Melanie Klein puso de manifiesto la turbulencia del mundo interno que para una madre desencadena el hecho de tener un hijo: regresión y reelaboración de su propio vínculo con su madre, actualización de sentimientos de persecución y depresión si en la relación ha predominado la ambivalencia. Cada una de las capacidades requeridas —dar vida, proveer bienestar físico, contener la ansiedad, comprender las necesidades y responder adecuadamente a ellas, tener leche, higiene, etcétera— remiten en toda mujer a la puesta en comparación con los otros ejemplares de su género. La relación de ser a ser es constante, tanto si la mujer se compara con su madre u otras madres o si se identifica con su hija, en el deseo de ésta de poseer una madre: como es ella, como ella tuvo, como ella quisiera ser. Por tanto, el peligro de fusión, proyección y extensión narcisista, así como mayores dificultades a la separación, se presentan más habitualmente cuando la relación materno-filial tiene lugar con las hijas mujeres. La línea del modelo —ya se trate de repetirlo o de diferenciarse de él— se sobreimpone permanentemente a la línea de la relación de objeto. El período de simbiosis parece ser más prolongado entre madres e hijas mujeres que entre madres e hijos varones. Sigmund Freud señaló este hecho —mayor longitud y mayor importancia de la fase preedípica en la nena que en el varón— intuyendo y sugiriendo su relevancia en el desarrollo diferencial de género de ambos. Es interesante constatar que fue llevado a esta afirmación por trabajos clínicos de psicoanalistas mujeres, que mostraron la importancia de esta fase para la mujer (Deutsch, 1925; Jeanne Lampl-de Groot 1928; Mack Brunswick, 1940). Sin embargo, la orientación final que Freud otorgó a estos hallazgos debe ser revisada y reformulada desde la perspectiva que introduce la noción de género, ya que la prehistoria —lo preedípico—, el vínculo con la madre, es esencial y primordial para el desarrollo de la feminidad no por la supuesta masculinidad que encierra, sino por todo lo contrario, por la inevitable feminización que genera.
Estudios provenientes de distintos campos de observación coinciden en la afirmación de que las madres tienden a experimentar a sus hijas mujeres como menos separadas de ellas. Sentimientos de unidad y continuidad, identificación y simbiosis predominan con las hijas mujeres y la calidad de la relación tiende a retener elementos narcisistas, mientras que el componente libidinal permanece más débil. Por el contrario, cuando es madre de un género diferente al suyo, experimenta el hijo como opuesto a sí, como un «otro» distinto. Entonces la investidura libidinal predomina sobre un tipo de investidura narcisista, la de la identificación. A su vez, los varones, como respuesta a ser considerados diferentes, tienden también a experimentarse distintos a sus madres, y las madres empujan esta diferenciación (aunque retengan en algunos casos un gran control sobre ellos), inclinándose a una mayor sexualización del vínculo, proceso que a su turno reforzará la urgencia de la separación.
En la medida que la maternalización es ejercida por la mujer, el período preedípico de las niñas no sólo será más prolongado que el de los varones, sino que aquéllas conservarán siempre, aun ya mujeres, la tendencia a colocar en el centro de sus preocupaciones las relaciones humanas que tienen que ver con la maternalización: sentimientos. de fusión, dificultad de separación e individuación, límites del Yo corporal y del Yo más difusos.
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