En el sujeto existe un conflicto de protección frente a un estado depresivo psicopatológico, esto lo podemos observar en ciertas toxicomanías que se han articulado de manera precisa en torno de una problemática de un duelo difícil de resolver. Así, el fallecimiento, la separación, la ausencia de un ser querido puede presentarse como un acontecimiento desencadenante que deje al sujeto debatiéndose con una «pérdida incógnita». Sigmund Freud a propósito del duelo patológico en la melancolía dice: “Él no sabe lo que perdió en esa persona”. En el duelo «normal» se tiene noción de lo que se ha perdido ¿Qué significa esto? Que el objeto perdido de alguna manera se logra «simbolizar» para que se ajuste al plano inconsciente, evitando con eso un estrago mayor.
El dolor es convocado para calmar ese torrente de pulsión sin control durante el duelo, por lo se vuelve necesario padecerlo; además a través del dolor el sujeto le brinda «tributo» a su ser querido por la «pérdida»; esto a costa de una significativa disminución de la investidura de su Yo.
El dolor invita, entonces, a tratar la pérdida del ser querido como si esta representará la pérdida o lesión de un órgano o extremidad corporal. Esta ausencia reaviva la tensión de esa relación siempre incompleta con el “Otro Materno”, que incita a pagar con la propia persona, en intentos reiterados y desesperados para completarlo.
Así, ya no se puede faltar a alguien que ha muerto, que se ha ausentado, ser el objeto de su falta. Y el duelo interminable es entonces la eternización de cierta falta: el Yo vacíado,
empobrecido, entregado al insomnio, vela por la conservación de una lesión dolorosa.
En ciertas toxicomanías, consecuencia del fallecimiento o ausencia de un allegado, esos toxicómanos parecen tratar en su propio cuerpo un órgano que colmara la falta en el Otro, en lugar de tejer sobre el agujero de la desaparición las representaciones de la pérdida. De este modo, el Yo se trata como un objeto, para autoconservarse y produce la eternización de una falta real en lugar de la percepción de la pérdida en un verdadero despoblamiento simbólico.
Si el Yo no puede autoconservarse más en el objeto desaparecido, ser el objeto de su falta, tal vez constituya el órgano doloroso, susceptible de ser tratado, para mimar una completud otra.
Estas observaciones invitan a pensar los nexos entre toxicomanía y depresión. Una y otra inscriben su lógica en procesos diferentes, en tanto son formaciones heterogéneas sin que constituyan estructuras ni síntomas sino dispositivos de autoconservación paradójica, organizan de manera transitoria o crónica cierta respuesta a las cuestiones de la falta y de la pérdida, independientemente de que haya sobrevenido la muerte o ausencia real de un ser querido.
Pierre Fédida propone esta formulación: "La depresión se define por una posición económica que concierne a una organización narcisista del vacío [...] que se asemeja a una «simulación» de la muerte para protegerse de la muerte”.
Este nexo entre toxicomanía y depresión se apoya en datos clínicos, así observamos que ciertos toxicómanos viven en un «estado depresivo» mucho antes que aparezca su adicción; este último constituye un medio de salir del vacío, o bien, de encontrar una disminución al displacer que la realidad conlleva. Este vacío es lo que teme el toxicómano cuando comienza su abstinencia del consumo de la droga. De hecho, la sobriedad engendra para esos sujetos nuevos periodos de depresión intensa. Y mantener el vacío de la depresión terminará por parecer un ordenamiento todavía más doloroso.
En la depresión psicopatológica el mantenimiento del vacío excluye toda manifestación del deseo. Las toxicomanías, por su parte, pueden realizar aquella «simulación de la muerte para protegerse de la muerte» al tiempo que consuman una «supresión tóxica» del dolor.
Estos montajes de toxicomanías pueden surgir tardíamente en el caso de ciertos sujetos y tomar el relevo de una forma de depresión del vacío. Aparecen en definitiva como formas de automedicación de depresiones. Y esas toxicomanías del suplemento pueden a veces mudarse en toxicomanías de la suplencia cuando ya las depresiones en que ellas se injertan procuraban paliar una caída del Otro, y
cuando el cuerpo habla deja de estar imaginariamente interesado por el vacío. El Otro es entonces devastado, ya no sustenta una verdadera destinación, y el cuerpo ya no sabe emplazarse, desplazarse, sin incurrir en el riesgo de una laminación, en tanto que el fantasma fracasa en simbolizarse.
Estas nociones de suplemento y de suplencia cobran su valor por referencia a las posiciones de los sujetos en la operación del farmakon. En efecto, si las toxicomanías se sustentan en una operación del farmakon, esta última requiere de determinaciones bien diferentes según que esta formación narcisista se inscriba en una problemática fálica o conjure la amenaza de una ruina del Otro simbólico. Con este horizonte, que se sitúa en el nivel del discurso, se puede fundar una clínica de las toxicomanías que no necesite de suplementos de comportamiento para fundarse ella misma. No es entonces porque un sujeto se inyecte regularmente heroína en las venas con el efecto de tratar a su «cuerpo» en una dimensión de suplencia narcisista radical. Las nociones de suplencia y de suplemento relativas a la operación del farmakon vuelven caduca la diferenciación entre «droga dura» y «droga blanda», en el campo de la clínica psicoanalítica.
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