“Cuanto más se acerca el hombre a un deseo acariciado, más lo desea; y como no lo alcanza, mayor dolor siente” Nicolás Maquiavelo.
Es interesante observar que perversos y psicóticos se sienten especialmente atraídos por la posición que mantiene el psicoanálista; los primeros, porque la suposición de deseo y el efecto de angustia que conlleva se avienen con su impulso a corromper y a dividir al otro; los segundos, porque la suposición de saber otorgada al psicoanálista puede corroborar su íntima certeza de saber ¿Qué quiere el “Otro”?
Se debe asumir con resignación que querer eliminar pura y simplemente a estos sujetos de la profesión de psicoanálista sería un proyecto tan vano como pretender prohibir la profesión de pedagogo a los paidófilos, la de cirujano a los sádicos, la de enfermera a las histéricas…
Lo verdaderamente escandaloso no es esto sino el punto crucial es que la captación del deseo del psicoanálista ha de pasar forzosamente por la confrontación con el “fantasma sadiano”, confrontación impuesta, efectivamente, por una analogía estructural. Para persuadirse de ello, es suficiente con comparar, en la enseñanza de Jacques-Marie Émile Lacan, las fórmulas que propone para el fantasma sadiano, por una parte, y para el discurso del psicoanálista, por otra. O, en una perspectiva más directamente clínica, basta con leer los últimos escritos de Sandor Ferenczi, especialmente su “Diario Clínico”.
La relación psicoanalítica no es sin embargo, de por sí, una relación perversa; en principio es incluso todo lo contrario, y se debería poder definir el deseo del psicoanálista en estricta oposición al deseo del perverso. Pero, precisamente, tal oposición sólo puede captarse claramente a partir de los puntos en los que ambos deseos se entrecruzan, por lo que es de suma importancia determinar cuáles son estos puntos.
En la relación psicoanalítica ¿Hay algo capaz de evocar la relación del verdugo sadiano con su víctima? El planteamiento inicial de esta situación supone tal potencialidad, al menos como una cuestión concerniente a la afectividad del psicoanálista. Si el diario clínico muestra una percepción «aguda», es que, de entrada, el psicoanálista sólo sostiene su existencia y su función frente a la queja y el sufrimiento del paciente. Para que haya psicoanálista, ha de haber un sujeto que sufra, aunque esto tampoco resulta ser suficiente. Es preciso añadir que, a diferencia del terapeuta, médico, abogado, juez o sacerdote, quienes también reciben quejas, el psicoanálista, por su parte, no se queja: “No compadece a quien se queja”. Es insensible, como dice Ferenczi. La apatía del psicoanálista frente al sufrimiento por fuerza incitará al psicoanalizado a preguntarse lo que su “queja le inspira a su interlocutor, le llevará a suponer que puede hacerle Gozar”. De ahí el temor que con regularidad expresa el que sufre, al principio del psicoanálisis: ¿Acaso un psicoanálista —después de todo— no corre el riesgo de provocar un agravamiento aún mayor de su desgracia?
El psicoanálista no se siente obligado a anestesiar el sufrimiento, a reparar la injusticia o a dar a la queja un sentido redentor; sobre todo, no está ahí para «sufrir con el psicoanalizado», para compadecerlo. Su apatía se opone al pathos*. Semejante posición supone algo más que estoicismo**. En el sentido más fuerte del término, la posición del desprecio —si se procura entender como desprecio— no por el sujeto, sino por el pathos. El psicoanálista, en otras palabras, no concede al sufrimiento el valor que el sujeto sufriente, el sujeto psicopatológico, le otorga en su queja. Este desprecio es sólo la respuesta a una equivocación del psiconalizado.
Así se establece la primera analogía entre la posición del psicoanálista y la del “Amo Sadiano”. Lo que a este último le interesa no es, como demasiado a menudo se cree, el sufrimiento de su víctima. El sádico no busca simplemente hacer daño: quiere la división subjetiva que el sufrimiento permite hacer emerger en la víctima. Así, el psicoanálista y el Amo Sadiano tienen en común que ambos tratan de extraer el sujeto dividido del sujeto psicopatológico. Pero tal división sólo se revela verdaderamente mediante una partición entre el pathos y el logos***. Y la cuestión, precisamente, es saber qué ocurre con el logos en cada una de estas dos situaciones. En el relato sadiano, el héroe-verdugo obtiene un provecho de este reparto. La escena de tortura le permite, efectivamente, reapropiarse la totalidad del logos, dejándole a la víctima tan sólo un muñón de él: el grito. En la situación psicoanalítica, se produce exactamente lo inverso: el psicoanalizado dispone de casi toda la palabra, mientras que la parte del psicoanálista ¡se reduce a algunos suspiros y exhalaciones!
*Afecto vehemente del ánimo.
**Fortaleza o dominio sobre la propia sensibilidad.
***Discurso que da razón de las cosas.
Es interesante observar que perversos y psicóticos se sienten especialmente atraídos por la posición que mantiene el psicoanálista; los primeros, porque la suposición de deseo y el efecto de angustia que conlleva se avienen con su impulso a corromper y a dividir al otro; los segundos, porque la suposición de saber otorgada al psicoanálista puede corroborar su íntima certeza de saber ¿Qué quiere el “Otro”?
Se debe asumir con resignación que querer eliminar pura y simplemente a estos sujetos de la profesión de psicoanálista sería un proyecto tan vano como pretender prohibir la profesión de pedagogo a los paidófilos, la de cirujano a los sádicos, la de enfermera a las histéricas…
Lo verdaderamente escandaloso no es esto sino el punto crucial es que la captación del deseo del psicoanálista ha de pasar forzosamente por la confrontación con el “fantasma sadiano”, confrontación impuesta, efectivamente, por una analogía estructural. Para persuadirse de ello, es suficiente con comparar, en la enseñanza de Jacques-Marie Émile Lacan, las fórmulas que propone para el fantasma sadiano, por una parte, y para el discurso del psicoanálista, por otra. O, en una perspectiva más directamente clínica, basta con leer los últimos escritos de Sandor Ferenczi, especialmente su “Diario Clínico”.
La relación psicoanalítica no es sin embargo, de por sí, una relación perversa; en principio es incluso todo lo contrario, y se debería poder definir el deseo del psicoanálista en estricta oposición al deseo del perverso. Pero, precisamente, tal oposición sólo puede captarse claramente a partir de los puntos en los que ambos deseos se entrecruzan, por lo que es de suma importancia determinar cuáles son estos puntos.
En la relación psicoanalítica ¿Hay algo capaz de evocar la relación del verdugo sadiano con su víctima? El planteamiento inicial de esta situación supone tal potencialidad, al menos como una cuestión concerniente a la afectividad del psicoanálista. Si el diario clínico muestra una percepción «aguda», es que, de entrada, el psicoanálista sólo sostiene su existencia y su función frente a la queja y el sufrimiento del paciente. Para que haya psicoanálista, ha de haber un sujeto que sufra, aunque esto tampoco resulta ser suficiente. Es preciso añadir que, a diferencia del terapeuta, médico, abogado, juez o sacerdote, quienes también reciben quejas, el psicoanálista, por su parte, no se queja: “No compadece a quien se queja”. Es insensible, como dice Ferenczi. La apatía del psicoanálista frente al sufrimiento por fuerza incitará al psicoanalizado a preguntarse lo que su “queja le inspira a su interlocutor, le llevará a suponer que puede hacerle Gozar”. De ahí el temor que con regularidad expresa el que sufre, al principio del psicoanálisis: ¿Acaso un psicoanálista —después de todo— no corre el riesgo de provocar un agravamiento aún mayor de su desgracia?
El psicoanálista no se siente obligado a anestesiar el sufrimiento, a reparar la injusticia o a dar a la queja un sentido redentor; sobre todo, no está ahí para «sufrir con el psicoanalizado», para compadecerlo. Su apatía se opone al pathos*. Semejante posición supone algo más que estoicismo**. En el sentido más fuerte del término, la posición del desprecio —si se procura entender como desprecio— no por el sujeto, sino por el pathos. El psicoanálista, en otras palabras, no concede al sufrimiento el valor que el sujeto sufriente, el sujeto psicopatológico, le otorga en su queja. Este desprecio es sólo la respuesta a una equivocación del psiconalizado.
Así se establece la primera analogía entre la posición del psicoanálista y la del “Amo Sadiano”. Lo que a este último le interesa no es, como demasiado a menudo se cree, el sufrimiento de su víctima. El sádico no busca simplemente hacer daño: quiere la división subjetiva que el sufrimiento permite hacer emerger en la víctima. Así, el psicoanálista y el Amo Sadiano tienen en común que ambos tratan de extraer el sujeto dividido del sujeto psicopatológico. Pero tal división sólo se revela verdaderamente mediante una partición entre el pathos y el logos***. Y la cuestión, precisamente, es saber qué ocurre con el logos en cada una de estas dos situaciones. En el relato sadiano, el héroe-verdugo obtiene un provecho de este reparto. La escena de tortura le permite, efectivamente, reapropiarse la totalidad del logos, dejándole a la víctima tan sólo un muñón de él: el grito. En la situación psicoanalítica, se produce exactamente lo inverso: el psicoanalizado dispone de casi toda la palabra, mientras que la parte del psicoanálista ¡se reduce a algunos suspiros y exhalaciones!
*Afecto vehemente del ánimo.
**Fortaleza o dominio sobre la propia sensibilidad.
***Discurso que da razón de las cosas.
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