La mujer conoce desde muy temprana edad que tiene un órgano reproductivo que, de darse el coito, puede conducirla al embarazo, acontecimiento que cambiará drásticamente su cuerpo, tanto temporal como permanentemente, y que además afectará profundamente su vida. Este cambio radical toma un rumbo distinto en las diferentes etapas del embarazo. Para empezar, el cuerpo extraño del embrión será responsable del incremento de la concentración libidinal del Yo y de un narcisismo temprano incrementado, que cesa cuando el feto comienza a moverse; a partir de entonces, se experimenta la existencia del feto como un objeto distinto dentro del Yo y es esta conciencia la que interrumpe el proceso narcisista de la mujer embarazada. Este “movimiento del feto es el inicio del primer contacto con el hijo e indica el despertar del cariño maternal en la madre... que es la necesidad de nutrir y cuidar a su hijo”. “El vástago siempre será parte de ella, y al mismo tiempo siempre seguirá siendo un objeto parte del mundo externo y parte de su partenaire”.
Estos conceptos son claramente relevantes si se considera el embarazo como una fase de desarrollo en el proceso de maduración y como una parte esencial del crecimiento. Sin embargo, deberíamos tener en cuenta los resultados psicopatológicos, sobre todo si consideramos el primer embarazo. Al fin y al cabo, estos cambios que sufren el cuerpo y las representaciones mentales de uno mismo, del objeto y de las relaciones objetales, con toda certeza alterarán para siempre la opinión que tenga de sí misma la mujer embarazada: “Una vez que se es adolescente no se puede volver a la infancia; una vez en la menopausia ya no se puede volver a tener hijos; y una vez que se es madre no se puede volver a ser una sola unidad”.
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