El síntoma desea expresar algo, lleva implícito un relieve que tiene que ver con la verdad singular y fundante para cada sujeto en particular, así el síntoma vela y revela al mismo tiempo.
Esta verdad que se asoma va a presentarse, en principio, como un significante reprimido, como una frase inteligible de un libro incomprendido.
Para Jacques-Marie Émile Lacan, el síntoma es la metáfora de una “palabra amordazada” que no llega a decirse, que se ve impedida de expresarse pero que puede recuperarse por medio del psicoanálisis. Posteriormente éste autor precisará el concepto de verdad, no como un significante reprimido, sino como aquello que queda inevitablemente excluido de toda articulación significante. «Aquello que no puede ser dicho cuando algo se dice: aquello que no se devela. El mito es el paradigma del decir, que encubre una verdad».
Se articulan así síntoma y verdad: el primero vehiculiza una verdad poniendo en evidencia un saber reprimido (un saber que no se sabe) y a la vez aquello que excede todo saber.
Sigmund Freud lo demostró con nitidez: partió del discurso de una «razón» que pretende mediante el psicoanálisis, dilucidar los mitos, explicar lo indescifrable de la realidad, más allá de lo que nuestros sentidos se percatan, elaborando las teorías que den cuenta de una articulación causal universal, un saber sin fisuras y sin ambigüedades. Pero la «razón» excluía una dimensión de verdad que Freud se encargó de reintroducir: hay un sujeto y un deseo, ambos encadenados al inconsciente.
No fue casual que lo hiciera a partir del discurso de la histeria, aquel que venía batallando por introducir la dimensión del sujeto en el saber psicoanalítico.
«El síntoma trae implícito una verdad, pero como esa verdad es la de aquello que se excluye de todo saber, el síntoma pasa a ser también lo que se opone a todo intento inteligible del saber. Es un indicador de que “algo no anda bien”, que no encaja a nivel inconsciente». Por eso el síntoma se transforma en un obstáculo que interpela la pretensión estructural de todo saber: concebirse como absoluto.
El concepto de representación en Freud rompe con la concepción de la verdad como adecuación entre el pensamiento y la «Cosa», ya que enfatiza que lo que se intenta representar es aquello que no está: solo podemos representar una cosa por otra cosa, Pero esta segunda cosa —el significante— no es equivalente a la primera, es lo que hace que la primera se pierda, se desvanezca. Este abismo entre ambas que nos lega Freud, tiempo después Lacan lo formalizará con la teoría del «Significante».
Cada cultura, ciencia, terapia, credo... intenta elaborar un saber que colme y disimule esa grieta. Paradójicamente el síntoma si bien participa de ese mismo intento, es también lo que se le opone. La verdad que vehiculiza recuerda el punto de inconsistencia en el que fracasa la pretensión hegemónica del saber. Un saber que se erige como verdad es la definición misma del poder. El síntoma va a quedar ubicado entonces como oposición al poder, es “lo que no anda”, lo que indica el fracaso de esa pretensión, aunque esa oposición puede ser contradictoria.
El tema planteado de este modo extiende considerablemente el horizonte de nuestra práctica, y constituye un aspecto que entendemos como esencial, porque articula la intensión y la extensión del psicoanálisis. En la intensión, clínica de lo singular, el poder del que se trata es el que conceptualizamos vinculado a la Función Paterna. El aspecto “perverso” de ésta tiene, en la extensión, su equivalente en la resistencia de los poderes, que intentan denigrar o aplastar todo aquello que “no anda” en la cultura y en las instituciones, quitándole al síntoma su valor creativo de denuncia y de verdad.
El poder del padre, que llamamos Ideal del Yo en su vertiente más propiciatoria, y Superyó en su versión más aplastante, se ejerce tanto en la singularidad de la historia de un sujeto como en lo instituido de la vida social.
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