primero para señalar las situaciones, estados y objetos valorados positivamente por el sujeto y a las que tenderá su conducta, y la conciencia moral para designar más bien el ámbito de las prohibiciones y las sanciones a las que las personas creen que deben someterse tácitamente.

La voracidad de la madre.

Jacques-Marie Émile Lacan en el Seminario Cinco aborda el tema de la posición de la madre con respecto al hijo con síntoma obsesivo. Pero aquí interviene ya el cuarto término, el padre, y lo que se juega es la articulación entre el padre y la madre en su relación como hombre y mujer.
El excesivo amor de un hombre por su partenaire —afirma Lacan— puede conducir a una posición de destructividad del deseo por parte de su mujer. El resultado se encuentra en la anulación del deseo del niño obsesivo y en su participación activa en esta destructividad.
En éste Seminario aborda sobre la frustración que no sólo afecta al niño del seno materno sino también de la madre como objeto. El niño es frustrado de su objeto-madre y la madre es privada de su objeto, todo esto a través de la Función Paterna, lo que opera a modo de castración. Esta privación deberá ser aceptada o rechazada por el niño, y esto determinará su posición en su Estructura subjetiva.
La madre atravesada por la “Falta” no tiene como función primaria el cuidado o la atención del niño sino su devoración. La versión lacaniana de la madre no es que sea "suficientemente buena" como se podría esperar, sino, por el contrario, que es una fiera, esencialmente insaciable, amenazadora en su omnipotencia sin Ley. Lo insaciable de la madre remite a su posición como mujer, a su tratamiento particular de la Falta. Después de todo, la sustitución niño-falo no colma la Falta y subsiste un resto de insatisfacción. La palabra “insaciable” en el Seminario Cuatro cambia a “voracidad” en el Seminario Cinco, impartidos por Lacan. Dice: “La madre es una mujer a la que suponemos ya en la plenitud de sus capacidades de voracidad femenina...”.
A través del examen psicoanalítico de la doble madre en Hans, en Leonardo da Vinci, y en André Gide, Lacan introduce en el Seminario Cuatro la problemática acerca de qué transmite una mujer a través de su modalidad de ser madre.
La madre del deber, la de Gide, toda madre, toda amor sin relación con la Falta y el deseo, confronta al niño a un desdoblamiento de la figura de la madre (la del amor y la del deseo –su tía–) que se subjetiviza en su Estructura Perversa. La madre de Hans, figura devoradora que toma a su niño como fetiche, se desdobla con la abuela paterna que suple la deficiencia paterna. La fobia de Hans lidia con la falla simbólica hasta que logra una elaboración fantasmática que aloja su angustia.

La evitación del discurso del toxicómano.

La farmacológica por fin a llegado a la posibilidad de disminuir considerablemente el malestar del enfermo mental por medio de una droga. Prácticamente existen hoy en día pastillas para todo, que eliminan de un vez eso tan «incómodo» pero la moneda queda en el aire, en la mayoría de los casos suprime el discurso o en el mejor de los casos —que son unos cuantos— el sujeto tiene la posibilidad de poner en práctica las «cadenas significantes» que hacen posible que este hablar tenga por primera vez un sentido.
La psiquiatría desea ser imperativa: Basta ya de malos entendidos, «es lo que es, lo que digo dice eso y no otra cosa»; y si el sujeto se angustia, deprime, obsesiona, delira, alucina... existe la pastilla idónea que restablece el equilibrio químico desordenado de los neurotransmisores y con ello cree el psiquiatra haber puesto al paciente primero en paz y después llevarlo a la gloria.
La psiquiatría declara que no tiene porque «escuchar» más los dichos del enfermo mental, salvo para poder clasificarlo de acuerdo con el DSM IV y arribar a un diagnóstico (en general, teñido del matiz de que se trata de trastornos de la conducta y el comportamiento, pasibles de ser corregidos con una reeducación adecuada y obviamente combinada con la química).
Así los psiquiatras se equiparan curiosamente con los toxicómanos. Ambos son expertos alquimistas, mientras uno  prepara su «cóctel» con bebidas alcohólicas, cocaína y mariguana, el otro «receta» Ritalin, litio y Diazepam, ambos con la tarea primordial de modificar la realidad psíquica del sujeto en algo más acorde con su sensibilidad perceptiva.

El destino del toxicómano.

El consumo de la sustancia tóxica es la manifestación de un malestar y son justamente éstas las que aportan una solución rápida y efectiva.
Las dificultades ante las circunstancias de la vida cotidiana son lo que se denomina el “dolor de existir”, incomodidad que soporta el «sujeto de la palabra, derivada del malentendido fundamental de la misma, que adquiere toda su potencia en la relación con el Otro».
Sigmund Freud señala que el sujeto para soportar la vida tal como se presenta utiliza —entre otras distracciones— el consumo de sustancias embriagadoras para volverse insensible, ya que alcanzar la anhelada felicidad resulta ser algo ilusorio o fugaz.
Ante esto se construye la “ideología toxicómana”, que si bien se encuentra desplegada en su máxima potencia en el consumo de tóxicos, también constituye el estilo con el sujeto se inserta en la cultura.
El infortunio, el núcleo familiar, las decepciones amorosas, la defunción del ser querido, el abandono, el divorcio, la enfermedad, etcétera, son los argumentos desplegados y utilizados en la vida cotidiana como razones o justificaciones del destino. Queda así fuera de la interrogación del toxicómano su responsabilidad directa, en mayor o menor grado, en la producción de su destino.

El poder del primer objeto de amor: la madre.

Robert Jesse Stoller dedicó gran parte de su investigación a estudiar los orígenes del Núcleo de la Identidad de Género, motivado por el psicoanálisis de la dinámica y la vinculación familiar en los casos de transexualismo, se centró en los diferentes elementos que contribuyen a su formación.
A medida que aumentaba el número de familias tratadas, fue haciendo más complejo y matizando su psicoanálisis evolutivo sobre esta convicción básica, hasta llegar a la conclusión de que la Identidad de Género: “Es el resultado de tres clases de fuerzas: biológicas, biopsíquicas e intrapsíquicas, que responden a los requerimientos ambientales y, en especial, a las actitudes parentales y sociales”.
«La Identidad de Género se produce fundamentalmente por las experiencias vividas a partir del nacimiento». Sus estudios con sujetos transexuales y hermafroditas le confirmaron la influencia decisiva que los factores posnatales, y en especial el poder de la madre —como objeto primario, anaclítico y narcisizante— que tiene por encima de la biología.
Stoller considera que las fuerzas biológicas (anatomía y fisiología genital externa), originadas en el período prenatal y procedentes de los diferentes determinantes del sexo, juegan un papel en la Identidad de Género como condición previa, destacándose dentro de los factores biológicos como una de las fuentes de la futura identidad genérica.
Igual que John William Money, Stoller considera que la apariencia genital externa es el primer criterio a partir del cual se inicia el proceso de atribución del género. Los genitales externos sirven como signo para adscribir al recién nacido a un sexo determinado, y facilitan la construcción de una imagen corporal que refuerce progresivamente dicha identidad. «En un desarrollo normal, la biología refuerza la Identidad de Género; sin embargo, en casos de transexualismo o en aquellos donde se produce una alteración por un síndrome cromosómico, gonadal u hormonal, ésta puede verse subyugada por la convicción y las actitudes parentales». Para Stoller, las fuerzas biológicas tienen un papel moderado y reversible, menor que el poder que ejercen los factores biopsicológicos y las fuerzas ambiental intrapsíquicas.
Un segundo tipo de factores que destaca Stoller en la formación de la Identidad de Género son los fenómenos biopsicológicos: “Son los primeros efectos posnatales causados por la manera habitual de tratar al niño —el condicionamiento, la impronta y otras formas de aprendizaje—, que especulamos modifican permanentemente el cerebro del niño/a y los comportamientos resultantes, sin que los procesos mentales de éste le protejan de tales estimulos sensoriales»".
Este factor está relacionado con lo que Stoller llama las fuerzas ambientales-intrapsíquicas, tercera fuente esencial en el establecimiento del Núcleo de la Identidad de Género. Esta tercera categoría alude tanto a los efectos de modelado (premios y castigos) como a los efectos del trauma, la frustración y el conflicto, así como a los intentos del sujeto por solucionarlos. Aunque estos dos últimos factores se refieren a las relaciones paternofiliales, Stoller prefiere distinguirlos para enfatízar la naturaleza no mental de las fuerzas biopsicológicas que se desarrollan a través de los cuidados vitales, conscientes o inconscientes. «Aunque la masculinidad y la feminidad puedan tener unas raíces biológicas, en su mayor parte son fruto de las experiencias de aprendizaje (impronta, condicionamiento clásico, operante y visceral) y de las modificaciones que resultan de la frustración, el trauma y los conflictos intrapsíquicos y los intentos por resolverlos».

La Ley del Incesto y la toxicomanía.

La “Ley de Prohibición del Incesto” se compone de dos imperativos, uno dirigido al sujeto, “No te acostarás con tu Madre”, el otro dirigido a la Madre, “No reintegrarás tu producto”.
Es justamente la interdicción dirigida a la madre la que que otorga alguna forma de suspenso, a consecuencia de la insuficiente representación del “Nombre del Padre”, lo que determina que estos sujetos queden atrapados como objeto de «Goce».
Con escasa capacidad metafórica se estructuran más del lado de lo que Sigmund Freud denominó “Neurosis Actuales” (neurastenia, neurosis de angustia, hipocondría) adquiriendo las características de un déficit simbólico, debido a las cuales se exigen acciones en lo real del cuerpo para poder lograr su compensación. Son toxicómanos —sujetos sin palabra— en tanto el acceso a ella está dificultado por la pregnancia pulsional incestuosa en la que se encuentran atrapados. La rectificación subjetiva que propone el psicoanálisis tiene como objetivo el intento de recuperar ese acceso a la palabra, para que el sujeto entonces pueda nombrarse a partir de reconocerse implicado en su devenir. Toxicómanos, estos de gran labilidad emocional, en tanto se encuentran siempre en peligro de la pérdida de amor o de su contrario, un engañoso "desborde de amor". En ambos casos, no hay reconocimiento de su alteridad. No hay para ellos la posibilidad del reconocimiento del Otro como algo exterior a sí mismos, por lo cual, oscilan entre su desaparición como objeto ante cada alejamiento afectivo, o una sensación de avasallamiento vehiculizada con frecuencia por fantasmas de devoración o de disolución en el Otro; todo esto enhebrado con la “Angustia de Inexistencia”.
El llamado “deficitario control impulsivo” queda así ligado a esta escasa capacidad metafórica y a la «desmentida» de la “Castración”, en tanto su resonancia con la “Falta” en el “Otro”. No siendo pasible de ningún intento de "reeducación" para adquirir la paciencia y la capacidad de postergación.
Se trata de la imposibilidad de hacer frente al incremento de la tensión libidinal, que sólo será calmada a través de la acción, la cual, a diferencia del acto, sostiene al sujeto en una posición de no implicación en la producción de la misma, en tanto esta acción se presenta como un desborde impulsivo ante el cual se encuentra inerme. Es entonces cuando no hay posibilidades de soportar una postergación del impulso, siendo ésta la razón de lo insoportable del incremento tensional, el cual pone en peligro la débil cohesión del Yo.
Este es un factor muy presente en los tratamientos, en tanto los incrementos de tensión pulsional, por ejemplo, ante la posibilidad de concreción de anhelos postergados, asumen características de insoportables y el sujeto debe hacer un "corto circuito" por intermedio de la descarga implicada en la recaída. Recurriendo así al sistema de cancelación del malestar ofrecido por el poder anestésico del tóxico. Lugar éste donde se articula con la problemática de la medicación psicofarmacológica —en su caso— en las adicciones.
El correlato a este déficit en el control impulsivo determina una intolerancia ante la angustia como señal del incremento pulsional sin posibilidad de descarga. Angustia que pone en peligro la integridad del Yo por no poder ligar el incremento tensional, que se transforma en una amenaza de avasallamiento, que dispara el “pasaje al acto” (acting out).
El establecimiento de una manifestación adictiva implica necesariamente la existencia de una particular deficiencia de la estructuración narcisista, generando dificultades en el establecimiento de un adecuado tránsito edípico.
La clínica de la toxicomanía nos muestra la imbricación de las manifestaciones adictivas en prácticamente todas las estructuras de base, pero también es evidente que sólo en aquellas en las cuales priman las dificultades narcisistas son en las cuales este entrelazamiento es más estrecho, dando lugar al desarrollo de un estilo de vida que denominamos "dependencia".

Núcleo de Identidad de Género e Identidad de Género, conceptos.

Robert Jesse Stoller señala sobre la Identidad de Género: “Esa parte del Yo compuesta por un haz de convicciones relacionadas con la masculinidad y la feminidad. Se refiere a la combinación de masculinidad y feminidad de un individuo, lo que implica que tanto la masculinidad como la feminidad se encuentran en cualquier persona, pero difieren en forma y grado. No es lo mismo que ser macho o hembra, ya que esto tiene una connotación biológica; la identidad de género implica un comportamiento motivado psicológicamente”.
Según Stoller, la masculinidad y la feminidad se definen como: “Cualquier cualidad que quien la posee siente que es masculina o femenina, y que fundamentalmente se derivan de las actitudes parentales desarrolladas especialmente en la infancia. Actitudes que son más o menos las que mantiene la sociedad en general y que aparecen filtradas a través de la propia idiosincrasia de la personalidad de los padres”.
Ahora bien, para comprender la génesis de la masculinidad y la feminidad, este autor distingue la adquisición del núcleo de la Identidad de Género como el primer estadio en el desarrollo de dicha identidad. El Núcleo de la Identidad de Género es:“Ese primer y fundamental sentimiento de pertenecer a un sexo y no a otro. Es esa convicción, establecida en los dos o tres primeros años de vida, de que uno pertenece a un sexo determinado”.
Para Stoller, es importante que se diferencie la Identidad de Género, propiamente dicha, de su Núcleo, ya que aunque son aspectos relacionados, sin embargo, tienen un significado diferente. El Núcleo de la Identidad de Género es la parte más precoz, profunda y permanente de la identidad genérica. Es esa convicción, ese sentimiento que un niño y una niña tienen de ser varón o mujer, que se halla establecida antes del descubrimiento de la diferencia anatómica y del significado sexual de los órganos genitales. Este Núcleo esencialmente inalterable, este saberse varón o mujer, es el primer paso en el desarrollo de la Identidad de Género y el sexo alrededor del cual la masculinidad y la feminidad se desarrollarán gradualmente. Así pues, mientras que el Núcleo de la Identidad de Género se establece como invariable e irreversible hacia los dos o tres años de edad, la Identidad de Género masculina y/o femenina seguirá desarrollándose y modificándose a lo largo de la vida. Esta afortunada distinción conceptual nos permite tener una mejor comprensión acerca de la complejidad del sentido de identidad. Por ejemplo, podemos describir a un varón transexual como una persona que se siente mujer (Núcleo de la Identidad de Género), aunque su biología y anatomía sea propia de un varón (Identidad Sexual), y pueda manifestarse femenino y/o masculino (Identidad de Género).
Aunque Stoller, a diferencia de John William Money, apenas utiliza el término Rol de Género, lo definió como: “La conducta manifiesta que desarrollamos en la vida social, el rol que desempeñamos, especialmente ante otras personas para dejar establecida nuestra posición ante ellos en lo que se refiere a la evaluación del propio género y el de los otros”.
Para Stoller, a veces, es difícil analizar este concepto, ya que, al jugar un papel importante en la conducta sexual, puede resultar complicado separarlo de las connotaciones biológicas que subyacen en dicha conducta.

La feminidad inicial.

Robert Jesse Stoller fue el prímer psicoanalista que reconoció la importancia de distinguir entre «sexo» y «género», por lo que su obra está dedicada a introducir y desarrollar el concepto «género» en la teoría psicoanalítica. Sus aportaciones teóricas sobre el desarrollo de la “Identidad de Género” supusieron una revolución dentro del círculo psicoanalítico y un medio de difusión para que esta categoría fuese tenida en cuenta en el ámbito de las ciencias sociales.
Stoller rebatió algunas de las teorías de Sigmund Freud sobre el desarrollo de la masculinidad y la feminidad. Por ejemplo, estuvo en total desacuerdo con la teoría de la masculinidad innata. Como señala Élisabeth Badinter, Freud reduce la bisexualidad originaria al primado de la masculinidad, Stoller sugiere en cambio que dicha bisexualidad originaria se reduce al primado de la feminidad, siendo así el primer psicoanalista que utilizó el concepto «protefeminidad» para referirse a esa primera etapa de la vida en la que se da un Ideal del Yo primario femenino en ambos sexos, resultado de la identificación especular, debida a la simbiosis madre-infante.
Al ser la progenitora quien realiza las labores de maternaje, se erige en el Ideal del Yo temprano, tanto para el niño como para la niña, estableciendo para ambos sexos una teoría preedípica de la feminidad y provocando diferencias en el proceso de separación-individuación.
Los niños (macho) necesitarán separarse de la madre para poder desarrollar su masculinidad, mientras que para las niñas (hembra) su feminidad no dependerá de que logren dicha separación. Desde esta perspectiva, Stoller difiere de la argumentación defendida por Freud sobre el carácter primario de la «envidia del pene». Para él, ésta no es sino secundaria dado que la niña (hembra) ya ha establecido su “Núcleo de Identidad de Género” antes del reconocimiento de la diferenciación genital, sin vivir conflicto intrapsíquico alguno o al menos no tan drástico como lo supone Freud.

La Ley del Incesto y la toxicomanía.

La “Ley de Prohibición del Incesto” se compone de dos imperativos, uno dirigido al sujeto, “No te acostarás con tu Madre”, el otro dirigido a la Madre, “No reintegrarás tu producto”.
Es justamente la interdicción dirigida a la madre la que que otorga alguna forma de suspenso, a consecuencia de la insuficiente representación del “Nombre del Padre”, lo que determina que estos sujetos queden atrapados como objeto de «Goce».
Con escasa capacidad metafórica se estructuran más del lado de lo que Sigmund Freud denominó “Neurosis Actuales” (neurastenia, neurosis de angustia, hipocondría) adquiriendo las características de un déficit simbólico, debido a las cuales se exigen acciones en lo real del cuerpo para poder lograr su compensación. Son toxicómanos —sujetos sin palabra— en tanto el acceso a ella está dificultado por la pregnancia pulsional incestuosa en la que se encuentran atrapados. La rectificación subjetiva que propone el psicoanálisis tiene como objetivo el intento de recuperar ese acceso a la palabra, para que el sujeto entonces pueda nombrarse a partir de reconocerse implicado en su devenir. Toxicómanos, estos de gran labilidad emocional, en tanto se encuentran siempre en peligro de la pérdida de amor o de su contrario, un engañoso "desborde de amor". En ambos casos, no hay reconocimiento de su alteridad. No hay para ellos la posibilidad del reconocimiento del Otro como algo exterior a sí mismos, por lo cual, oscilan entre su desaparición como objeto ante cada alejamiento afectivo, o una sensación de avasallamiento vehiculizada con frecuencia por fantasmas de devoración o de disolución en el Otro; todo esto enhebrado con la “Angustia de Inexistencia”.
El llamado “deficitario control impulsivo” queda así ligado a esta escasa capacidad metafórica y a la «desmentida» de la “Castración”, en tanto su resonancia con la “Falta” en el “Otro”. No siendo pasible de ningún intento de "reeducación" para adquirir la paciencia y la capacidad de postergación.
Se trata de la imposibilidad de hacer frente al incremento de la tensión libidinal, que sólo será calmada a través de la acción, la cual, a diferencia del acto, sostiene al sujeto en una posición de no implicación en la producción de la misma, en tanto esta acción se presenta como un desborde impulsivo ante el cual se encuentra inerme. Es entonces cuando no hay posibilidades de soportar una postergación del impulso, siendo ésta la razón de lo insoportable del incremento tensional, el cual pone en peligro la débil cohesión del Yo.
Este es un factor muy presente en los tratamientos, en tanto los incrementos de tensión pulsional, por ejemplo, ante la posibilidad de concreción de anhelos postergados, asumen características de insoportables y el sujeto debe hacer un "corto circuito" por intermedio de la descarga implicada en la recaída. Recurriendo así al sistema de cancelación del malestar ofrecido por el poder anestésico del tóxico. Lugar éste donde se articula con la problemática de la medicación psicofarmacológica —en su caso— en las adicciones.
El correlato a este déficit en el control impulsivo determina una intolerancia ante la angustia como señal del incremento pulsional sin posibilidad de descarga. Angustia que pone en peligro la integridad del Yo por no poder ligar el incremento tensional, que se transforma en una amenaza de avasallamiento, que dispara el “pasaje al acto” (acting out).
El establecimiento de una manifestación adictiva implica necesariamente la existencia de una particular deficiencia de la estructuración narcisista, generando dificultades en el establecimiento de un adecuado tránsito edípico.
La clínica de la toxicomanía nos muestra la imbricación de las manifestaciones adictivas en prácticamente todas las estructuras de base, pero también es evidente que sólo en aquellas en las cuales priman las dificultades narcisistas son en las cuales este entrelazamiento es más estrecho, dando lugar al desarrollo de un estilo de vida que denominamos "dependencia".

La efímera felicidad.

Sigmund Freud se pregunta ¿Cuál es la aspiración de los hombres? ¿Qué esperan de la vida? ¿Qué pretenden alcanzar en ella? Su respuesta es que aspiran a la felicidad. Esta aspiración tiene dos fases, un fin positivo y otro negativo; por un lado evitar el dolor y el displacer; y por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. Lo que en sentido más estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre instantánea, de “necesidades acumuladas que han alcanzado una elevada tensión”, y de acuerdo con esta característica sólo puede darse como un fenómeno episódico. Por ejemplo haber concluido los estudios académicos, lograr el primer lugar en una competencia deportiva, lograr un ascenso laboral, terminar de educar a los hijos, etcétera. Así, nuestras facultades de felicidad están ya “limitadas” en principio por nuestra propia constitución.
En cambio, es mucho más fácil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza permanentemente por tres lados, desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y la aniquilación por la enfermedad o la vejez ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; el mundo exterior, capaz de encarnizarse sobre nosotros con sus fuerzas destructoras e implacables; y las relaciones vinculares con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente es donde proviene, con mayor frecuencia, la queja del sujeto, desde que nace hasta que muere, algo tan ineludible como el destino.
Para la evitación del sufrimiento, ya sea de manera inmediata o incluso como medida preventiva son las que tratan de influir directamente sobre nuestro propio organismo, el más efectivo de los métodos destinado a producir esta modificación, es por medio de una intoxicación química: que puede ir desde una aspirina hasta la heroína. Se atribuye tal carácter benéfico a la acción por el consumo de estas sustancias tóxicas porque mantienen una lucha contra el displacer y previenen una miseria psíquica aunque al mismo tiempo vaya en detrimento de su salud (efecto Farmakon). Los sujetos como los pueblos le han reservado —a estas sustancias tóxicas— un lugar privilegiado y permanente en su economía libidinal. No sólo se les reconoce el efecto para disminuir el displacer casi de manera inmediata, sino también una muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior: “Los sujetos conocen que con este «quitapenas» siempre podrán escapar al peso de la realidad —aunque sea por periodos de tiempo y a la costa de su salud— refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones y de alguna cierta manera brinde equilibrio a su estructura intrapsíquica”.

La conformación del Núcleo de Identidad de Género.

John William Money señala que la edad cuando se establece el “Núcleo de Identidad de Género ” coincide con la etapa en que se instaura el lenguaje conceptual del infante.
Dentro de los primeros dieciocho meses de vida, la convicción básica de pertenecer a uno u otro género no queda establecida en el menor. Será a partir de este momento que inicia el desarrollo, el cual quedará concluido, entre los tres y cuatro años de edad. Posiblemente el género masculino (tratándose de niños nacidos biológicamente machos) sea más tardado en conformarse, por la desidentificación que debe ocurrir con su madre como el «primer objeto de amor».

La violación sexual, psicoanálisis.

Existen varios escenarios donde se puede dar la conducta de violación sexual; ya se trate de la violación ocasional en medio de una abrupta ruptura matrimonial, donde el marido premedita la venganza por un fracaso o humillación real o no, hacia su esposa; o bien de la insoportable frustración sufrida por un sujeto con trastorno de la personalidad que reacciona de esa manera. También podemos observar la violación en grupo por parte del adolescentes que se suscita para exteriorizar una necesidad de afirmación fálica; o la que sucede en un entorno bélico, donde los combatientes abusan sexualmente de la población civil. Se advierte entonces que la realización del acto adquiere un sentido diverso según las circunstancias, la personalidad de los autores, la edad y el contexto del momento.
Decir que existe una «pulsión de violación» equivaldría a considerarla sólo como una desviación del comportamiento, lo cual únicamente aborda el tema de manera superficial, o trivializarla en tanto «pulsión» inherente a la organización de la sexualidad masculina.
La mayoría de los sujetos que llevan a cabo la violación, pocas veces repiten esta conducta. Muchos rebelan que tuvieron fantasías periódicas al respecto antes de cometer el ultraje.
Estos sujetos destacan el carácter coactivo del acto: «Se me ocurrió de pronto», «fue más fuerte que yo», «fue una acción que no sabía hasta donde me iba a conducir», etcétera son expresiones que se escuchan a menudo. Seguramente para la mayoría de la gente estas palabras significan una manera ridícula de exculparse. Pero estas frases son expresadas al psicoanalista en un entorno profesional y privado, cuyo carácter confidencial les otorga la oportunidad para confiarlo. Es verdad que los psicólogos de inclinación cognitivo-conductista —que no temen ser intrusivos— han observado atinadamente que el acto estuvo precedido por producciones psíquicas, pero estas solían aparecer enmascaradas por alguna forma de «renegación»; para ponerlas en evidencia se requiere, en efecto, una postura activa por parte del terapeuta.
Obviamente siempre existe una preparación, por pequeña que sea, para poner en práctica la violación, lo que no está en oposición al carácter coactivo del empuje procedente del inconsciente como se explicará más adelante.
Algunos testimonios sobre abusos sexuales dan cuenta del elemento impulsivo: “Un hombre acompañado de su esposa, ve pasar a una jovencita, se excusa ante su cónyuge para ausentarse por unos minutos, atrapa a la joven y la viola en una callejón desierto”. “Una abuela es recibida como testigo en un juicio después de una violación cometida en un tren, ella manifiesta: el hombre jugaba con su nieta y vio pasar a una mujer por el pasillo. A partir de ese momento, observe que su mirada cambió; no era el mismo. Momentos después desapareció para perpetrar su crimen”.
Lo que señala también el psicoanálisis es la contingencia del objeto. Nada que ver con el deseo de «poseer» a una mujer joven y atractiva, ya que puede tratarse de una mujer madura o anciana, muy a menudo de un infante y hasta de un bebé de pocos meses. Para el sujeto que viola únicamente es necesario un objeto con forma humana al cual pueda penetrar.
François Perrier criticó pertinentemente la denominada «fobia de impulsión» aplicada a sujetos que se sienten empujados a cometer un acto contra su voluntad. Esto es importante, por cuanto la violación suele presentar el aspecto de una impulsión verdaderamente irresistible. Este autor continúa —a propósito de una mujer que tenía la fobia de arrojarse por la ventana— que no se trataba de una voluntad motriz sino de la atracción por una imagen en la cual el sujeto se pierde con profundidad. Aquí nos encontramos ante en el registro narcisista. Es una experiencia de «fascinación pasivizante», de «captación especular», subrayando el papel de la mirada. Al relatar una secuencia del tratamiento, utiliza la expresión «reafrontamiento narcisista» entre psicoanalista y psicoanalizado, una manera para este último de recobrar la condición de sujeto. Esta concepción proveniente del «lacanismo» es extremadamente enriquecedora.
Lejos de entender la violación a la manera de ciertos autores, sencillamente como la puesta en acto de una pulsión considerada banal o por lo menos desviante, vemos, por el contrario, que se trata de algo mucho más complejo. La aparente simplicidad de la realización en su brutalidad envuelve, de hecho, fenómenos psíquicos que suponen una larga historia en su desarrollo. Estos fenómenos arrastran consigo una intensidad tal y hacen correr al sujeto un riesgo de tal magnitud, que es preciso librarse de ellos lo más rápidamente posible a través de la descarga, y anularlos sirviéndose de la renegación, pues de otro modo «la cabeza estalla»  hablando figurativamente. Dicho en forma condensada, se trata cabalmente de algo que sucede en la cabeza y que reaparece afuera.
También se encuentra la fuerza compulsiva que hace actuar al sujeto. Previsto de antemano o surgiendo por efecto de una impulsión, el acto es efectuado bajo el dominio de una exigencia interior: «En ese momento no sabía si iba a hacerlo...». «Pero ya estaba en marcha y el acto se ha iniciado». Desde ese instante obran dominados por un automatismo, mientras que la conciencia se mantiene exterior a lo que ocurre. Vale decir que estamos en el registro de la «pulsión de muerte», activada por la repetición como un motor que no obedece forzosamente al placer sino al Goce, psicoanalíticamente hablando.
Durante el acto de violar no tiene tanto significado la sensación del rozamiento de los genitales sino más bien la penetración en sí misma, como si el pene simbolizara un arma punzo cortante para penetrar hasta las entrañas con la finalidad de dañar a la víctima en todo su ser, denigrándola —obviamente estamos lejos del placer genital que puede brindar el objeto— es más bien el uso de la fuerza, la transgresión y el acto mismo de penetrar lo que está cargado de significación y causa el «Goce».
Ahora bien, la «captación especular» es una expresión muy apropiada que condensa tres elementos que encontramos todo el tiempo en los sujetos que cometen violación: el fenómeno de dominio por la imagen, el aspecto «puesta en escena», que confiere a la mirada un lugar metapsicológico fundamental, y el papel de lo imaginario; obsérvese que la palabra «especulación» tiene la misma raíz que «especular», indicando claramente este último término, a través de la idea de espejo, la duplicación narcisista de una imagen interior.
Al hablar, en efecto, de las relaciones entre el violador y su madre —como seguramente tendremos que hacerlo— surgen representaciones en las que ambos personajes están separados. Pero en realidad, ello no es así: la madre se encuentra en el interior del primero, no constituida todavía como objeto interno pero formando parte de él, lo cual pone en tela de juicio un término “sujeto”; en efecto, todavía existe una precaria indiferenciación, activada además por un movimiento contradictorio de rechazo y asimilación. Nos hallaremos, pues en el límite del adentro y el afuera, que nos muestra el violador en sus pesadillas y fobias con la indeterminación entre fantasma, alucinación y percepción.
El hecho de que algunos de estos sujetos hayan tenido una madre víctima de violación, o hayan sido hijos no deseados, o por el contrario tuvieron una progenitora que dio «todo» por ellos hasta el sacrificio deja augurar ciertas consecuencias sobre las relaciones vinculares madre-hijo.
Más allá del acto mismo, de las pesadillas y fobias que muestran estos sujetos, lo que está en juego no es únicamente la «angustia de castración» sino además una «angustia de inexistencia». Esta última guarda probablemente una estrecha relación con el miedo a la pasividad (posiblemente la «roca biológica» de la que hablo Sigmund Freud) que ciertos psicoanalistas nos hicieron presentir con respecto a la histeria de angustia.
La problemática, entonces, pasaría a ser: ¿violar para borrar el deseo de ser violado?
Algunos de estos sujetos nos narran pesadillas donde interviene su madre o una representación encubierta de ella, como por ejemplo donde su progenitora los persigue con un cuchillo en mano, donde también los encierra en cierto lugar, incluso donde el sujeto viola o tiene un encuentro de índole sexual con su madre, etcétera.
Tenemos entonces una parte de la respuesta que nos lleva a pensar que la violación se dirige a una madre temida y odiada. Pero los procesos psíquicos en juego no son tan sencillos y reclaman procesos inconscientes complejos.
La ambivalencia es bastante marcada en este tipo de sujetos, verbigracia cuando narran sobre el maltrato físico y psicológico propinado por su madre y posteriormente manifiestan que no soportarían encontrarse lejos de ella, por el gran amor que le tienen. En estos casos se habla de pérdida imposible de simbolizar, de una unión simbiótica que toma aleatoria la necesaria «desidentificación primaria». Todo esto es correcto, pero resultará incompleto mientras no hayamos comprendido la contradicción formal contenida en el proceso de marras.
Lo que estos sujetos regularmente expresan sobre su madre es que son «enteramente buenas» y «enteramente malas» pero también mala, proposición imposible de asimilar desde el punto de vista lógico; pero, precisamente, en el nivel de los procesos primarios en que se desenvuelven las cosas, no estamos en la lógica.
Observemos que las cualidades en cuestión son lo bueno y lo malo y que, según los primeros elementos de constitución del objeto descriptos por Freud, lo bueno se guarda dentro de sí para formar el Yo-placer purificado y lo malo se expulsa. En el caso que nos ocupa tal proceso parece estar bloqueado: lo bueno trae consigo lo malo, que vuelve a aparecer en el interior, no pudiendo el sujeto desembarazarse de ello; el sujeto lo quiere sin quererlo porque si no lo tuviera se encontraría sin nada, lo que provocaría una amenaza muy grave de inexistencia.

domingo, 28 de mayo de 2017

Feminidad y masculinidad.

Feminidad y masculinidad.

Para Robert Jesse Stoller, la distinción entre «sexo» y «género» supone una terminología operativa que puede acabar con la teoría biologista en favor de un análisis más psicosocial de la «masculinidad» y la «feminidad».
En esta misma línea John William Money, expresó que era necesario distinguir «sexo» de «género» ya que para él no existe una dependencia unívoca e inevitable entre ambas dimensiones, por el contrario, situaciones como el transexualismo le confirman que ambas dimensiones pueden tener un desarrollo independiente.
En su teoría Stoller utiliza la palabra «sexo» para referirse a los componentes biológicos que distinguen al «macho» de la «hembra» y que engloba los cromosomas, las gónadas, el estado hormonal, el aparato genital externo y el aparato reproductor sexual interno, las características sexuales secundarias y la organización cerebral. Stoller relaciona el adjetivo «sexual» con la anatomía y la fisiología, mientras que el término «género» lo reserva para señalar el dominio psicológico de la sexualidad, que abarca los sentimientos, pensamientos, roles, actitudes, tendencias y fantasías que, aun hallándose ligados al sexo, no dependen de factores biológicos. Para Stoller el «género» es de orden psicológico y cultural, alude a la «masculinidad» y la «feminidad» sin hacer referencia a la anatomía y fisiología. A lo largo de su obra, indica la conveniencia de utilizar los términos «macho» y «hembra» para referirse al sexo, y propone «masculinidad»y «feminidad» para calificar al «género». Desde esta conceptualización plantea estudiar la génesis y desarrollo de la «masculinidad» y la «feminidad» fundamentalmente a través de dos conceptos psicológicos: “Identidad de Género” y “Núcleo de Identidad de Género”.
Transcribiendo las palabras que dijo Stoller sobre la Identidad de Género, fueron: “Un concepto esencialmente psicológico que tiene sus raíces en la actitud de los padres y de la sociedad respecto a la anatomía y la biología a las cuales impregnan”.
Continuando con este autor, manifestó que el término «Identidad de Género » surgió como fruto de una serie de discusiones que sostuvo con Ralph Greenson para dar forma a su trabajo.

El estéril discurso del toxicómano.

“No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho con nosotros”. Jean-Paul Charles Aymard Sartre.

Una sociedad sin drogas es una utopía, la sustancia tóxica es un elemento inherente en todas las culturas, que más allá de las consecuencias físicas y psicológicas que afectan al sujeto, éste las consume como objeto de «Goce», definido como la satisfacción paradójica que el sujeto obtiene de su síntoma, y que vendría a solucionar «ese algo» de lo que el sujeto «no quiere saber».
Se tiende a creer que la sustancia tóxica (alcohol, cocaína, mariguana, etcétera) provoca algún tipo de placer (Goce en psicoanálisis) cuando en realidad funciona primordialmente para disminuir el displacer que conlleva vivir, aligerando el dolor consciente o inconsciente que el sujeto padece.
Con la sustancia tóxica no existe “representación mental concreta” que cause una euforia prolongada, sino más bien durante el efecto se presenta pensamientos y/o alucinaciones fugaces y aleatorias, con emociones y/o sentimientos ambiguos de las cuales —pasada la intoxicación— el sujeto casi no recuerda sobre el episodio. La sustancia tóxica impide en mayor o menor medida —dependiendo de la tolerancia y cantidad consumida— que haya trabajo intelectual para simbolizar.
La angustia se caracteriza por un peso que, quien la padece, la siente en su cuerpo, como manifestaciones de sudoración, hipotensión, taquicardia, exaltación, etcétera. En el ámbito psiquiátrico es posible, ciertamente, administrando psicofármacos, atenuar significativamente estas «dolencias»; asombrosamente se difunde una conclusión —que el psicoanálisis lo ve como un disparate— que la angustia, como afecto, no es más que un trastorno mental; con esto queda en el limbo el pensamiento de Martin Heidegger, Jean-Paul Charles Aymard Sartre, Émile Michel Cioran, Søren Aabye Kierkegaard, Friedrich Wilhelm Nietzsche... que reconocieron a la angustia como una manifestación que habla del ser, de su misma existencia.
La toxicomanía mitiga aquel afecto para ahogar las penas (conscientes o no) que padece el sujeto, que el malestar psíquico, jamás se cansa de repetir durante toda la vida.
Si el toxicómano desea «curarse», queda una sola opción: hablar. El psicoanalista se ubica como escucha pues cuando el sujeto habla «dice más de lo que dice sin saber lo que dice», y con eso formaliza y reconstruye sus incipientes representaciones mentales (la «Cadena Significante» toma nuevamente su función). Pero las palabras —para el toxicómano— tienen una relación de inadecuación a las cosas, relación de inadecuación de los objetos a los deseos. La representación es necesariamente inadecuada, en tanto la adecuación suprimiría la causa y nuestra preocupación no tendría sentido. Y la coincidencia entre el representante y el objeto representado tornaría caduco el proceso mismo de la representación, que no es otro que el del pensamiento y la palabra. En el adicto, la ilusión de un Goce posible siempre es más confortable que el riesgo del Deseo, según Pablo Emilio Gutiérrez Segú, y la idea-frase, queda colocada como una inteligente marca a lo largo de todo el escrito.
El toxicómano debe cambiar su estéril discurso: ya no soy el mismo; ahora me desconozco; me siento extraño a como antes fui; estoy fuera de mi mismo; me siento ajeno; desearía volver a nacer para sentirme nuevo... Todo esto es una sensación, que el sujeto intrincado en las drogas, manifiesta como síntoma, viene a decir más con su condición que con su escaso hablar por medio de la palabra.

viernes, 26 de mayo de 2017

El abuso sexual de los terapeutas con sus pacientes.

“Después de asistir a terapia durante varios meses —declara Mónica— y revelar al terapeuta sobre mi estado emocional y sobre los conflictos sexuales que mantenía con mi pareja, un día, terminando la sesión se acercó el terapeuta y me tomo de la mano, al mismo tiempo que con la otra acariciaba mi cabello, y con su vista puesta en mis ojos me dijo que me desvistiera, asegurando que eso era parte de la terapia. Además me dijo que podría tener en ese momento pensamientos contradictorios, pero que no me preocupara, que no me resistiera, que dejara que todo eso fluyera. No niego que en ese momento sentí un gran deseo por entregarme a él. Después de mantener relaciones sexuales por casi dos meses con mi terapeuta, empecé a sentir más deprimida de cómo lo había estado antes de conocerlo”.

Desde los primeros días del psicoanálisis, Sigmund Freud prohibió las relaciones sexuales entre psicoanalista y psicoanalizado como una regla primordial, no por cuestiones morales, sino como algo indispensable y necesario para la “cura” del paciente. En este punto la visión del psicoanalista debe ser siempre clara, y con ello brindarle al psicoanalizado la confianza suficiente para que pueda abordar la palabra para explorar su inconsciente y sus fantasías.
Por desgracia, algunos psicoanalistas, psiquiatras y terapeutas en general confunden el diván o lugar de trabajo con la cama. Algunos pacientes llegan a sentir una marcada intromisión del terapeuta en su vida sexual, más que hablar se sienten interrogados.
Posiblemente existen muchos abusos de este tipo que no platica el psicoanalizado con los familiares y no se denuncien ante las autoridades correspondientes, muchas veces por miedo o vergüenza.
Estos seudoprofesionales abusan de su posición con prácticas de contacto físico. Este tipo de abuso se da con mayor frecuencia en médicos, sexólogos y profesionales de terapias centradas en el cuerpo, qué bajo el pretexto de buscar un padecimiento de algún órgano o extremidad, un trastorno hormonal, energético, etcétera les resulta más fácil el acercamiento físico al paciente para acariciar diversas partes de su cuerpo, haciéndole creer que es un procedimiento rutinario de auscultación, ejercicio de relajación mental, nivelar su energía, etcétera. Aunque esto no excluye que existan psicoanalistas o psiquiatras que también “pasen al acto”. Este tipo de relaciones terapeuta-paciente indica que las manipulaciones táctiles, o las “verdades” que se dicen en el diván activan el «Goce» del primero, que desea culminar en un estallido sexual.
Si bien es cierto observar acciones frecuentes del paciente encaminadas a seducir al terapeuta —sobre todo en el trabajo psicoanalítico o psiquiátrico— por cuestiones de la “transferencia”, la verdadera demanda de psicoanalizado no es de connotación sexual sino más bien aspiran a un cambio, algo que los libre de sus conflictos o de las dependencias que lo aprisionan. Cabe recordar que si el psicoanalista o el psiquiatra sienten o se percatan que el psicoanalizado se empieza a enamorar frenéticamente de ellos (siempre que no rebase el idilio o sentimiento romántico) eso imposibilita la continuación con el trabajo analítico y en consecuencia no avanza. El paciente por estar obsesionado con el terapeuta deja de interrogarse por sus propios conflictos, y se enquista en forma permanente con su pasión.
Es importante señalar que existen profesionales de la salud mental que actúan de buena fe, convencidos de ayudar al paciente; también se encuentran por otro lado los terapeutas mal preparados —como en cualquier otra profesión— que no saben en qué momento deben parar el tratamiento; y por ultimo están los seudoprofesionales que durante la terapia intentan seducir a sus pacientes, o incluso pueden esperar a que concluya el tratamiento para posteriormente cortejarla, y con esto sentirse de alguna manera exculpados por su posición. Casi siempre, el paciente es mucho más joven que ellos, con lo cual los lleva a idealizar la relación.

La sexualización en la Estructura Perversa.

La característica principal en la Estructura Perversa es la sexualización, la sexualización es para el psicoanálisis un estado mental que permite el «Goce» sexual autoinducido, por lo tanto el orgasmo así alcanzado es resultado preponderantemente de fantasías.
En el encuentro con el otro, un perverso debe ejecutar lo que se ha venido construyendo en su fantasía. Los objetos sólo existen en la medida en que desempeñan la función que les asigna la imaginación; así el encuentro sexual es una repetición de algo premeditado e imaginado, con escasa espontaneidad de su parte.
Para cada perverso existe una cadena particular de acontecimientos que deben irse suscitando, cierto lugar, circunstancias específicas para que la escena este llena de «Goce». Para lograr esto el perverso debe llevar a la práctica su fantasía, verbigracia en la escena sadomasoquista ambos deben llevar a cabo su fantasía a la realidad, aunque exista un consentimiento previo al acto. Si la pareja fuera experimentada como un objeto real, la libertad y la omnipotencia de la fantasía se perdería; una genuina pareja, con necesidades y exigencias propias, establecería un límite a la imaginación y, por lo tanto, reduciría el nivel de excitación.
La sexualización que ocurre en la infancia equivale a un estado mental especial con carácter masturbatorio, que hace que el niño se retire de la realidad y se retraiga del mundo circundante e impida el desarrollo de su psicosexualidad. Las raíces infantiles de la perversión consisten esencialmente en un repliegue psíquico en el que las fantasías sexualizadas de diversos tipos seducen al niño. Este proceso, que se desarrolla a una edad temprana en un niño destinado a convertirse en un pervertido, es descrito por Sigmund Freud: “El placer se involucra por fin en fantasías de violencia”.
Como sabemos, Freud sostuvo que la perversión era uno de los caminos que podrían ser elegidos por el impulso sexual precisamente por el presunto carácter perverso y polimorfo que caracteriza la sexualidad infantil. Para Freud, el potencial para la perversión era inherente a la sexualidad primitiva y en algunos casos podría llegar a ser autónomo y desarrollarse unilateralmente.
Ahora bien Franco De Masi, se desvía de la teoría de Freud al ver la perversión como una vía de desarrollo diferente que está en desacuerdo con la de la sexualidad normal. Esta concepción coincide con la de Robert Caper, que distingue los aspectos «primitivos de la sexualidad» de los psicopatológicos. La primera condición es susceptible de desarrollo, mientras que la segunda implica una distorsión del desarrollo —prosigue este autor— que algunas escuelas de psicoanálisis identifican lo primitivo como sinónimo de psicopatológico, basándose en que este último estado contienen la concreción, la idealización, las fantasías grandiosas y las ansiedades observables en la psique infantil. Esta ecuación da lugar a la errónea suposición de que la psicopatología es la expresión de estados mentales primitivos. Sin embargo, esto no es así: las fuerzas que actúan en las perversiones son destructivas y erosionan progresivamente las capacidades mentales, como la capacidad de depender de los objetos y la posibilidad de aprender de la experiencia emocional, que es el fundamento mismo de la salud psíquica.
Donald Meltzer sostiene que existe una distinción fundamental entre la sexualidad polimorfa (primitiva) y la sexualidad perversa. Mientras que esta última representa un ataque destructivo a la simbolización de la pareja paterna, la primera pertenece al reino de la sensualidad indiferenciada.
Un «niño polimorfo perverso» que es una presa de fantasías que le proporcionan placer sexualizado ya se ha retirado a un mundo de excitación sexual y por lo tanto ya es un infante enfermo. La perversión no sería entonces una continuación de la sexualidad infantil sino una desviación del desarrollo psicosexual normal.
Esta divergencia en la nosología clínica también implica una diferencia en el nivel de la teoría. ¿Debe el conjunto entero de las experiencias sexuales ser visto como un todo único, o debe diferenciarse diferentes formas de sexualidad en términos cualitativos?
El primer modelo psicoanalítico basado en la conducción considera la sexualidad como una experiencia unitaria, con todos los componentes de la sexualidad oral, anal y fálica primitiva fluyendo juntos en una sola entidad sexual. De acuerdo con este punto de vista, la sexualidad psicopatológica no es más que una versión anormalmente desarrollada de un componente a expensas de los demás.
La visión unitaria de la sexualidad no permite una clara distinción entre la sexualidad propiamente dicha y los procesos de sexualización que subyacen a la psicopatología. Mientras que en la sexualidad infantil, el placer sensorial es una forma de relacionarse con los objetos, la sexualidad psicopatológica con inicio en la infancia es autodespertante en la naturaleza y es indicativa de una ruptura temprana del vínculo del niño con el mundo emocional que tendrá consecuencias en la edad adulta.
Para entender la naturaleza de la perversión, es muy importante usar el término sexualización más que sexualidad. Esta distinción implica la noción de diferentes categorías de experiencia sexual con estados mentales diferentes de los de la sexualidad ordinaria.
Los estados de sexualización perversa parecen estar muy extendidos en patologías mentales severas; Patricio Alvarez Bayón, por ejemplo, se refiere a ellos en sus relatos sobre la terapia de los niños autistas. La experiencia autoexcitatoria parece tener características particulares en algunos pervertidos.
El paciente fetichista descrito por Betty Joseph, que se vestía de la cabeza a los pies con una prenda de goma, sólo podía eyacular mediante la estimulación de la piel. Como sueños eróticos que hacen que el soñador eyacule, las fantasías sexualizadas pueden causar el orgasmo. Los sujetos que exhiben comportamiento perverso pueden tener excitabilidad sexual particular: la imaginación es tan poderosa, que el orgasmo sexual se puede lograr sin el intermediario del cuerpo; en tales casos las fantasías se comportan como un generador continuo y permanente de excitación sexual.
La perversión sería como una técnica de excitación mental que surge del aislamiento y se persigue en la imaginación del sujeto. La excitación es autogenerada a través de ciertas configuraciones específicas centradas en el placer de dominar o poseer a otro o, a la inversa, de ser dominado o poseído. Incluso si la esfera de acción en la perversión se limita a la sexualidad, la excitación no proviene de la forma primitiva de la sexualidad, sino de la «idea de poder», sin la cual ninguna sexualidad perversa jamás sería llevada a la práctica o al menos intentar ponerla en acción.

jueves, 25 de mayo de 2017

El trauma suscitado en la infancia.

Existen sujetos que padecieron en su infancia traumas de índole sexual o de violencia física y psicológica pero es difícil establecer una correlación directa entre el trauma y la “Estructura Perversa” que pudieran presentar en su vida adulta, sin embargo cabe señalar que las experiencias traumáticas vividas de manera repetida y prolongada, aunque fueran de grado menor, resultarían ser las que realmente lo conducirán a la perversión y no el trauma padecido de forma única y aislada durante la infancia.
Un niño que es abusado sexualmente por un adulto sufre un ataque catastrófico a su confianza con el mundo que lo rodea, lo que socava su capacidad de establecer y crear relaciones satisfactorias con los demás el resto de su vida. El abuso sexual es seguramente la forma más seria de traición que pueda sufrir un niño por parte de un adulto, y peor aun si se trata de su padre, madre o hermanos que representa su círculo social más íntimo.
Ahora bien, el trauma sexual distorsiona el desarrollo psicosexual del niño, haciéndole olvidar la experiencia traumática y haciéndolo incapaz de entenderlo.
El trauma sexual induce al infante a confrontar su proceso de crecimiento disociando la experiencia del abuso y, por tanto, borrándolo de su memoria.
Aun aceptando que ningún estado psicopatológico puede desarrollarse sin una acción traumática concomitante, la disposición subjetiva de algunos niños para desarrollar las estructuras psicopatológicas que conducirán a la perversión sigue siendo un misterio.
De acuerdo con Kerry Kelly Novick y Jack Novick, los niños masoquistas con fantasías de ser golpeados, regularmente padecieron dificultades emocionales en los primeros meses de su vida. La falta de placer mutuo en la relación madre-hijo se observa con frecuencia en el tratamiento psicoanalítico de estos. En los casos de traumatismo no sexual, la tendencia es recrear los eventos dolorosos mediante la identificación con el agresor o revivirlos en la erotización defensiva.
La negligencia de los padres para percatarse de que su hijo no resulta ser tan tranquilo, sereno y bien educado, o bien que permanece aislado, sumergido en actividades de masturbación compulsiva, alejado de las relaciones intersubjetivas, puede llevar a pensar que no únicamente el infante padece un trastorno sino también todo su núcleo social por la indiferencia que mantienen con respecto al niño.
Independientemente que sea un factor determinante para la perversión, los traumas a los que hemos hecho alusión, la ausencia de apoyo emocional para el crecimiento del infante es un factor clave para su sano desarrollo. Estas deficiencias se acompañan a menudo de una fuga hacia la excitación sexual, mediante la cual el infante intenta compensar el vacío relacional, desviándolo a los canales de una vida disociada de la realidad y del amor relacional.

El falo y la fobia.

Jacques-Marie Émile Lacan expone sobre el Goce fálico del niño Hans (Seminario Cuatro) cuando comienza a masturbarse, su pene se convierte en una verdadera angustia, lo que conlleva a denotar sus síntomas. Entonces el caballo que asusta al niño delinea su fobia; como dice Lacan: Hans prefiere tener miedo de algo —el caballo— en lugar de estar en una agonía sin nombre. El miedo es un campo de angustia por designación del Otro: se brinda a un objeto la ansiedad causada por el Goce demasiado real que no puede representar ni mucho menos simbolizar el infante. El Goce fálico es un intruso en el inconsciente y la fobia es la respuesta, un remedio para expulsarlo de ahí. La fobia no permite ningún trabajo intelectual sobre ella.

Niñas y niños.

¿Por qué resulta tan difícil ver a los hombres y a las mujeres de una forma simétrica?
Si lo intentamos, podemos concebir la siguiente situación paralela en ambos géneros. El niño pequeño envidia la capacidad de la que goza el padre para mantener relaciones sexuales íntimas con su madre, ya que el padre le arrebata la primera relación objetal que desea mantener en cualquiera de sus formas, incluyendo la sexual. El niño envidiaría y odiará a su padre, temiendo los sentimientos proyectivos propios ante las posibles represalias del padre, que pueden conducir incluso a la castración.
La niña a su vez envidia la capacidad que tiene la madre de disfrutar de una relación sexual íntima con su padre que, además, puede crear un nuevo ser que crecerá dentro del cuerpo de su madre. La envidia que desarrolla la niña está relacionada con la capacidad de embarazarse de la madre, y sus miedos corresponden a sus propios sentimientos proyectivos de las represalias que ésta podría adoptar y que conducirían a su esterilización o incapacitación para la procreación; éste sería el equivalente al temor de resultar castrado (Melanie Klein).
Por lo tanto, se da una situación simétrica entre los niños y las niñas, y situaciones equivalentes en su categoría de adultos, al negar la diferenciación de los sexos. Toda teoría encaminada a comprender estos fenómenos sólo considerando un género conducirá a malentendidos.
No obstante, el problema en la niña está en el cambio del objeto sexual. Como Emilce Dio Bleichmar señala, la cuestión concierne no sólo a un cambio de la madre al padre, sino también a por qué la niña debiera desear ser niña en un mundo paternalista, masculino y fálico.
Stephen A. Mitchell plantea una cuestión similar e importante:
“La niña aprende una historia bien distinta. El amor que siente por su madre no es, como en el caso del niño, culturalmente peligroso, sino sexualmente ilusorio según los términos planteados por la cultura. Si persiste en la creencia de que tiene un pene... estará rechazando la realidad, hecho que supondría la base de una futura psicosis. En un caso ideal reconocería su inferioridad fálica, se identificaría con la madre a la que debe compararse, y luego desearía ocupar su puesto junto al padre”.

La función del padre en el vínculo temprano madre-hijo.

Han acudido a psicoanálisis mujeres perversas que hablaron sobre sus comportamientos que mantuvieron con sus hijos, en los cuales abusaron de su poder y control mediático sobre ellos. Hemos de hacer hincapié en que la salud de la madre, como primer objeto de amor, es fundamental para un sano desarrollo de sus hijos.
Esta lección la aprendemos de Ralph R. Greenson, que describe su trabajo realizado con un niño de cinco años y medio, transexual y travestido, este autor señala: “Considero que la certidumbre de las mujeres sobre su identidad de género y la inseguridad de los hombres con respecto a la propia radican en una identificación temprana con la madre [...]. La madre puede promover o entorpecer la desidentificación, lo mismo que el padre en el proceso de contra identificación [...]. El niño debe intentar renunciar a la seguridad y al placer de la intimidad que le concede la identificación con la madre, y debe formar una identificación con el padre mucho menos accesible […]. ««La madre debe estar dispuesta a permitir que el niño se identifique con la figura del padre”»» si no da la pauta es ineficaz la figura paterna. Estas ideas fueron inicialmente propuestas por su contemporáneo Robert Jesse Stoller en el mismo sentido, sobre el trastorno de identidad de género como precursor de la perversión.
Phyllis Greenacre y Margaret Schoenberger Mahler, han destacado la importancia del papel del padre en el momento de ayudar al niño a resolver la simbiosis con su madre. El padre de la separación y de la individuación se convierte por ello en facilitador del proceso de separación-individuación. Hans Loewald considera la función del padre como una fuerza positiva, impulsora y sustentadora para el niño preedípico contra la amenaza de un reengullimiento por parte de la madre: “La postura paterna contra esta amenaza de engullimiento materno no supone otra amenaza u otro peligro sino un apoyo de poderosa fuerza”.

El amor en la mujer.

“La mujer hará del amor «el asunto de su vida», exigirá siempre ser adorada, y su queja permanente será la pérdida del romanticismo inicial de la pareja”.

Los argumentos que propone el psicoanálisis para sustentar y probar la prevalencia de la estructura narcisista en la mujer son los siguientes: 
1.-Prefiere ser amada a amar (Sigmund Freud);
2.- Carácter concéntrico (centrada en sí misma); (Bela Grunberger);
3.- Capacidad de gozar de sí misma, autosuficiencia que fascina al hombre (Sigmund Freud);
4.- Clítoris, zona erógena principal típicamente narcisista, no sirve nada más que para el placer, contrariamente al pene, que al mismo tiempo que es fuente de placer es de reproducción y órgano de micción, sin hablar de sus significaciones inconscientes energéticas (Bela Grunberger),
5.- Narcisismo flotante, no integrado, no saturado, "que es patrimonio de las mujeres, ciertamente hay hombres narcisistas que presentan esta clase de narcisismo, pero de alguna manera se encontrará en estos hombres una importante componente femenino" (Bela Grunberger).
Ahora bien, ¿cuáles son las razones que se esgrimen para explicar este desnivel entre la pulsión* y el narcisismo? Se pueden agrupar de la siguiente manera:
a) Déficit pulsional primario. Se ha atribuido a todo tipo de razones la frecuente frigidez de la mujer, desde «debilidad de la energía libidinal» (Marie Bonaparte); «inhibiciones constitucionales» (Helene Deutsch); pasando por la ya consabida bisexualidad más acentuada en la mujer que en el hombre, hasta confusiones graves entre frigidez y «espiritualidad» (Helene Deutsch).
b) Peculiaridades en el desarrollo psicosexual: inadecuación estructural del objeto anaclítico** como objeto erótico y, como consecuencia, la relación madre-hija será inevitablemente frustrante y ambivalente (Bela Grunberger, Janine Chasseguet-Smirgel); falicismo*** infantil (innato, alto monto de bisexualidad) devaluado en el descubrimiento de la falta de pene en ella y la madre; hombre fallido (Sigmund Freud, Jacques-Marie Émile Lacan).
Como consecuencia de esta desigualdad narcisista tan dolorosamente vivida, la niña deseará, en un incesante desplazamiento, una confirmación narcisista por parte del hombre, fundamentalmente en el amor. 
Hará del amor «el asunto de su vida», exigirá siempre ser adorada, y su queja permanente será la pérdida del romanticismo inicial de la pareja, momento cumbre del agasajo, la lisonja, la sobrevaloración en que la ubica su enamorado. ¿Por qué el amor compensa mejor el colapso narcisista de la mujer que la sexualidad? ¿Por qué la sexualidad, el Goce, no se halla frecuentemente investido, es decir, por qué sólo la mujer que es amada obtiene en su inconsciente algo que equivale a la posesión del falo, y esta representación no se origina a partir de un buen orgasmo? Es que el goce sexual es demasiado real y concreto para despertar la fantasía, y el deseo —su fuente— necesita de un plus no realizado? ¿Por qué, entonces, son tan frecuentes los fantasmas de megalomanía fálica en los hombres después de una buena conquista y desempeño sexual? Estamos en presencia de un inconsciente que funciona con una legalidad diferente o con contenidos diferentes para mujeres y hombres. La teoría psicoanalítica ha sido renuente hasta el momento en escuchar y tener en cuenta el discurso feminista, se lo conoce, pero sus enunciados permanecen si no censurados, al menos neutralizados.

* En el psicoanálisis, la pulsión es la energía psíquica profunda que dirige la acción hacia un fin, descargándose al conseguirlo. El concepto refiere a algo dinámico que está influido por la experiencia del sujeto, psíquicamente hablando. Esto marca una diferencia entre la pulsión y el instinto, este último es congénito (se hereda por la genética).
** Anaclítico: Adjetivo, dícese del niño que depende de los cuidados maternos.
*** La palabra falicismo se refiere a una cierta actitud referida al pene. También se refiere a cualquier objeto que se asemeje visualmente a un pene o actos similares refiriéndose a estos símbolos como «algo fálico». Jacques-Marie Émile Lacan relaciona la falta de objeto con el falicismo y como categorías de la falta sitúa a la castración, la frustración y la privación.