Social

"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

martes, 14 de noviembre de 2017

​La infancia del violador.

“Los niños comienzan por amar a sus padres. Cuando ya han crecido los juzgan , y algunas veces, hasta los perdonan”. Oscar Wilde.

No es casual que la el sujeto en el momento que comete la violación coloque a su víctima en posición a tergo o por sodomización. Simbólicamente marca la potencia viril y al mismo tiempo el signo referido ambivalente de la pasividad codiciada y renegada de la víctima.
Las conducta de violación que presenta el sujeto constituyen un ejemplo de lo que Sigmund Freud denominó «escisión del Yo». Recordemos la definición: «En lugar de una única actitud psíquica, hay dos; una, la normal, tiene en cuenta la realidad, mientras que la otra, por influencia de las pulsiones, separa al Yo de esta última».
Los medios de comunicación nos proporcionan ejemplos, hombres cuya inserción social es adecuada, en algunos casos hasta destacada, y las relaciones con su comunidad son apreciadas pero que de pronto nos enteramos por medio de la televisión, radio… que ha cometido abuso sexual o violación. La escisión del Yo es de tal magnitud en el violador que las personas cercanas a él no dan crédito de las noticias acerca de su siniestro comportamiento pues él se presenta ante los demás y a sí mismo con esa parte de su Yo que acepta la realidad, o por lo menos la parte de la realidad que no amenaza con poner en entredicho su funcionamiento psíquico, al precio de mantener con sus allegados relaciones prolongadas pero casi siempre superficiales. Pero hay otra realidad, inaceptable está por movilizar una angustia exacerbada relacionada con el abandono y el anonadamiento sufrido en su infancia a cargo de sus padres o quienes lo educaron, al mismo tiempo que moviliza también pulsiones imperativas dirigidas al objeto narcisista. La satisfacción de las pulsiones se cumple entonces en otro campo de la conciencia, razón por la cual el sujeto puede manifestar —aunque lo recuerde— que no fue él quien lo hizo, o en todo caso lo recuerda como un pasaje soñado en una pesadilla.
La escisión es un modo de defensa absolutamente particular, no específico, claro está, de los comportamientos de violación, y que contrapone dos partes de una misma instancia, el Yo; es, por lo tanto, totalmente diferente de la represión, que implica un conflicto entre instancias: oposición entre el Yo y el Ello.
La representación que tenga el niño de una madre fálica, es decir, todopoderosa, ambisexuada, podría ser una manera de precaverse del desastre de un anonadamiento posible. Sin embargo, cierta ambigüedad planea sobre numerosos escritos motivada casi siempre en la necesidad de objetivar las situaciones para tomarlas comprensibles, haciendo del niño y de la madre dos objetos separados mientras que, en los casos psicopatológicos, están ligados de manera tan inextricable que no se sabe dónde se encuentra la fuente pulsional.
¿La madre fálica es la que no deja espacio a la autonomía del niño, considerándolo precisamente como su propio falo y generando entonces en él una agresividad de protesta masculina dirigida a todas las mujeres? ¿O es el niño quien, en un movimiento de regresión y de rechazo de la separación, la hace omnipresente? En otros términos ¿Qué parte cumple la madre, en cuanto objeto real, sobre el destino de su hijo? Cualquiera sea el modo en que se establecen las cosas, en todos los casos de perversión y violación lo que se subraya es el papel preeminente de la «violencia» relacionada con las pulsiones eróticas.
Debe apuntarse a este respecto la postura peculiar de Robert Jesse Stoller, primeramente porque es uno de los pocos autores que sitúa a la violación en el marco de las perversiones considerándola una «cripto-perversión», una perversión disfrazada; después, entendiendo que la perversión representa «la forma erótica del odio», lo explica como respuesta a la atracción de una simbiosis con la madre, primer objeto de identificación; es decir, en una primera fase, como un deseo de ser mujer antes de devenir en ser un varón. Este odio se duplicaría en un revanchismo vinculado a los traumatismos sufridos en la primera infancia y provocados por la madre. Stoller, habla del miedo que padecen los violadores en una relación de intimidad con la mujer, obviamente no desde el punto de vista agresor-víctima, sino en un vínculo de pareja, donde después del coito parece surgir el espectro de la «imago materna arcaica». Esto nos induce a reconsiderar la construcción metapsicológica de la relación madre-niño, pero no como suele presentársela, o sea desde la perspectiva del miedo a la invasión por la madre fálica porque en el miedo a la intimidad, se trata en realidad de una representación de una mujer débil o, en todo caso, «deshecha». Esto nos remite a pensar sobre la mirada esquiva del perverso sobre el rostro de su pareja (no en sentido agresor-víctima) para no verla gozar, o bien a un nivel más profundo, negar el placer que siente ella.
Hay que reconsiderar entonces «el temor de derrumbe» al que alude Donald Woods Winnicott, analizado y comentado por Rene Roussillon.
En realidad, el temor de derrumbe futuro es, como sabemos, algo que se sitúa en el pasado pero que no pudo ser integrado por un Yo todavía demasiado frágil como resultado de la destrucción del objeto primario por los ataques del niño. Es necesario que el objeto sobreviva a fin de que la destructividad sea percibida como un fenómeno psíquico identificable como tal, y no como un derrumbe en el que todo se desploma. En función de estos datos, Roussillon propone considerar la tendencia a la destrucción y su repetición, no como una intolerancia a la frustración sino como el resultado de una «confusión primaria» entre el objeto y la fuente interna de destructividad, que genera una vivencia de un «Yo malo», núcleo persecutorio interno que apelará a la externalización repetida.
En el psicoanálisis se observa con bastante frecuencia que en los casos de conductas de violación, el sujeto siendo niño —futuro violador— no fue necesariamente él mismo la fuente de la destructividad sino que fue testigo impotente de la destrucción de la madre por un padre violento. La identificación narcisista con los dos protagonistas lo indujo entonces a vivir en una «confusión primaria de tres» donde se mezclan y se contradicen deseo de destruir y deseo de ser destruido, representados ambos en una escena primaria aterradora y reactivados en el estadio fálico, cuando la identidad sexuada tiene posibilidad de ser o de no ser. A quien se teme es, por lo tanto, a la madre débil, en tanto que la construcción de una madre fálica, secundaria, viene a paliar tanto la vivencia de derrumbe como el deseo de recibir el falo paterno, deseo que reduciría al sujeto a una identificación con la madre destruida. En realidad, es aventurado hablar de deseo cuando los movimientos se efectúan en un contexto de identificaciones primarias con enquistamientos narcisistas. Se trata más bien de necesidad de una madre todopoderosa para no ser destruido, pero de una madre que va entonces a destruir. Estamos en plena paradoja. Es comprensible la apelación a medios de defensa radicales cada vez que una situación de la realidad hace resurgir ese combate impracticable.


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