La farmacológica por fin a llegado a la posibilidad de disminuir considerablemente el malestar del enfermo mental por medio de una droga. Prácticamente existen hoy en día pastillas para todo, que eliminan de un vez eso tan «incómodo» pero la moneda queda en el aire, en la mayoría de los casos suprime el discurso o en el mejor de los casos —que son unos cuantos— el sujeto tiene la posibilidad de poner en práctica las «cadenas significantes» que hacen posible que este hablar tenga por primera vez un sentido.
La psiquiatría desea ser imperativa: Basta ya de malos entendidos, «es lo que es, lo que digo dice eso y no otra cosa»; y si el sujeto se angustia, deprime, obsesiona, delira, alucina... existe la pastilla idónea que restablece el equilibrio químico desordenado de los neurotransmisores y con ello cree el psiquiatra haber puesto al paciente primero en paz y después llevarlo a la gloria.
La psiquiatría declara que no tiene porque «escuchar» más los dichos del enfermo mental, salvo para poder clasificarlo de acuerdo con el DSM IV y arribar a un diagnóstico (en general, teñido del matiz de que se trata de trastornos de la conducta y el comportamiento, pasibles de ser corregidos con una reeducación adecuada y obviamente combinada con la química).
Así los psiquiatras se equiparan curiosamente con los toxicómanos. Ambos son expertos alquimistas, mientras uno prepara su «cóctel» con bebidas alcohólicas, cocaína y mariguana, el otro «receta» Ritalin, litio y Diazepam, ambos con la tarea primordial de modificar la realidad psíquica del sujeto en algo más acorde con su sensibilidad perceptiva.
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