“No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho con nosotros”. Jean-Paul Charles Aymard Sartre.
Una sociedad sin drogas es una utopía, la sustancia tóxica es un elemento inherente en todas las culturas, que más allá de las consecuencias físicas y psicológicas que afectan al sujeto, éste las consume como objeto de «Goce», definido como la satisfacción paradójica que el sujeto obtiene de su síntoma, y que vendría a solucionar «ese algo» de lo que el sujeto «no quiere saber».
Se tiende a creer que la sustancia tóxica (alcohol, cocaína, mariguana, etcétera) provoca algún tipo de placer (Goce en psicoanálisis) cuando en realidad funciona primordialmente para disminuir el displacer que conlleva vivir, aligerando el dolor consciente o inconsciente que el sujeto padece.
Con la sustancia tóxica no existe “representación mental concreta” que cause una euforia prolongada, sino más bien durante el efecto se presenta pensamientos y/o alucinaciones fugaces y aleatorias, con emociones y/o sentimientos ambiguos de las cuales —pasada la intoxicación— el sujeto casi no recuerda sobre el episodio. La sustancia tóxica impide en mayor o menor medida —dependiendo de la tolerancia y cantidad consumida— que haya trabajo intelectual para simbolizar.
La angustia se caracteriza por un peso que, quien la padece, la siente en su cuerpo, como manifestaciones de sudoración, hipotensión, taquicardia, exaltación, etcétera. En el ámbito psiquiátrico es posible, ciertamente, administrando psicofármacos, atenuar significativamente estas «dolencias»; asombrosamente se difunde una conclusión —que el psicoanálisis lo ve como un disparate— que la angustia, como afecto, no es más que un trastorno mental; con esto queda en el limbo el pensamiento de Martin Heidegger, Jean-Paul Charles Aymard Sartre, Émile Michel Cioran, Søren Aabye Kierkegaard, Friedrich Wilhelm Nietzsche... que reconocieron a la angustia como una manifestación que habla del ser, de su misma existencia.
La toxicomanía mitiga aquel afecto para ahogar las penas (conscientes o no) que padece el sujeto, que el malestar psíquico, jamás se cansa de repetir durante toda la vida.
Si el toxicómano desea «curarse», queda una sola opción: hablar. El psicoanalista se ubica como escucha pues cuando el sujeto habla «dice más de lo que dice sin saber lo que dice», y con eso formaliza y reconstruye sus incipientes representaciones mentales (la «Cadena Significante» toma nuevamente su función). Pero las palabras —para el toxicómano— tienen una relación de inadecuación a las cosas, relación de inadecuación de los objetos a los deseos. La representación es necesariamente inadecuada, en tanto la adecuación suprimiría la causa y nuestra preocupación no tendría sentido. Y la coincidencia entre el representante y el objeto representado tornaría caduco el proceso mismo de la representación, que no es otro que el del pensamiento y la palabra. En el adicto, la ilusión de un Goce posible siempre es más confortable que el riesgo del Deseo, según Pablo Emilio Gutiérrez Segú, y la idea-frase, queda colocada como una inteligente marca a lo largo de todo el escrito.
El toxicómano debe cambiar su estéril discurso: ya no soy el mismo; ahora me desconozco; me siento extraño a como antes fui; estoy fuera de mi mismo; me siento ajeno; desearía volver a nacer para sentirme nuevo... Todo esto es una sensación, que el sujeto intrincado en las drogas, manifiesta como síntoma, viene a decir más con su condición que con su escaso hablar por medio de la palabra.
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