La unidad del cuerpo, como algo que nos pertenece y en lo que podemos reconocernos, no procede del organismo sino de la constitución en la infancia de la imagen corporal. La primera vivencia que tenemos de nuestro cuerpo, cuando aun somos pequeños, es de una absoluta fragmentación, para poder juntar estos pedazos y hacer una forma se requiere del auxilio de una imagen exterior que actúe como modelo. Esa otra imagen puede ser la que obtiene el niño al verse reflejado en el espejo o al ver la imagen de otro. A la vez el niño, por mucho que se mire en el espejo o que esté entre otros niños, no conseguirá hacerse dueño de su imagen corporal sin la ayuda del lenguaje (en psicoanálisis nos referimos a esto como: Simbólico).
Es la palabra del Otro, generalmente de la madre, la que certificará que la imagen que el espejo refleja es la suya, y que él es el sujeto más preciado en su deseo. De este modo el niño puede construir una identidad que le sirve para velar esa angustia de fragmentación corporal ligada al organismo. Cuando decimos “velar” se intenta transmitir que el organismo no se deja pacificar completamente por la imagen, sino que permanece latente en su estatuto caótico y angustiante.
Mientras la imagen cumple su función unificadora la vivencia del cuerpo se hace soportable, pero de vez en cuando algo de lo orgánico retorna y la resquebraja, entonces acontecen todo tipo de fenómenos clínicos, desde la despersonalización hasta las alucinaciones en la psicosis. Pero también vemos emerger los síntomas histéricos que surgen allí donde la imagen no consigue silenciar al organismo. La histeria es una patología que se caracteriza por la precariedad de la imagen corporal. La mujer histérica experimenta su cuerpo como algo frágil, porque está privado de una imagen consistente que sostenga su identidad femenina.
El drama permanente de la histeria es construirse un semblante desde el que poder afirmarse, y en esta tarea sin fin se dejará la piel. La búsqueda de la belleza corporal nunca alcanzará la perfección que la deje tranquila, lo que en ocasiones la conduce a visitar los quirófanos para arreglarse ahora una parte de la cara, después otra del cuerpo, como si alguna vez pudiera conseguir hacer una totalidad, cuando sus síntomas no hacen más que expresar un “Yo no soy completa” y también “tú no eres completo”.
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