Las condiciones habituales de maternalización determinan una relación más distante —especialmente en los primeros años de la vida— del niño/a respecto con el padre.
El padre de nuestra cultura regularmente no se atiende de la alimentación directa, no higieniza, no está a cargo del cuerpo del bebé... Esta falta de intercambios primarios, sobre los que se organiza la relación de objeto temprana, determina que el padre sea una figura con quien se tiene un vínculo más exterior, menos exclusivo, más distante, menos particularizado, con menor cantidad y riqueza de intercambios que con la madre. Como consecuencia, la representación del padre en tanto objeto interno se instalará posteriormente y estará expuesta a menor grado de disociación y ambivalencia, contribuyendo también en menor grado a constituir una imagen especular del Yo temprano. Paralelamente, al ser el padre menos responsable del cuidado y al permanecer sus funciones más alejadas, el niño, ignorante al principio tanto del status familiar y social del padre como de su rol sexual en la pareja, le otorgará menor valorización. Por tanto, el padre como objeto primario juega un rol secundario con respecto a la madre en los tempranos períodos de la vida.
Abelin (1980) considera que el padre es reconocido como un «tipo diferente de padre» e investido como un «segundo vínculo» antes del comienzo de la crisis de «rapprochment» (Mahler), alrededor de los dieciocho meses. Su presencia jugaría un papel esencial en la superación exitosa de esta subfase del proceso de separación-individuación por parte del niño, pues se constituye en una «estable isla para practicar la realidad, mientras la madre se contamina de sentimientos de añoranza y frustración», esto representa el estrago materno según lo estipulado por Jacques-Marie Émile Lacan.
Sin embargo, la comunión de géneros —el saber por parte del niño varón que él es igual al padre— favorecerá la desidentificación de la madre (Greenson, 1968), la búsqueda y tendencia a la identificación primaria con el padre. A su vez, tanto la madre, quien lo considerará un otro distinto e igual al padre, como el padre, que obtendrá la satisfacción narcisista de investir a su hijo varón, con el proyecto de la continuidad y la semejanza en el otro que lo perpetúa, ambos favorecerán que en la identificación primaria del varón a la omnipotencia materna se introduzca una grieta que lo conduzca a la búsqueda de modelos paternos.
Ahora bien, el sentimiento de identidad de género es un factor que juega un papel relevante en las diferencias que se observan en la etapa preedípica entre niñas y varones (Mahler, 1975; Stoller, 1975), ya que la niña verá en su madre un todo aún más completo y pleno de poderes que el varón. En la estructura del Yo especular temprano y en la organización del objeto como una «imago parental idealizada» (Kohut, 1971), la madre adquiere mayor cualidad de idealidad para la nena que para el varón, ya que para éste se configura y se construye paso a paso el sentimiento de la no homogeneidad entre su ser y el de la madre.
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