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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

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martes, 14 de noviembre de 2017

El miedo del hombre ante las mujeres.

¡Y la ilusión de la mujer al creer que te ofrece el olvido cuando lo único que hace es confirmar tu alejamiento de todas las cosas! Émile Michel Cioran.

En la novela de William Shakespeare Hamlet no desea ser Edipo de la obra de Sófocles, él es Hamlet Príncipe de Dinamarca. ¿Y qué desea entonces Hamlet? ¿Qué diferencia hay entre lo que quiere Hamlet y Edipo? Hamlet quiere casarse con una hermosa joven y es ahí donde aparece Ofelia como una mujer encantadora, en un intento fallido de escapar del estrago materno sin fondo, abismo insondable que ninguna fémina lo salvaguarda. ¿Qué le impide a Hamlet alcanzar este ideal, qué es lo que le cierra el camino, para encontrar en Ofelia el objeto que encause su deseo? Él sin duda la quiere, porque se trata de la coartada ideal. Lo ayuda a desviarse de su horror frente a la castración materna, condición necesaria, sin embargo, para la constitución del objeto femenino como objeto causa del deseo.
Es precisamente ahí donde Sigmund Freud propuso una suerte de negociación, y por lo tanto un precio a pagar. El reconocimiento de la castración materna para Freud inaugura la división de la vida amorosa, entre el ideal que pese a serlo conserva las huellas de la madre deseada y prohibida, y los objetos sexuales degradados. La solución freudiana separa a la madre de la mujer. El instante de la mirada infantil que descubre la castración, funda la división entre el “Ideal” y el “Objeto”, entre madre y mujer. Pero el problema de Hamlet es precisamente que se siente imposibilitado para separarlas, no puede adoptar la solución freudiana.
La confrontación con la madre sexuada es siempre terrorífica, pero ¿Depende de la Función Paterna , esa función de «dar la castración», en la cual por alguna razón que ignoramos, el padre de Hamlet habría fallado? Edipo sin saberlo se casa con su madre; Hamlet en cambio la acusa, se ensaña con ella, y entonces le resulta amenazante acercarse a cualquier otra mujer, errando intencionalmente siempre para no conformar un vínculo. Al huir del incesto queda atrapado en él, obsesionado por la sexualidad materna, y al quedar atrapado en el miedo que ésta le produce, no podrá sino escaparse, de Ofelia o de cualquier otra joven.


El odio, psicoanálisis.

“El amor y el odio no son ciegos, sino que están cegados por el fuego que llevan dentro”. Friedrich Wilhelm Nietzsche.

El odio es un afecto agresivo complejo en contraste con el carácter agudo de las reacciones de la ira. En la ira y en la cólera los aspectos cognitivos varían con facilidad mientras que el aspecto cognitivo del odio es crónico y estable. El odio también presenta un anclaje caracterológico que incluye racionalizaciones poderosas y las correspondientes distorsiones del funcionamiento del Yo y el Superyó.
La meta primaria del sujeto consumido por el odio es destruir su objeto, un objeto específico de la fantasía inconsciente y también de sus derivados conscientes; en el fondo el objeto es necesitado y deseado, y su destrucción es, igualmente necesaria y deseada.
La comprensión de esta paradoja está en el centro de la investigación psicoanalítica de este afecto. El odio no es siempre psicopatológico ya que puede ser una respuesta ante el peligro real, objetivo, por ejemplo una amenaza directa a la propia supervivencia, o de nuestros seres queridos, el odio es una elaboración normal de la ira, que apunta a eliminar ese peligro. Aunque también el odio puede estar influenciado e intensificado por motivaciones inconscientes, como la búsqueda de venganza, cuando es una predisposición caracteroIógica crónica, esto es lo que siempre refleja la psicopatología de la agresión.
Una forma extrema de odio exige la eliminación física del objeto, y puede expresarse en el asesinato o en una desvalorización del objeto que quizá se generalice como una destrucción simbólica de todos los objetos, es decir, de todas las relaciones potenciales con los otros significativos. Durante el psicoanálisis esto se observa en las estructuras antisociales de la personalidad. En ocasiones esta forma de odio se expresa en el suicidio, en el cual se identifica al sí-mismo como el objeto odiado, y la autoeliminación es el único modo de destruir también el objeto.
Algunos sujetos con síndrome de narcisismo maligno (personalidad narcisista, agresión egosintónica, tendencias paranoides y antisociales) y transferencias “psicopáticas” (el engaño como rasgo transferencial dominante) a veces intentan sistemáticamente explotar, destruir, castrar simbólicamente o deshumanizar a los otros significativos (incluso al psicoanálista) en una medida que desafía los esfuerzos de esté por proteger o recobrar alguna isla de relación objetal idealizada primitiva, totalmente buena. Al mismo tiempo, quizá parezca que la transferencia está notablemente exenta de agresión abierta, domina la escena un engaño crónico y la búsqueda de un estado del sí-mismo primitivo, totalmente bueno, que elimine todos los objetos por ejemplo, mediante el alcohol o las toxicomanías, y a través de esfuerzos inconscientes y conscientes tendientes a reclutar al psicoanálista en la explotación o destrucción de los otros.


El fantasma, psicoanálisis.

“El hombre es la suma de sus fantasías”. Henry James.

¿Qué significa la palabra “fantasma” para el psicoanálisis? Es una escena, en ocasiones un recuerdo olvidado que sin alcanzar la conciencia permanece activo y sigue influyendo de manera determinante en el sujeto. Es un panorama generalmente inconsciente destinado a satisfacer un deseo incestuoso que no se puede concretar. Por ejemplo, el niño que desea unirse sexualmente a su madre durante el Complejo de Edipo, fantasea la relación sexual como única alternativa. El fantasma tiene la función de sustituir la acción —que por alguna circunstancia es imposible llevarla a cabo en la realidad— por una satisfacción fantaseada como opción. Así el deseo se cumple parcialmente en una fantasía en el inconsciente “suponiendo” que se reproduce en la realidad. Por eso Sigmund Freud calificó a la fantasía de “realidad psíquica”. En otras palabras, cuando un deseo incestuoso no encuentra su objeto en la realidad concreta «no lo encontrará nunca» el Yo lo inventa y lo recrea completamente en la imaginación.
El fantasma es un teatro mental catártico que pone en escena la satisfacción inmediata del deseo y, así, descarga la tensión psíquica. El fantasma no es una difusa ensoñación, ni un monólogo interior, ni siquiera la voz de la conciencia que juzga (Superyó), guía o protege. No, el fantasma es una breve escena dramática extremadamente rápida, que se repite, siempre igual, sin que la conciencia la perciba nunca concretamente, el fantasma se intercala hábilmente entre los pensamientos. Se trata, pues, de una escena fantasmática que no se percibe mentalmente pero cuyos efectos se sienten emocionalmente sin saber que esa escena es lo que causa la emoción. Un sentimiento de amor, odio, asco, celos… puede haber sido suscitado, por ejemplo, por una escena fantasmática con el propósito de calmar la pasión de un deseo sexual o agresivo que exige su inmediata satisfacción; verbigracia una adolescente ama profundamente a su padre y, sin saberlo, también lo desea. Inconsciente de su deseo incestuoso, se comporta con su progenitor incomoda y hasta le tiene miedo. ¿Qué ha ocurrido? En realidad su deseo incestuoso —perfectamente normal en una joven que aun no ha puesto punto final a su Complejo de Edipo— se ha apoderado de su Yo y para calmar la tensión, forja un fantasma, es decir, una escena fantasmática de seducción en la que la joven goza al ser seducida por un padre a quien ella, a su vez seduce. Aun cuando no vea esta escena ni sienta el deseo incestuoso que la anima, conscientemente la joven experimenta sentimientos intensos en relación con su padre, pero son sentimientos totalmente opuestos a los que vive inconscientemente en su fantasía. En vez de seducir a su padre y dejarse seducir por él, lo rechaza violentamente, siente asco y repugnancia por él. En suma, detrás de ese rechazo se esconde el fantasma de la seducción y detrás del fantasma brota el deseo incestuoso. Por lo tanto el fantasma satisface inconscientemente el deseo, mientras que la repulsión y el asco son sentimientos reactivos: la repugnancia y el asco por el padre es el reverso de un intolerable deseo incestuoso.
Generalmente los fantasmas son inconscientes, el inconsciente conserva en sus profundidades fantasmas que aspiran a salir a la conciencia, sin embargo, saben que es muy difícil lograrlo, mientras el Yo se encuentra ocupado en otras cosas de la vida cotidiana sin ocuparse de ellos; aunque de vez en cuando el Yo pierde atención por la situación presente, y entonces esos fantasmas aprovechan ese descuido y empiezan hacer estragos en el sujeto. Esto sucede también en los sueños, el Yo deja de tener el control y los fantasmas salen a relucir. Por otro lado, podemos observar que cuando el sujeto está muy interesado y apegado a un objeto, también sus fantasmas se movilizarán y darán por resultado un comportamiento, una decisión o una reacción afectiva a menudo inoportuna que devendrá en conflictos con el objeto. Muchas acciones que realiza el sujeto sirven para transformar el fantasma inconsciente, en un acto.
Los síntomas son la manifestación dolorosa de las escenas fantasmáticas que reinan en el inconsciente desde la infancia. Estas escenas encuentran en el síntoma, en los sueños o en los actos esenciales de la vida afectiva sus diferentes medios de expresión.
El fantasma es, pues, un cuadro interior, pero suponiendo que ese cuadro fuera visible ¿Qué mostraría? ¿Qué acción se desarrollaría en él? Puesto que los deseos, cuyo señuelo es el fantasma, son deseos sexuales o agresivos, es decir, buscan el placer de alcanzar el cuerpo del otro o de hacerle daño, lo que suceda en la escena fantaseada será su reflejo. Por tanto se trata de una trama infantil de dominio sexual o agresivo de un personaje fuerte sobre un personaje débil. En este sentido, toda escena fantasmática es resultado del Complejo de Edipo puesto que el protagonista busca poseer al otro o ser poseído por él. No obstante, en la acción fantasmática el sujeto puede desempeñar todos los papeles, a veces es el dominador y otras el dominado; en ocasiones es el adulto-abusador y en otras el niño-víctima; por momentos es un hombre viril o se traslada a representar una mujer sumisa, etcétera. Muy a menudo la situación de dominación es una mezcla de erotismo y de agresividad pero de connotación pueril, en ella los gestos son más bien mímicos, como si en su fantasía el sujeto «jugara» no con muñequitos sino con pequeños personajes crueles y sexuales. Para ser más claros, la escena fantasmática no es una escena pornográfica ni una escena de terror, sino más bien una caricatura.
Ahora bien, la escena fantasmática no tiene la nitidez de una película sino es un esbozo, un esquema dinámico más vivido que concebido. Es, pues, una escena sentida y no observada, como si el sujeto fuera «ciego» a su fantasma. Obviamente el fantasma está presente, influye en el comportamiento, pero el sujeto no lo ve, aunque puede experimentar la sensación que corresponde a su gesto en la acción escénica. En conclusión el fantasma dirige al sujeto, pero éste no observa la escena ni distingue claramente a los protagonistas; siente las tensiones que están en juego, la intensidad o, más exactamente, el equilibrio de las fuerzas dominantes y hostiles, protectoras y tiernas. El fantasma es una escena virtual, una representación abstracta y condensada de las tendencias inconscientes.


​El dominio autoritario de las conciencias.

“Nada es más grato al espíritu del hombre que el poder de la dominación”. Joseph Addison.

El triunfo que ha tenido la psiquiatría, sexología y sobre todo la criminología en las últimas décadas, que toman de manera indiscriminada al perverso como un simple enfermo a curar, llámese onanista, travestí, exhibicionista, transgénero, necrófilo, pederasta, coprófilo, sádico, masoquista, etcétera.
La nueva ciencia que le podríamos llamar “neurocracia”, obsesionada por el control biológico del ser humano, elabora las clasificaciones de las “enfermedades mentales” que minan los fundamentos simbólicos de la sociedad.
Terminar con la perversión, sigue siendo en la actualidad un proyecto psiquiátrico que —como escribía Michael Foucault— tiene que ver con el dominio autoritario de las conciencias por parte de los grupos de poder, para mantener los privilegios y la dominación de las instituciones religiosa, política y sobre todo de la industria farmacéutica, sobre la sociedad.


Las complicaciones del sujeto para expresar amor.

“Lo que se pretende despertar no es el deseo de creer, sino el de encontrar, que es todo lo contrario”. Bertrand Russell.

En el psicoanálisis se debe tener en cuenta la distinción entre la situación que se origina en la Etapa Oral temprana y la que surge durante la etapa posterior, cuando emerge la tendencia a morder y toma su lugar junto a la de suc­cionar. En el estadio oral posterior aparece una diferenciación entre el amor oral, asociado con succionar, y el odio oral, asociado con morder por lo tanto el desarrollo de la ambivalencia es una consecuencia de esto.
La tem­prana Etapa Oral es preambivalente, y esto es especialmente importante a la luz del hecho de que la conducta oral del infante durante esta fase preambivalente representa la primera forma de expresar amor. La relación oral del niño con la madre en la situación de succión repre­senta su primera experiencia de relación amorosa, y es por consiguiente el fundamento sobre el que se basan todas sus futuras relaciones con los «obje­tos de amor». Representa también su primera experiencia de una relación social, y por consiguiente forma la base de su actitud en general, que servirá para integrarse socialmente. Teniendo en cuenta estas consideraciones, volvamos a la si­tuación que surge cuando el niño fijado a la Etapa Oral temprana llega a sentir que su madre no lo ama ni valora realmente como persona. Lo que sucede en estas circunstancias es que la situación traumática original de la Etapa Oral temprana se reactiva y reinstala emocionalmente, y el niño siente entonces que el motivo de la aparente falta de amor de su madre hacia él, es que ha destruido su afecto y lo ha hecho desaparecer. Al mismo tiempo siente que el motivo de su aparente rechazo en aceptar su amor es que su propio amor es malo y destructivo. Esta es, por su­puesto, una situación infinitamente más intolerable que la situación com­parable que surge en el caso del niño fijado a la Etapa Oral posterior. En este último caso, el infante, esencialmente ambivalente, interpreta la situa­ción en el sentido de que es su odio, y no su amor, lo que ha destruido el afecto de su madre. Es entonces en su odio donde le parece que reside su maldad, y así su amor puede permanecer bueno ante sus ojos. Esta es la posición que parece subyacer a la psicosis maníaco-depresiva, y constituir la posición depresiva. En contraste, la posición subyacente a los desarrollos esquizoides parecen surgir en la temprana Etapa Oral pre­ambivalente, posición en la que el infante siente que su amor es malo por­que parece destructivo hacia los objetos; y esto puede ser adecuadamente descrito como la posición esquizoide. Esto representa una si­tuación esencialmente trágica, y provee el tema de muchas de las grandes tragedias de la literatura. No debe extrañar entonces que sujetos con considerable tendencia esquizoide experimenten tantas dificultades para demostrar amor porque siempre antecede una profunda ansiedad antes de manifestarse; un sentir que lo expresa magníficamente Oscar Wilde: “Todo hombre mata lo que ama”, o lo que dijo Jacinto Benavente: “No hay nada que desespere tanto como ver mal interpretados nuestros sentimientos”. Tampoco es de ex­trañar que estos sujetos experimenten dificultad para brindar sus sentimientos porque nunca pueden escapar enteramente al temor de que esas expresiones sean malignas.
El sujeto con una tendencia esquizoide tiene otro motivo para guardar su amor dentro de sí, además del que surge de la sensación de que es demasiado precioso como para separarse de él; mantiene encerrado su amor porque siente que es demasiado peligroso como para descargarlo en los objetos. Así no sólo guarda su amor sino teme expresarlo. Pero la cuestión no termina ahí, ya que como siente que su amor es malo, está dispuesto a interpretar el amor de los otros en términos similares. Esta interpretación no implica necesariamente pro­yección por su parte, pero por supuesto está siempre predispuesto a recu­rrir a esta técnica defensiva. Esto queda ilustrada en el cuento de la “Caperucita Roja”, el lobo representa —para Caperucita— su propio amor incorporativo oral, la narración nos señala que el lobo toma el lugar de la abuela en la cama, lo que significa, por supuesto, que atribuye su propia actitud incorporativa a su objeto, que parece entonces convertirse en un lobo devorador. Así resulta que el sujeto con características esqui­zoides está predispuesto a sentirse impulsado a erigir defensas, no sólo contra su amor por los otros, sino también contra el amor de ellos hacia él.
El sujeto con tendencia esquizoide renuncia al contacto social en mayor o menor medida, ante todo porque siente que no debe amar ni ser amado. Pero no siempre se contenta con un mero distanciamiento pasi­vo, por el contrario, regularmente toma medidas activas para alejar a los objetos de él. Para este propósito tiene a mano un instrumento dentro de él mismo en la forma de su propia agresión diferenciada. Moviliza los recursos de su odio, y dirige su agresión contra los otros, y particular­mente contra los sujetos que mantiene un vínculo y de esta manera puede pelearse con los demás, ser censurable, rudo… Al hacerlo, no sólo sustituye amor por odio en sus relaciones con los objetos, sino también que los induce a odiarlo en vez de amarlo, y hace todo esto con la única finalidad de mantener a distancia los objetos.
Y por último debemos señalar, que algunos de los sujetos esquizoides pueden hacer uso de las redes sociales para permitirse ser amados y amar, esta es otra tragedia a la que están expuestos, amar y dejarse amar con la única condición que sea a la distancia. Pero muy en el fondo, siempre tiene la esperanza de amar y ser amado.


La disfunción eréctil ¿Temor a ya no desear o temor de Gozar?

“Sólo hay una fuerza motriz: el deseo”. Aristóteles.

Los sujetos que acuden a psicoanálisis por cuestiones de disfunción eréctil, son regularmente mayores a cuarenta años de edad. Durante las sesiones una de las principales características que denotan es una especie de temor ante el deseo sexual, además presentan una ansiedad ante la satisfacción del deseo sexual tanto de su pareja como la propia. En cuanto a el placer que deben brindar a su mujer, es entendido —por ellos— como un placer sin límite; estamos por lo tanto ante la presencia del “Goce”, desde el punto de vista psicoanalítico.
Otorgar una respuesta precisa a estos hombres no resulta nada fácil. Pero podemos empezar por la palabra griega «aphanisis», que quiere decir «desaparición», que se aplicaba al sujeto desaparecido del conjunto de los “significantes” y que el uso de ese vocablo tiene dos connotaciones diferentes, una en la teoría de Ernest Jones y la otra en la de Jacques-Marie Émile Lacan.
Ahora bien, Jones considera la castración no como el miedo de perder el pene, sino como el temor de ya no desear, que se desvanezca el deseo y por lo tanto sentir como se agota (aphanisis del deseo). Lacan, por su parte, invierte la fórmula y afirma: “No, la castración no es el temor a ya no desear, el miedo a ser impotente, incapaz de desear. Al contrario, es el temor a desear”. Primera inversión radical que lo modifica todo: “miedo a desear”. Segunda inversión Lacaniana: lo que Jones llama “aphanisis del deseo”, lo otro es “aphanisis del sujeto”. En otras palabras, en lugar de afirmar la aphanisis del deseo o la eventualidad de su agotamiento, Lacan propone considerar que el que se borra, el que se pierde es el sujeto. Aphanisis, pues, no del deseo, sino del sujeto. Como se puede observar, ninguno de los dos autores, ni Jones ni Lacan, adopta la posición clásica del psicoanálisis según la cual la amenaza de castración concierne al pene.
Entonces volviendo con Jones cuando dice: “No, no es el pene lo que está en peligro, sino el deseo. Y el miedo es el temor a no desear más, a ver cómo el deseo «se aphaniza»”. Lacan, en cambio, dice: “Ciertamente, no es el pene lo que está expuesto sino el riesgo de Gozar, es decir, de ver que el deseo llegue a satisfacerse plenamente”.
Esta diferencia de las perspectivas entre Lacan y Jones nos resulta interesante, pues al comparar ambos puntos de vista se descubre la especificidad de la ética Lacaniana. Pero ¿cuál es esa especificidad? La concepción Lacaniana es la siguiente:
— El deseo, en cuanto deseo del Otro, comporta un peligro, el de llegar a satisfacerse plena y completamente.
— Ante ese peligro, el sujeto se borra.
— El primer principio ético que se desprende de esta posición es: «¡No ceder ante el propio deseo!». Dicho de otro modo: «Preserva tu deseo, déjalo insatisfecho, no lo agotes cumpliéndolo, pues él te protege del peligro del Goce». El peligro no es, por tanto, el deseo en sí mismo, sino, muy al contrario, satisfacer el deseo y Gozar.
Si nos remitimos a la clínica psicoanalítica ¿Cómo responde el neurótico a ese principio ético: no ceder al deseo? ¿Es, cómo afirma Jones, que el sujeto teme ser incapaz de desear? Bajo la experiencia que tiene el psicoanálista con este tipo de hombres, debe preguntarse ¿Los psicoanalizados (hombres) temen dejar de desear? Y en efecto, estos sujetos, su mayor preocupación es precisamente perder la «potencia. Pero ¿La potencia de qué? Esto nos dirige únicamente a la «potencia de desear», puesto que no hay otra potencia que no sea la del deseo. Esto quiere decir que, en el aspecto psicoanalítico, no debemos deshacernos tan pronto de Jones. El sujeto del que habla este autor nos resulta simpático. Es presa fácil del inconsciente, es decir, se sabe mortal. En cambio, el sujeto que nos revela Lacan es, antes bien, un ser temeroso del Goce y dispuesto a borrarse. Esto responde exactamente a la descripción que nos brinda el psicoanálisis sobre el neurótico obsesivo.
Es decir que, cuando Lacan habla de aphanisis del sujeto, cuando vemos en los textos lacanianos que el sujeto está barrado, cuando decimos y repetimos que el sujeto está dividido entre un «significante» y los otros bajo los cuales se esfuma, esta afirmación, aparentemente especulativa, abstracta, nos recuerda un hecho psicoanalítico cotidiano: el medio, la defensa del sujeto es ocultarse, borrarse. Es como el caso de la anorexia: adelgazar, y que sea hasta el último espesor visible.
En el caso del obsesivo ocultarse y engañar: si no resulta simpático no es por sus repetidas escapatorias sino por sus pretensiones, por sus gestos que dan a entender que es potente pero que «aún no quiere» mostrar su potencia; que se esconde, pero se vanagloria del Falo. Sugiere que —a pesar de todo— si las circunstancias lo requieren, está allí, en su puesto, con un Falo erigido como debe ser. Pero precisamente entonces es cuando se borra, cuando se produce la desaparición del sujeto (aphanisis del sujeto). Aunque es inapropiado establecer una equivalencia entre estás dos palabras, «ocultarse» y «borrarse», pero la diferencia entre ellas nos obliga a distinguir dos clases de aphanisis. Hay, teóricamente hablando, dos desapariciones del sujeto, una estructural y otra clínica. Estructuralmente hablando, el sujeto se borra y se disuelve en todos los «significantes» que se irán sucediendo a lo largo de su vida y, segunda desaparición, el sujeto se oculta bajo el objeto. Se hace objeto, se hace Falo. Es la formación psicoanalítica del fantasma.

*«No ceder ante el propio deseo» es el enunciado correlativo de una comprobación: “uno no puede dejar de preguntar”. Dicho de otro modo, no ceder ante el propio deseo es correlativo con el hecho de que no podemos dejar de hablar y, hablando, nos protegemos del Goce. Esto es lo propio del ser parlante. Cuando hablamos de aphanisis del sujeto bajo la «cadena de significantes» queremos decir alienarse, no poder dejar de hablar o, para decirlo de otra manera, no poder dejar de repetir. Pero ¿Qué es lo que no cesa de repetirse? Los significantes. Avancemos un poco más: si los significantes no dejan de insistir, eso es el deseo. El deseo es la repetición ineluctable. Se dan los dos elementos: la repetición ineluctable del flujo incesante de los significantes y la existencia del agujero pulsional.


La fidelidad de la pareja Swinger.

“Es tan real la diferencia que existe entre la infidelidad de los dos sexos, que una mujer apasionada puede perdonar una infidelidad, pero ello resulta imposible para el hombre”. Henri Beyle “Stendhal”.

El valor simbólico que otorga el sujeto al intercambio de pareja (estilo de vida Swinger) tendría por propósito —entre otros— anticipar el «engaño» no deseado de la infidelidad sexual de su partenaire o de la suya, al permitirse ambos la experiencia sexual con otra u otras parejas, en un lugar y tiempo determinados para poner a prueba su vínculo y sus sentimientos amorosos.
El propósito de los ritos (el estilo de vida Swinger se considera un rito) es incidir sobre las relaciones entre las personas: “[…] la interpretación y la prevención son estrategias para preservar el presente, controlando el sentido de las relaciones pasadas o futuras”(Marc Augé). En ese sentido, las parejas Swinger tienen la creencia que su rito funciona para preservar, o en su caso, restablecer su vínculo, aunque esto lleve implícito, el riesgo latente de romper el lazo amoroso que tanto desean mantener.
El intercambio sexual puede ser entre dos parejas o también de manera colectiva, los adeptos ingresan a la comunidad Swinger y desarrollan la práctica en grandes o pequeños grupos con cierta organización, lo que provee un sentido social a esta particular subcultura. De esta forma, la actividad, como ritual, es un mediador entre los partenaires y el conjunto de las demás parejas que regulan la posibilidad de vivir la sexualidad sin que amenace, «supuestamente» su vínculo. Todo esto, por supuesto, en el caso de que el rito haya alcanzado el simbolismo buscado, aunque no siempre se logra porque uno o ambos consortes pueden llegar a vincularse afectivamente con otro con el que mantuvieron un encuentro sexual, y en consecuencia los cónyuges sufran una ruptura.
Existe una dimensión paradójica, pues si ese ritual de intercambio de parejas aspira a prevenir y controlar la infidelidad y la fractura amorosa, no siempre alcanza su pretensión de mediación simbólica; es decir, a imprimir el orden que se espera, y algunos participantes llegan a crear lazos amorosos con un tercero, con lo cual se materializa el peligro que precisamente se quería evitar.
El estilo de vida Swinger realmente obedece menos al supuesto de un «ensayo» para evitar el «engaño» traducido en infidelidad, “estando más cerca de una lógica de la experimentación, según la cual “cada cual quiere experimentar por sí mismo, en detalle, concretamente, si sus sentimientos son fundados y si su elección ha sido correcta” (Pierre Kaufmann). Podría entonces verse que la práctica Swinger como una etapa (o posibilidad) de la experimentación, incluso cuando la pareja inicia en su aspecto romántico, con una explosión sentimental fulgurante, por lo que su permanencia podría acompañarse, en lo sucesivo, con episodios en los que ambos partenaires pondrán a prueba la solidez de su compromiso; en estos casos la experimentación amorosa se ha tornado, por tanto, ineludible.
Otras hipótesis en torno al estilo de vida Swinger sugieren que pueden deberse a la necesidad de algunos cónyuges de recobrar algo del placer sexual perdido al «probar» otra pareja. Collete Soler sugiere que en la condición actual —de mayor igualdad entre hombres y mujeres— y de competencia entre ellos aparece la inquietud por “quién da más”, “quién ama más” o “quién goza más sexualmente”, y que la práctica Swinger puede ser un campo de experimentación para responder estas preguntas. Además, en el caso de los hombres respecto de su capacidad de satisfacer el placer femenino se podría someter a prueba si hay algún otro (hombre o mujer) que sea capaz de colmar el placer que requiere ella, o si, como él, otros fracasan también en ese intento, un fantasma muy común en estos sujetos.
Y por último podríamos expresar que las motivaciones de los hombres y de las mujeres son diferentes para experimentar un intercambio de pareja, mientras las féminas lo harían por mantener y consolidar su relación de pareja –esto es, “por amor”–, los hombres lo harían para romper con la monotonía, para diversificar el deseo y sobre todo para disipar su «curiosidad» por saber cuanto más y cómo goza su mujer en los brazos de otro. ¿Será acaso qué esa «curiosidad» proviene de la infancia cuando observó la Escena Primaria?


La influencia del entorno social en la pareja.

“Si los cónyuges no vivieran juntos abundarían más los buenos matrimonios”. Friedrich Wilhelm Nietzsche.

El vínculo que une a la pareja, donde está presente el amor y la sexualidad madura, e integrado la ternura y el erotismo, y además tiene valores profundos y compartidos, está siempre en oposición abierta o disimulada con su entorno social.
Las convivencias de la pareja en el entorno social, por un lado refuerza la intimidad sexual entre ellos, y establece un escenario en el que las mutuas ambivalencias se integran en la relación amorosa, y la enriquecen pero al mismo tiempo la amenazan. Estamos refiriéndonos a una actitud interna que consolida a la pareja, regularmente de formas subyacentes, y que pueden estar enmascaradas por adaptaciones superficiales al grupo social.
Hay que advertir que la pareja generalmente está en oposición al ambiente social pero necesita de él para su supervivencia. Una pareja sin vínculos sociales, más allá de la familia, corre el peligro de una liberación grave de la agresión, que puede destruirla o dañar severamente a ambos partenaires. Frecuentemente la psicopatología de uno o ambos consortes puede generar la activación de relaciones objetales internalizadas, conflictivas, reprimidas o disociadas, que son reescenificadas por la pareja a través de la experiencia proyectiva de sus traumas inconscientes (por ejemplo la separación y el retorno de ambos a sus núcleos sociales respectivos, en una búsqueda final, desesperada, de libertad).
En circunstancias menos graves, los esfuerzos inconscientes de uno o ambos partenaires por mezclarse o disolverse en su ambiente social, atraviesan la barrera de la exclusividad sexual, y entra el riesgo de preservar la existencia de la pareja, con amenaza de invasión y deterioro de su intimidad.
Las relaciones triangulares estables (donde uno o ambos cónyuges tienen un amante), además de reescenificar diversos aspectos de los conflictos edípicos no resueltos, representan la invasión de la pareja por terceros. El colapso de la intimidad sexual (por ejemplo, en un matrimonio con estilo de vida Swinger) representa la destrucción severa del vínculo de la pareja.
En síntesis, al rebelarse la pareja contra su entorno social establece y afirma su identidad, su libertad con respecto a la convención y el inicio de su vida en pareja. Volver a disolverse en el grupo social es el puerto final de la libertad para los supervivientes de una pareja que se ha destruido.
Antes de la sexualidad comprometida con el partenaire, se encuentra casi siempre el amor romántico, caracterizado por la idealización del compañero, la experiencia de trascendencia en el contexto de una pasión sexual y la liberación de los lazos familiares. La rebelión contra el entorno familiar y social comienza en la adolescencia tardía, pero no termina con ella.
Por cierto, la distinción tradicional entre el «amor romántico» y el «afecto marital» refleja el conflicto constante entre la pareja y el grupo social en el que conviven, la desconfianza del este grupo respecto de las relaciones que incluyen el amor y el sexo eluden su control total. Esta distinción también refleja la renegación de la agresión en la relación de pareja, que a menudo puede transformar una relación amorosa profunda en una violenta.
Entre la pareja y el entorno social existe una relación intrínseca, compleja y fatal. La creatividad de la pareja depende del establecimiento exitoso de su autonomía dentro del escenario social, por lo que no puede escabullirse totalmente del grupo. Los partenaires escenifican y mantienen la esperanza en los otros que conforman el grupo social, en su aspecto amoroso y sexual, aunque existen también procesos emanados de este ambiente que pueden activar la destrucción de la pareja, como por ejemplo la envidia. Grupo social y pareja se necesitan mutuamente para coexistir.
No obstante, la pareja no puede evitar experimentar la hostilidad y envidia del entorno social, que deriva de las fuentes internas de envidia a la unión secreta y feliz de los cónyuges, y de la profunda culpa inconsciente por los impulsos edípicos prohibidos.
Una pareja estable constituida por un hombre y una mujer que se atreven a superar las prohibiciones edípicas contra la unificación del sexo y la ternura, se separan de los mitos colectivos que infiltran la sexualidad por el ambiente social en el que ha evolucionado la relación de los partenaires como pareja. Los procesos grupales que envuelven sexualidad y amor alcanzan su máxima intensidad en la adolescencia, pero persisten de modo más sutil en las relaciones de las parejas adultas. Dentro del grupo social existe una constante intriga, de algunas personas, por conocer la vida privada de la pareja. Al mismo tiempo, los consortes se sienten tentados a expresar el odio en conductas agresivas mutuas dentro de la relativa intimidad del círculo social. Incapaces de contener esa conducta dentro de la privacidad de su relación, la pareja puede entonces utilizar el grupo como vía para descargar la agresión, y como teatro para desplegarla. El hecho de que algunas parejas que habitualmente se pelean en público tengan una relación privada profunda y duradera no debe sorprender.
En algunas ocasiones la agresión de los partenaires se puede expresar tan violentamente en público que destruye la intimidad compartida como pareja, en particular sus vínculos sexuales, y los dirija a la destrucción de la relación. Familiares y amigos más allegadas a esta pareja intentan por cualquier medio remediar las desavenencias​ pero secretamente disfrutan de una gratificación vicaria con las peleas y discusiones que mantienen estos cónyuges, y al mismo tiempo reafirman la seguridad de sus propias relaciones.
Una pareja que mantiene su cohesión interna y al mismo tiempo ejerce una poderosa influencia sobre el grupo social circundante, sobre todo si se trata de algún tipo de «organización», se convierte en modelo para la idealización pero también en blanco de la envidia edípica. El odio de esta organización a la pareja idealizada puede protegerla al obligar a los partenaires a unirse, y al enmascarar la proyección de su propia agresión mutua, no reconocida. En el momento que esta pareja se aleje del grupo pueda surgir una agresión profunda entre los partenaires que la disuelva.
Como hemos visto, una pareja que, por razones realistas o neuróticas, se aísla del grupo social circundante, corre el peligro de los efectos internos de la agresión mutua. El matrimonio parece entonces una cárcel, y al abrirse camino y unirse a un grupo quizá se asemeje a una huida a la libertad. La promiscuidad sexual que sigue a muchas separaciones y divorcios ejemplifica esa huida a la libertad y a la anarquía del grupo. Por la misma razón, el grupo puede convertirse en prisión para los miembros que no pueden o no se atreven a entrar en una relación estable de pareja.


Los conflictos psíquicos de la identidad de género.

Los conflictos psíquicos que manifiesta el transexual se sitúan en relación con el trastorno de la identidad de género anterior a la intervención psicoterapéutica y quirúrgica. El problema principal de la transexualidad conciernen al estado psíquico que impulsa al sujeto a realizar una castración mediante una intervención quirúrgica. Si bien en algunos transexuales la operación médica para la resignación de sexo trae un alivio, los datos siguen siendo insuficientes ya que no se disponen de historiales clínicos posoperatorios desde las diferentes ramas de la ciencia (médico, psiquiátrico, sociológico, psicoanalítico, etcétera) que comprenda al menos una década de seguimiento para una valoración veraz.
Regularmente estos sujetos después de la reasignación sexo-genérico, abandonan el tratamiento psicoterapéutico, posiblemente en un intento de olvidar, o ya no saber más de su angustiado pasado.
La complejidad de la sexualidad lleva a situaciones paradójicas, por ejemplo se puede observar a un transexual hombre que después de su resignación sexo-genérico en mujer adopte una homosexualidad femenina, es decir que únicamente mantenga vínculos o relaciones sexuales con mujeres. Por último, la experiencia ha permitido comprobar que al lado de estructuras rígidas sostenidas por una convicción casi delirante del sujeto en quien la intervención provocó cierto «alivio» psíquico, existen otros cuya transexualidad es una manifestación engañosa. En estos casos, la intervención suele ser seguida de exacerbadas manifestaciones ansiosas y depresivas que pueden llevar al suicidio. De ahí la necesidad de replantear las ideas en todos los campos que llevan a pensar que el trastorno de género es un estado “normal”, o que la intervención quirúrgica para la resignación sexo-genérico no conlleva graves consecuencias psíquicas, minimizando los «daños» que están implícitos.
Existen más preguntas que respuestas al respecto, y el campo de estudio es aun incipiente, sin investigaciones profundas sobre el tema, mientras que las decisiones que se toman ahora —sobre todo desde el campo de la psiquiatría— están motivadas marcadamente por presiones socio-culturales más que por estudios multidisciplinarios que nos acerquen a la verdad de cómo se estructura la identidad de género y las implicaciones que tiene sobre el sujeto.
Las descripciones de la transexualidad pone en primer plano el profundo malestar que padece el sujeto por pertenecer a un sexo que no es vivido como propio. Si bien, adoptan los gustos, las actitudes, la disposición convincente de identificarse con el sexo de su preferencia, esta identidad de género que pretende adquirir se observa francamente sobrecompensada.
El transexual mantiene una obsesión casi delirante por librarse de los atributos sexuales con los que nació, e intenta por todos los medios posibles deshacerse de ellos. En el caso de sujetos nacidos como varones esperan que la resignación sexo-genérico a mujer les aporte las satisfacciones sexuales que les faltan. No admiten la determinación cromosómica del sexo asignada biológicamente cuando es fecundado el óvulo por el espermatozoide. En conclusión, el sexo es impuesto por la naturaleza, reconocido y declarado a la sociedad por los padres, y autentificado por la vivencia del sujeto. Este último término puede tener un poder que los otros dos no le reconocen.
La era tecnológica nos he llevado hasta lo inconmensurable: padres que eligen el sexo de su hijo gracias a la manipulación genética y que posteriormente —cuando el vástago crezca— tenga la opción de cambiar su identidad sexo-genérico.
La menor de las paradojas de esta situación es que, aunque algunos profesionales de la salud mental siguen consideran el trastorno de la identidad de género como una anomalía psíquica, muchos de los transexuales no se sienten afectados por esto sino por el rechazo y confinamiento social, que es a quien le atribuyen, muchas veces, la ansiedad, depresión, etcétera que manifiestan.
Algunos transexuales que presentan delirios les sirve como mecanismo de “represión de la realidad”, algunos otros sin duda negarán estos delirios para contrariar esta afirmación.
En el sujeto nacido biológicamente mujer pero desea reasignarse como hombre se circunscribe a la castración ovárica, que no va acompañada de ninguna modificación aparente de los caracteres sexuales secundarios. Esto implica modificaciones variables y menores (en relación con los hombres que desean reasignarse como mujeres) casi siempre relacionadas con la repercusión psíquica de la situación más que con el efecto biológico directo. Asimismo las modificaciones consecutivas a la histerectomía obedecen indubitablemente a su impacto sobre la psique.


El masoquismo presente en el estilo de vida Swinger.

“Ningún acto de posesión debería ejercerse sobre un alma libre”. Donatien Alphonse François de Sade “Marqués de Sade”.

Regularmente el masoquismo sexual toma la forma de un guión actuado en el contexto de una relación objetal estable, sentida como segura. Las dinámicas inconscientes típicas, que se centran en conflictos edípicos, incluyen la necesidad de negar la angustia de castración y de apaciguar a un Superyó cruel para obtener una gratificación sexual que tiene significados incestuosos.
Los guiones inconscientes incluyen también la actuación de identificaciones conflictivas con el otro sexo (homosexualidad latente) y la identificación con un objeto incestuoso castigador y sádico.
La característica de “como si”, de interpretación teatral del guión sexual es común a todas las perversiones de índole masoquista.
La perversión sexual puede incluir la actuación simbólica de las experiencias de la Escena Primaria (por ejemplo el triángulo edípico) en la forma de un «ménage à trois»*, en la cual la mujer —regularmente— es obligada, o inducida, o persuadida, o convencida por su cónyuge a tener relaciones sexuales con un tercero, o bien presenciar el coito entre el esposo y el tercero, como condición para el coito y la gratificación sexual entre los consortes, posteriormente. En el primer caso, el esposo busca en primer plano brindarle mayor placer a su mujer (él se siente impedido en mayor o menor grado para satisfacerla) pero lo que realmente pretende a nivel inconsciente es sentirse humillado al ver a su esposa poseída en brazos de otro; en el segundo caso afrenta a su mujer, en el momento de presenciar como goza él con otra. La humillación es pieza fundamental del masoquismo, aunque generalmente es inconsciente.

*Ménage à trois, frase de origen francés, es un término que describe un acuerdo de tres personas para mantener relaciones sexuales y conformar un hogar. En un sentido más amplio, el término designa con frecuencia a un trío sexual cuyos miembros pueden formar o no una relación permanente. Sin embargo, su significado se ha extendido tanto que incluso puede ser entendido como cualquier relación de convivencia entre tres o más personas (estilo de vida Swinger).


​La vida cotidiana es una novela por excelencia.

“Fueron Arthur Schopenhauer y Friedrich Wilhelm Nietzsche quienes mejor hablaron en el siglo XVIII del amor… sin embargo, las únicas mujeres que frecuentaron trabajaban en burdeles”. Émile Michel Cioran.

El artista pasa en soledad casi la mayor parte de su vida, mientras mantiene un asiduo contacto con sus creaciones, y únicamente le es dado disfrutar de la anhelada multiplicidad de la vida, observando y escuchando sin participar directamente en ella, con el único fin de plasmarlo en sus obras de arte, cual si fuera un niño embelesado. Así, el genuino placer sólo lo será brindado a aquel que viva para disfrutar de la vida cotidiana y que se entregue libre y pródigamente. Todo aquel que se dedica a las bellas artes con una profunda devoción, roza sólo la vida; el artista plasma generalmente lo que no logra vivir, o sea, sus ilusiones y esperanzas, en vez de concretarlas en la realidad, las modela en el arte.
El sujeto que vive por y para el placer, es la antítesis de lo anterior, aunque le falta siempre la fuerza, la intuición de dar forma a lo que vive. Esa clase de sujetos se diluyen en el instante, en la realidad, y ese momento resulta ser efímero porque se mezcla inmediatamente con otros sucesos; el artista, en cambio, sabe eternizar el más nimio acontecimiento. Así que ambos extremos están apartados, aislados, en vez de fecundarse mutuamente; al uno le falta consagrarse al arte, al otro dedicarse a vivir. Paradoja irresoluble: los sujetos de acción, los que están inmersos en el placer, tendrían más cosas que contar que los poetas, pero no les es dado el talento para hacerlo. Los sujetos creadores, por el contrario, se ven forzados a imaginar y a imaginar mucho, porque lo que han vivido nunca es suficiente para narrarlo. Muy pocas veces la vida del poeta merece ser contada y, al revés; muy pocos hombres de vida accidentada tienen capacidad para escribirla.
La narración de Jacobo Casanova no es fantasía exprimida o imaginación, sino una realidad tangible que desboca, es decir, es la vida misma que nunca puede ser superada por las alas de la fantasía. La realidad siempre va un paso adelante de la ficción.
Casanova sólo tiene un trabajo, el más modesto que cabe al artista, y es hacer creíble lo que parece un imposible.


​La película erótica, psicoanálisis.

“En los inicios de un amor, los amantes hablan de futuro; en sus postrimerias, del pasado”. André Maurois.

Un filme erótico amenaza los límites de lo convencional, entiéndase convencional como películas aptas para todo público. La audiencia que observa un filme erótico donde la relación sexual está hábilmente disimulada, activa profundas prohibiciones contra la invasión a la pareja edípica (padre-madre) y la concomitante excitación suprimida o reprimida.
Lo que los sujetos observan en este tipo de películas implica un desafío al Superyó infantil y al Superyó de la etapa de la latencia. Las escenas vistas en una película erótica inducen a una excitación sexual, siempre y cuando los sujetos tengan tolerancia a los estímulos visuales de esta índole. Mientras que los espectadores que padecen inhibiciones sexuales severas, experimentarán aversión y asco durante el filme, ya que lo sienten como un ataque violento a sus valores morales, lo que denota un Superyó marcadamente cruel y despiadado.
El filme erótico puede cautivar al espectador con una tremenda fuerza por el hecho que el trama lleva una profunda subjetivación de los protagonistas con lo que se facilita la identificación del sujeto con alguno de los actores que inconscientemente representan a la pareja edípica de la infancia (padre-madre). Esta violación del tabú proveniente del Complejo de Edipo inspira entonces culpa, vergüenza y turbación. La identificación inconsciente con la conducta exhibicionista de los actores, aunado con los aspectos sádicos y masoquistas de los impulsos voyeuristas y exhibicionista respectivamente, producen un desafío que impacta sobre el Superyó del espectador.
El filme erótico —como arte visual— exige madurez emocional, capacidad para tolerar y disfrutar de la sexualidad, tolerancia para aceptar la combinación del erotismo y la ternura, integrar adecuadamente lo erótico en una relación sentimental y emocional compleja, con lo cual se logra una identificación con los actores y sus relaciones objetales manifestadas en la película, al ser receptivos de los valores éticos y estéticos implícitos en las escenas.
De un modo extraño, nuestra capacidad para identificarnos con la pareja enamorada de la película crea una nueva dimensión de privacidad que la protege y al mismo tiempo protege al espectador, en contraste con la destrucción de la intimidad y la privacidad que se opera en el filme pornográfico.
En el filme de arte, los elementos voyeuristas y exhibicionistas de la excitación sexual activada por el hecho de ser testigos (espectadores) de la intimidad sexual, y los elementos sádicos y masoquistas de esa invasión, quedan contenidos por la identificación con los personajes y sus valores. El espectador participa en la “Escena Primaria” mientras inconscientemente asume al mismo tiempo la responsabilidad de mantener la privacidad de la pareja. Los elementos agresivos de la sexualidad infantil perversa polimorfa se integran en la sexualidad edípica, y la agresión en el erotismo.
El arte erótico logra una síntesis de sensualidad, relaciones objetales profundas y sistemas de valores maduros, y aunque estén presentes los celos, la envidia, el odio y la agresión, no deja de reflejarse la capacidad a la tolerancia y consentir la ambivalencia de ambos partenaires para el compromiso y el amor apasionado. El filme erótico representa el Complejo de Edipo puesto en escena.


​La película pornográfica, psicoanálisis.

“Supuse que todo debía ceder a mis deseos, que el universo entero debía responder a mis caprichos y que tenía el derecho de satisfacerlos a mi voluntad”. Donatien Alphonse François de Sade, “Marqués de Sade”.

En el «guión» de las películas pornográficas hay una clara ausencia de funciones Superyoicas donde se subraya la ausencia de la vergüenza, característica de la sexualidad en la primera infancia, que está prácticamente abolida. Una vez que se acepta la ruptura de los valores convencionales y en particular de los valores individuales, la libertad respecto del juicio moral se duplica con la liberación respecto de la responsabilidad personal —esa liberación que Sigmund Freud ha señalado como característica de las masas—.
El espectador de estos filmes se identifica con actividades sexuales más que con interrelaciones humanas. La falta de ambigüedad, la carencia de sentido en la trama (casi inexistente) no permite ninguna fantasía adicional sobre la subjetividad de los protagonistas, por lo que esto contribuye a la mecanización del sexo.
La deshumanización de la relación sexual que es típica de la película pornográfica activa en el espectador —en especial cuando él o ella están en pareja o en grupo— sentimientos sexuales infantiles perversos polimorfos disociados de la ternura; entre ellos se cuentan los aspectos agresivos de la sexualidad pregenital, una degradación fetichista de la pareja, que en la intimidad sexual queda reducida a partes independientes corporales excitantes, y una implícita destrucción agresiva de la “Escena Primaria” en componentes sexuales aislados. En síntesis, lo erótico sufre una descomposición perversa, que tiende a destruir su vínculo con lo estético y también la idealización del amor romántico. En la medida en que el filme constituye un desafío radical a la moral convencional (de hecho, expresa una agresión profunda tanto contra el convencionalismo como contra la intimidad emocional) tiene también un valor psíquico de alto impacto. Pero incluso cuando un sujeto recurre a este tipo de películas para facilitar su excitación sexual en niveles primitivos de la experiencia emocional, la pornografía rápidamente se vuelve aburrida y contraproducente. La razón es que la disociación de la conducta sexual respecto de la compleja relación emocional de la pareja priva a la sexualidad de sus «implicaciones preedípicas y edípicas mismas que son la fuente del deseo sexual»; en síntesis, la escena vista en el filme pornográfico monótoniza el sexo.
Hay un paralelo entre el filme pornográfico y el deterioro del amor apasionado cuando en la relación sexual prevalecen los impulsos agresivos, cuando la agresión inconsciente destruye las relaciones objetales profundas y la falta de un Superyó integrado en cada partenaire facilita la disolución de la privacidad y la intimidad que provoca un sexo mecanizado. No es casual que la película pornográfica, que deliberadamente explota la disociación del sexo y la ternura, se termine experimentando (después del impacto inicial, sexualmente activador, del despliegue desafiante de una sexualidad perversa polimorfa) como mecánico y tedioso, del mismo modo que los sujetos que practican el estilo de vida Swinger al cabo de cierto tiempo experimentan una erosión de su capacidad para la excitación sexual como consecuencia del deterioro de sus relaciones objetales y la desestructuración del Complejo de Edipo.
También una de las características de la película pornográfica es que liberan a los espectadores de la carga pulsional implícita de la Escena Primaria invadida, pero al mismo tiempo existe la amenaza de confrontar la integración de la ternura y la sensualidad, que es intolerable para el Superyó en la etapa de la latencia. En este sentido, el filme pornográfico es lo opuesto de la película convencional (romántica-erótica) pero, paradójicamente, en todos los otros aspectos obedece al mismo dominio inconsciente del Superyó de la latencia. De hecho, aparte de la descripción de la interacción sexual, los filmes pornográficos tienden a ser sumamente parecidos (sin trama), y a menudo adoptan una aptitud “humorística” cuanto a la falta de comunicación de los participantes; esto le permite al espectador evitar cualquier reacción emocional o toma de conciencia profunda acerca de los elementos agresivos del contenido sexual de la película. La ausencia sorprendentemente sistemática de un marco estético refleja también la inexistencia de funciones Superyoicas maduras, lo que se expresa en la vulgaridad del decorado, de la música de acompañamiento, de los gestos y el ambiente en general. Lo típico es que el despliegue agresivo, la conducta voyeurista, el acto mecánico de penetrar y ser penetrado, la exhibición de los genitales y los fluidos que absorben y son absorbidos, contribuyen a la escisión del cuerpo humano en partes aisladas, cuya exhibición repetitiva indica un enfoque fetichista.
La descripción minuciosa que expresa Robert Jesse Stoller sobre los actores, directores y productores de filmes pornográficos ilustra dramáticamente sus experiencias traumáticas, agresivas, en particular de humillación y traumatización sexual en su infancia. Stoller dice que, para los involucrados en su producción, la pornografía representa un esfuerzo inconsciente por transformar esas experiencias mediante la expresión disociada de la sexualidad genital bajo el impacto de la sexualidad infantil perversa polimorfa. Aunque el filme pornográfico da la impresión de no ser como las películas convencionales, en uno y otras encontramos la misma disociación absoluta de los sexual y sensual respecto de los aspectos tiernos e idealizados del erotismo.


​La escena primaria y el origen del miedo en la sexualidad adulta.

Generalmente las mujeres tienen miedo a la gestación, parto y maternidad independientemente de las razones económicas, por las que también el hombre evitará engendrar hijos, pero en la mujer hay algo más: el miedo al dolor y al peligro que implica el embarazo, que se oponen al deseo instintivo y psíquico consciente e inconsciente de ser madres.
Este miedo tiene sus orígenes en la remota infancia de la niña. Una percepción, o mejor dicho, una aprehensión de los hechos biológicos constituyen uno de los fundamentos de esta actitud. En primer lugar, la frecuente observación y/o la escucha del coito entre los padres que contiene una representación marcadamente violenta, con la consecuencia de que el niño se identifica con uno de los dos, hecho que ha destacado Karen Horney.
Ahora bien, el niño (varón) dentro de su fantasía inconsciente al comparar su pequeño pene con el vagina materna, sufre una herida narcisista en su amor propio, en el sentido de su valor; pero la niña, por el contrario, al comparar su diminuta vagina con el gran pene paterno, teme el acto tan deseado por temor a una herida vital, y ¡con justa razón! Ya que la relación sexual, vía vaginal o anal entre un hombre adulto y una niña provoca dolorosos desgarramiento. Aquí tendrían también el origen de algunas implicaciones sexuales en los adultos, por una parte en la fantasía sexual de la mujer por ser penetrada por un pene de grandes dimensiones surge de la reminiscencia inconsciente la relación padre-hija con una tendencia masoquista; y por el otro lado de la preocupación que padecen los hombres en mayor o menor grado de no poseer el miembro viril lo suficientemente grande para satisfacer sexualmente a su partenaire tendría la reminiscencia inconsciente de la relación madre-hijo.
Karen Horney dice al respecto que la satisfacción imaginaria de los impulsos sexuales enfrenta al niño con el siguiente hecho, tan penoso para su amor propio: Mi pene es demasiado pequeño para mi madre; pero para la niña ello implica una destrucción corporal. Es por esta razón, conducida a los últimos fundamentos de orden biológico, que el temor del hombre frente a la mujer es de orden principalmente genital narcisista, pero el temor de la mujer es de orden fisiológico regularmente.


​La infancia del violador.

“Los niños comienzan por amar a sus padres. Cuando ya han crecido los juzgan , y algunas veces, hasta los perdonan”. Oscar Wilde.

No es casual que la el sujeto en el momento que comete la violación coloque a su víctima en posición a tergo o por sodomización. Simbólicamente marca la potencia viril y al mismo tiempo el signo referido ambivalente de la pasividad codiciada y renegada de la víctima.
Las conducta de violación que presenta el sujeto constituyen un ejemplo de lo que Sigmund Freud denominó «escisión del Yo». Recordemos la definición: «En lugar de una única actitud psíquica, hay dos; una, la normal, tiene en cuenta la realidad, mientras que la otra, por influencia de las pulsiones, separa al Yo de esta última».
Los medios de comunicación nos proporcionan ejemplos, hombres cuya inserción social es adecuada, en algunos casos hasta destacada, y las relaciones con su comunidad son apreciadas pero que de pronto nos enteramos por medio de la televisión, radio… que ha cometido abuso sexual o violación. La escisión del Yo es de tal magnitud en el violador que las personas cercanas a él no dan crédito de las noticias acerca de su siniestro comportamiento pues él se presenta ante los demás y a sí mismo con esa parte de su Yo que acepta la realidad, o por lo menos la parte de la realidad que no amenaza con poner en entredicho su funcionamiento psíquico, al precio de mantener con sus allegados relaciones prolongadas pero casi siempre superficiales. Pero hay otra realidad, inaceptable está por movilizar una angustia exacerbada relacionada con el abandono y el anonadamiento sufrido en su infancia a cargo de sus padres o quienes lo educaron, al mismo tiempo que moviliza también pulsiones imperativas dirigidas al objeto narcisista. La satisfacción de las pulsiones se cumple entonces en otro campo de la conciencia, razón por la cual el sujeto puede manifestar —aunque lo recuerde— que no fue él quien lo hizo, o en todo caso lo recuerda como un pasaje soñado en una pesadilla.
La escisión es un modo de defensa absolutamente particular, no específico, claro está, de los comportamientos de violación, y que contrapone dos partes de una misma instancia, el Yo; es, por lo tanto, totalmente diferente de la represión, que implica un conflicto entre instancias: oposición entre el Yo y el Ello.
La representación que tenga el niño de una madre fálica, es decir, todopoderosa, ambisexuada, podría ser una manera de precaverse del desastre de un anonadamiento posible. Sin embargo, cierta ambigüedad planea sobre numerosos escritos motivada casi siempre en la necesidad de objetivar las situaciones para tomarlas comprensibles, haciendo del niño y de la madre dos objetos separados mientras que, en los casos psicopatológicos, están ligados de manera tan inextricable que no se sabe dónde se encuentra la fuente pulsional.
¿La madre fálica es la que no deja espacio a la autonomía del niño, considerándolo precisamente como su propio falo y generando entonces en él una agresividad de protesta masculina dirigida a todas las mujeres? ¿O es el niño quien, en un movimiento de regresión y de rechazo de la separación, la hace omnipresente? En otros términos ¿Qué parte cumple la madre, en cuanto objeto real, sobre el destino de su hijo? Cualquiera sea el modo en que se establecen las cosas, en todos los casos de perversión y violación lo que se subraya es el papel preeminente de la «violencia» relacionada con las pulsiones eróticas.
Debe apuntarse a este respecto la postura peculiar de Robert Jesse Stoller, primeramente porque es uno de los pocos autores que sitúa a la violación en el marco de las perversiones considerándola una «cripto-perversión», una perversión disfrazada; después, entendiendo que la perversión representa «la forma erótica del odio», lo explica como respuesta a la atracción de una simbiosis con la madre, primer objeto de identificación; es decir, en una primera fase, como un deseo de ser mujer antes de devenir en ser un varón. Este odio se duplicaría en un revanchismo vinculado a los traumatismos sufridos en la primera infancia y provocados por la madre. Stoller, habla del miedo que padecen los violadores en una relación de intimidad con la mujer, obviamente no desde el punto de vista agresor-víctima, sino en un vínculo de pareja, donde después del coito parece surgir el espectro de la «imago materna arcaica». Esto nos induce a reconsiderar la construcción metapsicológica de la relación madre-niño, pero no como suele presentársela, o sea desde la perspectiva del miedo a la invasión por la madre fálica porque en el miedo a la intimidad, se trata en realidad de una representación de una mujer débil o, en todo caso, «deshecha». Esto nos remite a pensar sobre la mirada esquiva del perverso sobre el rostro de su pareja (no en sentido agresor-víctima) para no verla gozar, o bien a un nivel más profundo, negar el placer que siente ella.
Hay que reconsiderar entonces «el temor de derrumbe» al que alude Donald Woods Winnicott, analizado y comentado por Rene Roussillon.
En realidad, el temor de derrumbe futuro es, como sabemos, algo que se sitúa en el pasado pero que no pudo ser integrado por un Yo todavía demasiado frágil como resultado de la destrucción del objeto primario por los ataques del niño. Es necesario que el objeto sobreviva a fin de que la destructividad sea percibida como un fenómeno psíquico identificable como tal, y no como un derrumbe en el que todo se desploma. En función de estos datos, Roussillon propone considerar la tendencia a la destrucción y su repetición, no como una intolerancia a la frustración sino como el resultado de una «confusión primaria» entre el objeto y la fuente interna de destructividad, que genera una vivencia de un «Yo malo», núcleo persecutorio interno que apelará a la externalización repetida.
En el psicoanálisis se observa con bastante frecuencia que en los casos de conductas de violación, el sujeto siendo niño —futuro violador— no fue necesariamente él mismo la fuente de la destructividad sino que fue testigo impotente de la destrucción de la madre por un padre violento. La identificación narcisista con los dos protagonistas lo indujo entonces a vivir en una «confusión primaria de tres» donde se mezclan y se contradicen deseo de destruir y deseo de ser destruido, representados ambos en una escena primaria aterradora y reactivados en el estadio fálico, cuando la identidad sexuada tiene posibilidad de ser o de no ser. A quien se teme es, por lo tanto, a la madre débil, en tanto que la construcción de una madre fálica, secundaria, viene a paliar tanto la vivencia de derrumbe como el deseo de recibir el falo paterno, deseo que reduciría al sujeto a una identificación con la madre destruida. En realidad, es aventurado hablar de deseo cuando los movimientos se efectúan en un contexto de identificaciones primarias con enquistamientos narcisistas. Se trata más bien de necesidad de una madre todopoderosa para no ser destruido, pero de una madre que va entonces a destruir. Estamos en plena paradoja. Es comprensible la apelación a medios de defensa radicales cada vez que una situación de la realidad hace resurgir ese combate impracticable.


​El uso de preservativo como rechazo inconsciente hacia la pareja.

“Debemos aplicar violencia al objeto de nuestro deseo. Así, cuando se rinda, el placer será mayor”. Donatien Alphonse François de Sade, “Marqués de Sade”.

A manera de introducción podemos decir que el preservativo fue inventado con fines anticonceptivos, y posteriormente fue utilizado simultáneamente para prevenir enfermedades de transmisión sexual.
Ahora bien, a través del psicoanálisis se observa que el semen tiene ciertas peculiaridades para el sujeto con Estructura Perversa, donde representa un fluido sin valor, indiferente como si se tratara de la orina expulsada o como un líquido repugnante emanado del pene. Si profundizamos sobre la conducta que despliega el perverso en sus relaciones sexuales, confiesan un encuentro frío y monótono con su pareja, sobre todo en encuentros sexuales con desconocidos pues ni siquiera mantienen una conversación amena, y sí se suscita es enfocada sobre temas exclusivamente sexuales, donde preguntan o expresan sus preferencias o aversiones de índole sexual.
Cabe reiterar la posición que coloca el perverso siempre a su pareja: como «objeto de placer» (Goce).
Por el otro lado, existen algunos sujetos que después de practicar el sexo vía anal —sobre todo homosexuales— relacionan estrechamente el semen con una sustancia tóxica por ser la causante de la transmisión del virus de inmunodeficiencia (VIH).
Si es cierto que para la mayoría, el semen representa un fluido corporal integrante de la relación sexual, también podemos observar que para otros, esto no sucede así.
Para algunos sujetos la aversión al semen puede resultar de un rechazo inconsciente al partenaire por la connotación psíquica, producto de sus fantasmas, que le otorgan a dicho fluido.
Y por último, podemos observar en algunas mujeres, que al momento de exigir a su pareja el uso de preservativo, «supuestamente» por cuestiones anticonceptivas o de prevenir una enfermedad de transmisión sexual, realmente esconde un mecanismo de defensa de rechazo inconsciente hacia su partenaire, con la finalidad que su entrega sexual sea limitada. Es por eso que algunas mujeres, después de haber tenido una relación sexual insatisfactoria, humillante o se sintieron vejadas por el abandono posterior de la pareja, suelen afirmar con cierta vanidad: ¡Lo bueno que exigí usará preservativo! Frase que encierra el simbolismo sobre “algo” (preservativo) que estuvo de por medio, que impidió —para fortuna suya— que su entrega sexual no fuera total; argumento inverosímil para reestablecer su profunda herida narcisista.


El ser amado nos brinda satisfacción pero también es cierto que nos priva de ella.

“Al ver las cosas más de cerca no se las puede amar más que en la medida de su irrealidad”. Émile Michel Cioran.

El sujeto vive en “Falta” y esto no significa únicamente un vacío donde el deseo aspira a colmar sino más bien debe entenderse como un organizador del deseo. La Falta, es un núcleo de atracción pero al mismo tiempo provoca insatisfacción, sin esto el círculo del deseo enloquecería y entonces solamente el sujeto sentiría dolor.
Cierto grado de insatisfacción es indispensable para conservar adecuadamente el funcionamiento psíquico. Pero, ¿Cómo preservar esta Falta esencial? Y más aún, al ser necesaria tal Falta ¿Cómo mantenerla en los límites de lo soportable? En este caso es precisamente donde interviene el partenaire (ser al que nos une el amor) porque es él quien representa el objeto insatisfactorio del deseo y, por lo mismo, quien nos sirve de bastión organizador de tal deseo.
¿Cómo aceptar que el partenaire pueda tener la «función castradora» de limitar la satisfacción de su compañero sentimental? Sin duda este papel restrictivo del ser amado puede desconcertar, porque normalmente se atribuye al partenaire el poder de satisfacer todos los deseos y de procurar el placer anhelado. Pero ciertamente la pareja vive en una ilusión, verificada en parte, de que brinda más de lo que priva. Pero la función que desempeña el partenaire en el inconsciente de su pareja, asegura la consistencia psíquica por medio de la insatisfacción que hace surgir y no por la satisfacción que procura.
El partenaire insatisface porque al excitar el deseo en su contra parte, no puede o le resulta imposible —en última instancia— satisfacerlo completamente en todo, siempre habrá una o muchas cosas que no alcanza a satisfacer por más que se esfuerce, como cualquier ser humano, tiene límites o simplemente no quiere satisfacerlos del todo. Como ser humano se ve imposibilitado, y como neurótico, simplemente no quiere. Esta insatisfacción con el tiempo va en aumento, pero resulta necesaria para mantener el equilibrio psíquico y resituar el deseo.


​El objeto primario (madre) se encuentra presente en la violación.

“El porvenir de un hijo depende de su madre”. Napoleón Bonaparte.

Algunos sujetos con antecedentes de violación sexual pueden haber presentado con anterioridad al acto pesadillas con su madre de connotación agresiva o sexual. Aunque en parte el psicoanálisis tiene un indicio del origen del acto de violar: la violación se dirige inconscientemente a una madre temida y odiada; sin embargo los procesos psíquicos en juego no son tan sencillos y reclaman otros desarrollos imbricados.
Se ha puesto de manifiesto que generalmente los sujetos con antecedentes de violación sexual, a nivel consciente puede manifestar un amor desmedido hacia su madre, un vínculo tan estrecho que no puede imaginar una separación (conflicto individuación madre-hijo) por lo que estamos ante la presencia de una «unión simbiótica» que toma aleatoria la necesaria «desidentificación primaria». Todo esto es correcto, pero resultará incompleto mientras no hayamos comprendido la contradicción formal contenida en el proceso de marras.
Lo que aquí se nos revela es una madre a la vez buena y mala, lo cual sería harto banal y hasta recomendable si aquí ella no fuera, a la vez, «enteramente buena» y «enteramente mala», proposición imposible desde el punto de vista lógico; pero, precisamente, en el nivel de los procesos primarios (inconscientes) en que se desenvuelven las cosas, no estamos en la lógica.
Observemos que las cualidades en cuestión son lo bueno y lo malo y que, según los primeros elementos de «constitución del objeto» descritos por Sigmund Freud, lo bueno se guarda dentro de sí para formar el Yo-placer purificado, mientras que lo malo se expulsa. Pero en el tema aquí expuesto, el proceso parece estar bloqueado: lo bueno trae consigo lo malo, que vuelve a aparecer en el interior, no pudiendo el sujeto desembarazarse de ello; el sujeto lo quiere sin desearlo porque si no lo quisiera se encontraría sin nada, vacío, es decir sería inexistente.
Podemos atrevernos a decir que este sujeto es en parte él mismo gracias a la escisión del Yo, y en parte su madre, que vive dentro de él. Estamos muy cerca de L ’enfant de Qa (El hijo de Ello) al que se refieren Jean-Luc Donnet y Alan Green en relación con la psicosis blanca.
¿Por qué no hablar entonces como Melanie Klein, de la «madre buena» y la «madre mala»? Por temor a objetivar los procesos en una representación demasiado coherente que, aun siendo correcta, nos alejaría del punto de vista psicoanalítico. Lo que nos interesa es percatamos del terrible atolladero en el que se encuentra el sujeto en cuestión: si se le aparece la ternura con su víctima violada, lo malo pegotea con lo bueno resurgiendo rápidamente una angustia que literalmente lo enloquece.
Esta situación presenta, en suma, ciertos aspectos de la psicosis blanca descrita por Alan Green: “lo bueno es inaccesible o su presencia no es jamás duradera; lo malo es invasor y sólo deja breves respiros”.
Una de las soluciones entonces del sujeto es recurrir al «acting out» y descargar así una tensión insoportable, lo cual anula cualquier trabajo psíquico en el proceso secundario (consciente).


​La ilusión en las redes sociales.

“Lo más imperioso del ser humano: el deseo de reconocimiento”. Jacques-Marie Émile Lacan.

“Lo que vuelve tan tristes las grandes ciudades es que cada hombre quiere ser feliz, pero las oportunidades disminuyen a medida que el deseo crece. La búsqueda de la felicidad indica la distancia del paraíso, el grado de la caída humana”. Émile Michel Cioran.

Existen espacios en Internet dedicados para que los cibernautas se registren con la finalidad de conocer y relacionarse con otros usuarios, ya sea de manera virtual o personalmente. Estas plataformas virtuales ofrecen sus servicios para que sus usuarios puedan desde publicar o intercambiar puntos de vista sobre determinados temas, conocer nuevas amistades o posibles parejas sentimentales, hasta encuentros de tipo Swinger. En estas redes sociales cualquiera puede registrarse para inscribir su perfil y alojar información detallada sobre su persona, que no siempre resultar ser verdadera, incluso brindan la oportunidad de colocar fotografías para presentarse públicamente ante la mirada de otros, es decir, de todos aquellos que acceden al perfil en calidad de invitados, e incluso algunos mantienen su perfil abierto (libre acceso) lo que posibilita que cualquier persona registrada en la plataforma pueda consultarlo en cualquier momento.
Esa intimidad del sujeto que presenta como espectáculo público, con detalles de su vida privada —en su caso— hace un par de décadas era inconcebible hacerlo. Así, “conocer” a otros —si es que tal palabra es la adecuada para describir el fenómeno actual que se presenta en estas plataformas— en las cuales se inscriben cientos de usuarios diariamente para contactar de manera instantánea y práctica a otros que buscan gustos afines a los suyos.
Estos espacios virtuales son usados por los usuarios engañosamente, en mayor o menor medida respecto a la información personal que proporcionan, así como de las fotografías que muestran, es decir, que aquellos que se presentan en estas redes sociales están sometidos consciente o inconscientemente a lo que desean mostrar de sí a los demás, incluso si no corresponde a lo que le es propio, pueden tergiversar su información con total ilusión.
Por ejemplo, una mujer puede colocar fotografías haciéndose pasar por otra, o usar algún programa de diseño para modificar sustancialmente su propia fotografía, y pretender que el usuario que visite su perfil se haga una imagen a partir de ello. Asimismo puede presentar información que exagera sus cualidades y atributos. Se trata, pues, del reino de lo imaginario al servicio de la fantasía, con lo cual el sujeto experimenta la posibilidad de obtener lo que, al menos desde la perspectiva psicoanalítica, constituye uno de los deseos más imperiosos del ser humano: el deseo de reconocimiento (Jacques-Marie Émile Lacan).
Claro está, este deseo pone en riesgo de manera significativa el pacto social, el discurso que puede construir el lazo simbólico entre los sujetos, en tanto tiende a derivar en desilusión, indiferencia, burla… cuando no se encuentra el retorno de la imagen idealizada que se espera obtener con el reconocimiento del otro.


​Primero las mujeres, Casanova.

“La seducción es un reto a la inteligencia y a los sentidos que se agota en sí misma; la conquista tiene siempre que tener desenlace, un éxito o un fracaso”. Javier García Sánchez.

Jacobo Casanova no necesita estar enamorado para sentir un deseo apremiante, la sola proximidad o posibilidad de una aventura erótica le inquieta y le enciende la imaginación con ese placer que ya bien conoce; por ejemplo cuando Casanova se dirige a Nápoles para un asunto urgente de negocios, en su camino, en una hospedería, en una habitación por la que pasa, ve a una mujer hermosa —mentira— ni siquiera sabe si es hermosa, pues no la ha observado todavía porque la cubre los cobertores de la cama; pero ha oído una risa, una risa de mujer, y con eso es más que suficiente. Con olfato de sabueso la huele, mientras su imaginación se expande vertiginosamente en fantasías voluptuosas.
Nada sabe de ella: si es o no encantadora, atractiva o desagradable, soltera o casada, joven o vieja y, sin embargo, arroja ya su maleta bajo la mesa, hace desenganchar los caballos y se hospeda ahí mismo, «porque ya está enloquecido por la probabilidad, aunque minúscula, de una posible aventura».
Y así se comporta todo el tiempo y en cualquier lugar: tan insensatamente, dejando a un lado todos sus compromisos importantes por una mujer. Siempre está dispuesto a nuevas aventuras por pasar una noche o unas horas con cualquier fémina desconocida. Cuando desea no repara en el precio, ni en el tiempo, donde quiere conquistar no teme al rechazo, ni a la resistencia de la mujer. La pasión lo embriaga y sus efectos lo sentirán perfectamente cada una de sus partenaires.


​La posición del psicoanálista frente al psicoanalizado.

“Cuanto más se acerca el hombre a un deseo acariciado, más lo desea; y como no lo alcanza, mayor dolor siente” Nicolás Maquiavelo.

Es interesante observar que perversos y psicóticos se sienten especialmente atraídos por la posición que mantiene el psicoanálista; los primeros, porque la suposición de deseo y el efecto de angustia que conlleva se avienen con su impulso a corromper y a dividir al otro; los segundos, porque la suposición de saber otorgada al psicoanálista puede corroborar su íntima certeza de saber ¿Qué quiere el “Otro”?
Se debe asumir con resignación que querer eliminar pura y simplemente a estos sujetos de la profesión de psicoanálista sería un proyecto tan vano como pretender prohibir la profesión de pedagogo a los paidófilos, la de cirujano a los sádicos, la de enfermera a las histéricas…
Lo verdaderamente escandaloso no es esto sino el punto crucial es que la captación del deseo del psicoanálista ha de pasar forzosamente por la confrontación con el “fantasma sadiano”, confrontación impuesta, efectivamente, por una analogía estructural. Para persuadirse de ello, es suficiente con comparar, en la enseñanza de Jacques-Marie Émile Lacan, las fórmulas que propone para el fantasma sadiano, por una parte, y para el discurso del psicoanálista, por otra. O, en una perspectiva más directamente clínica, basta con leer los últimos escritos de Sandor Ferenczi, especialmente su “Diario Clínico”.
La relación psicoanalítica no es sin embargo, de por sí, una relación perversa; en principio es incluso todo lo contrario, y se debería poder definir el deseo del psicoanálista en estricta oposición al deseo del perverso. Pero, precisamente, tal oposición sólo puede captarse claramente a partir de los puntos en los que ambos deseos se entrecruzan, por lo que es de suma importancia determinar cuáles son estos puntos.
En la relación psicoanalítica ¿Hay algo capaz de evocar la relación del verdugo sadiano con su víctima? El planteamiento inicial de esta situación supone tal potencialidad, al menos como una cuestión concerniente a la afectividad del psicoanálista. Si el diario clínico muestra una percepción «aguda», es que, de entrada, el psicoanálista sólo sostiene su existencia y su función frente a la queja y el sufrimiento del paciente. Para que haya psicoanálista, ha de haber un sujeto que sufra, aunque esto tampoco resulta ser suficiente. Es preciso añadir que, a diferencia del terapeuta, médico, abogado, juez o sacerdote, quienes también reciben quejas, el psicoanálista, por su parte, no se queja: “No compadece a quien se queja”. Es insensible, como dice Ferenczi. La apatía del psicoanálista frente al sufrimiento por fuerza incitará al psicoanalizado a preguntarse lo que su “queja le inspira a su interlocutor, le llevará a suponer que puede hacerle Gozar”. De ahí el temor que con regularidad expresa el que sufre, al principio del psicoanálisis: ¿Acaso un psicoanálista —después de todo— no corre el riesgo de provocar un agravamiento aún mayor de su desgracia?
El psicoanálista no se siente obligado a anestesiar el sufrimiento, a reparar la injusticia o a dar a la queja un sentido redentor; sobre todo, no está ahí para «sufrir con el psicoanalizado», para compadecerlo. Su apatía se opone al pathos*. Semejante posición supone algo más que estoicismo**. En el sentido más fuerte del término, la posición del desprecio —si se procura entender como desprecio— no por el sujeto, sino por el pathos. El psicoanálista, en otras palabras, no concede al sufrimiento el valor que el sujeto sufriente, el sujeto psicopatológico, le otorga en su queja. Este desprecio es sólo la respuesta a una equivocación del psiconalizado.
Así se establece la primera analogía entre la posición del psicoanálista y la del “Amo Sadiano”. Lo que a este último le interesa no es, como demasiado a menudo se cree, el sufrimiento de su víctima. El sádico no busca simplemente hacer daño: quiere la división subjetiva que el sufrimiento permite hacer emerger en la víctima. Así, el psicoanálista y el Amo Sadiano tienen en común que ambos tratan de extraer el sujeto dividido del sujeto psicopatológico. Pero tal división sólo se revela verdaderamente mediante una partición entre el pathos y el logos***. Y la cuestión, precisamente, es saber qué ocurre con el logos en cada una de estas dos situaciones. En el relato sadiano, el héroe-verdugo obtiene un provecho de este reparto. La escena de tortura le permite, efectivamente, reapropiarse la totalidad del logos, dejándole a la víctima tan sólo un muñón de él: el grito. En la situación psicoanalítica, se produce exactamente lo inverso: el psicoanalizado dispone de casi toda la palabra, mientras que la parte del psicoanálista ¡se reduce a algunos suspiros y exhalaciones!

*Afecto vehemente del ánimo.

**Fortaleza o dominio sobre la propia sensibilidad.

***Discurso que da razón de las cosas.


El enamoramiento masoquista.

“Temed el amor de la mujer más que el odio del hombre”. Socrates.

Existen sujetos que presentan un enamoramiento masoquista por aferrarse a una relación imposible de concretar o de sostener por diversas circunstancias, mientras que sus demás relaciones objetales son marcadamente narcisistas. Por ejemplo, una mujer atractiva puede denigrar y desvalorizar sin tapujos a los hombres que se le acercan; mientras que únicamente le interesan los que poseen gran atractivo físico, prestigio social, riqueza… atributos que espera conseguir a través de la relación con ellos. Pero si uno de estos hombres la rechaza, el hecho puede desencadenar una grave depresión hasta intentos de suicidio, o bien intentar salir inmune negando completamente tal rechazo.
También está mujer puede disimular el interés sobre estos hombre que le interesan, llegando a interpretar de modo alucinatorio, durante mucho tiempo, cualquier gesto simplemente amistoso por parte de ellos como una señal que se encuentran perdidamente interesados en ella. Aunque no debe sorprendernos que, cuando alguno de estos hombres llega a corresponder el “amor” de esta mujer, en un breve período de tiempo termina por desvalorizarlo, tal como ha denigrado a todos los demás que no son de su interés. De hecho, su deseo creciente por este tipo de hombres, la lleva a emprender una búsqueda continua donde cada vez resultan más inaccesibles, y a montar inconscientemente una situación en la que sin duda iba a ser nuevamente rechazada, de modo que su investidura en el “hombre ideal” sigue intacta. En sus relaciones objetales con amistades o familiares se puede apreciar que presentan rasgos típicos de un trastorno narcisista de la personalidad.
En estos casos encontramos la proyección, no de un Ideal del Yo normal sobre el objeto amoroso inaccesible, sino de un sí mismo psicopatológico grandioso con un esfuerzo por establecer una relación que inconscientemente confirma la estabilidad de la propia grandiosidad de esta mujer. El psicoanálisis revela que esas relaciones amorosas masoquistas de las personalidades narcisistas pueden representar un esfuerzo inconsciente por consolidar una integración simbólica, dentro del sí mismo grandioso, tratando de establecer una unión simbólica con el objeto idealizado. En tales casos, lo común es que la relación con el objeto amoroso idealizado refleje una condensación de temas edípicos y preedípicos, el objeto amoroso edípico positivo idealizado y también el objeto amoroso preedípico superpuesto, sádico pero necesitado.


​Toxicomanía desde la perspectiva psicoanalítica y psiquiátrica (Tercera Parte).

“El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad sino en la patología, y tendría que tenderse en la camilla y dejarse curar”. Carl Gustav Jung.

Los toxicómanos tienen la íntima convicción de sentirse «normales» durante el efecto tóxico pero el consumo cotidiano no engendra experiencias espectaculares y triunfantes de alcance iniciático, al contrario de lo que pretenden ciertos clichés*. Los discursos de los toxicómanos inducen más bien la perspectiva de un proceso de «autoconservación». Y es sin duda una forma de «desvalimiento» la que se manifiesta cuando falta la sustancia tóxica, es como si el cuerpo, en lugar de modelarse en las «cadenas significantes», demandara la restitución de un órgano que «ligara» las excitaciones. Estas últimas suscitan un desvalimiento que da testimonio de un aumento de intolerancia de las tensiones intrapsiquicas. Por lo demás, las «recaídas» en ese tiempo de la abstinencia suelen sobrevenir como en respuesta a una suerte de fractura o quiebra. El consumo del tóxico reaparece posiblemente para restaurar una protección frente a acontecimientos o pensamientos que surgen de pronto o que es inminente e inevitable su llegada con una connotación amenazante, susceptibles de provocar angustia, terror o pánico. No hace falta decir que las modalidades de reaparición del consumo de la sustancia tóxica dependen igualmente de las circunstancias precisas de cada sujeto, pero este modelo de la efracción parece representar una constante del psicoanálisis cuando el uso de tóxicos se ha transformado en una operación del Farmakon.
¿Cómo se puede concebir esta efracción? Ella parece adquirir una forma de inteligibilidad si se la refiere al ­«repliegue narcisista» que la operación del Farmakon pone en práctica. Y, es casi siempre una suerte de semivigilia lo que el Farmakon provoca, con lo que engendra un retiro de las investiduras del mundo exterior. Ese repliegue narcisista que intenta ligar las excitaciones, signa el fracaso de una ­ligazón más estructurante; en realidad la noción de Sigmund Freud respecto de la efracción implica aquí una falta de anclaje del cuerpo en las «cadenas significantes».
Los toxicómanos suelen decir que consiguen recuperar sensaciones semejantes a las que se procuran, por ejemplo, con la heroína, si se mantienen en un estado de semivigilia. Y el insomnio es objeto de una queja pertinaz en muchos toxicómanos que se mantienen sobrios durante semanas ¿Será posiblemente que el Farmakon representa un agente de somnolencia? ¿Serán los toxicómanos como Hércules** que sueñan despiertos con grandes proezas? Si todo sujeto está atravesado por su propio sueño cuando vela, porque no sabe lo que dice cuando habla, otra cosa es esta errancía sonámbula de muchos toxicómanos, ya que sin duda que se trata aquí de conservar en la vida despierta una forma de percepción alucinatoria como en el sueño, bajo el efecto de una narcosis.
Los toxicómanos declaran también lo insoportable del acto de diferir y lo intolerable de la espera por la satisfacción. Así, esta errancia sonámbula se presenta como una experiencia de abolición de la temporalidad.
En la dependencia a la sustancia tóxica podemos observar que el Farmakon tiene la cualidad de introducir el orden en la realidad inmediata, es la dimensión de la ausencia la que resulta excluida. Además, posee un poder de borradura o de disolución de las representaciones, como un filtro para olvidar. Estos sujetos evocan continuamente la posibilidad de borrar imágenes, pensamientos, acontecimientos o decires gracias a esta operación del Farmakon que incluso parece encontrar su justificación más importante en ese beneficio. ¡Todo surgimiento de un corte o de una ruptura podría de tal modo resultar neutralizado, como si el Farmakon empujara a un ­«narcisismo absoluto»! Pero si esto lo abordamos desde el mito de Narciso ¿Qué es lo que mira Narciso en el estanque de agua, aparte de envilecerse con su propia imagen? Cuando observa más detenidamente, con mayor cautela… !Ya no alcanza a ver «nada»! ¿Será que el repliegue narcisista es tan profundo que ya no deja ver «nada»?
La operación del Farmakon parece revelar un mundo donde el toxicómano desea que sea esencialmente continuo. Lo intolerable en la abstinencia sería la irrupción de una discontinuidad, como un despertar abrupto que expulsara al soñante de su profundo letargo.
Estos enunciados conducen a una característica primordial del tóxico, bajo los rasgos de esta reversibilidad particular entre adentro y fuera. Estos estos «pasajes mágicos» entre «externo e ­interno», otorgan un testimonio de los discursos sobre el tóxico. Los toxicómanos adquieren —entre otras cosas— la dimensión de una intrusión masiva y muda de un afuera y adentro, o de la perspectiva de ciertas ­transferencias enigmáticas. Es justamente esta idea de una reversibilidad que introduce una forma continua, asociada a la abolición de las oposiciones distintivas.
Una abolición de las oposiciones distintivas parece constituir un aspecto Importante de la operación del Farmakon; es decir ella parece desenvolverse al margen del principio que reglamenta el orden del lenguaje.
Por último, los diferentes elementos descritos hacen pensar que la operación del Farmakon influye en condiciones de la percepción y de una satisfacción alucinatoria. El hombre debe pasar cada noche por la alucinación de su sueño, las toxicomanías, por su parte, engendran una satisfacción alucinatoria también del deseo. La operación del Farmakon pone al cuerpo al abrigo de toda diferencia: el día y la noche del cuerpo no son más que una misma superficie continua y todo efecto de ruptura resulta anulado. ¿Ninguna discordancia podrá perturbar ese circuito cerrado del retorno infatigable de un órgano que vuelve desde afuera? La abstinencia misma resucita ese órgano bajo los rasgos de un miembro fantasma. En este contexto, bien vemos que una «cura de desintoxicación» no podría rehabilitar a ningún «sujeto» separado de su objeto­ si el circuito de la operación del Farmakon puede resultar insuficiente, será entonces por otras razones que se determine la privación de la sustancia tóxica.
La operación del Farmakon puede fracasar aunque el sujeto siga consumiendo el tóxico, esto posiblemente podría ser el sentido de muchas ­sobredosís­. «Semejante fracaso supone que ese absoluto repliegue narcisista llega a donde ya no se puede mirar nada». Dicho de otro modo, el agujero provoca la angustia que ya no es colmada por la sobreinvestidura narcisista del órgano por lo tanto la abstinencia conserva alucinatoriamente la sustancia tóxica bajo la forma de un órgano ausente o doloroso.
En este caso el cuerpo no es ausentado ni es tejido por el lenguaje: se aprehende gracias a la operación del Farmakon en una esencial circularidad. Paralelamente a toda sobredeterminación del acto, el Farmakon tendría entonces el estatuto de un órgano que, ­cuando restituido, restablece la ilusión de un narcisismo absoluto.

*Cliché: Frase, expresión, acción o idea que ha sido usada en exceso, hasta el punto en que pierde la fuerza o novedad pretendida.

**Hércules: Las características principales atribuidas a este personaje mitológico son la fuerza, el valor, la ingenuidad y sus proezas sexuales.