Los comienzos del lenguaje en el infante están relacionados con la actividad ojo-mano, el carácter óptico-posesivo de la mente. La comprensión afectiva es la base de toda función verbal pues surge de la interacción diádica y se modifica y enriquece a través de la exploración del mundo. De hecho, el hemisferio derecho se desarrolla más rápidamente que el izquierdo debido a la importancia de la comunicación prelingüística en las primeras etapas del desarrollo puesto que es la comunicación no verbal la que prima en la díada temprana madre-hijo. Las primeras emisiones sonoras proveen de la presencia del adulto.
El sistema de gestos semánticos se transforma en gestos verbales. El signo semántico «no» aparece asociado al inicio de la locomoción. El adulto dice no y el niño comprende que de esta forma prohíbe y por identificación lo utilizará también para rechazar algo, instaurando así la primera capacidad para reemplazar la acción por signos verbales. En la medida en que la palabra es el intento de reencontrar al objeto, se accede al deseo. Y se da paso al deseo en la medida en que la palabra actúa como instrumento para el reencuentro con el objeto.
La función paterna es fundamental para la inserción en el mundo de los otros en la medida en que limita, corta la relación dual proveedora y abre el acceso a objetos sustitutivos que hagan soportable la pérdida a través de la evocación y del uso de fenómenos y objetos transicionales, iniciándose así el camino de la simbolización.
«La adquisición de patrones de acción, el dominio de la imitación y el funcionamiento de la identificación, son artificios que permiten al niño lograr una autonomía creciente respecto a su madre» y le capacitan para proporcionarse a sí mismo lo que la madre le proporcionaba antes, con esto el infante afirma su independencia.
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