Rosa Askenchuk señala: “El adicto ya no es un contestatario social sino el símbolo de la hiperadaptación, casi de la normalidad”.
El sujeto vive en un entorno social donde la felicidad pareciera estar al alcance de la mano. El mercado de consumo a través de una publicidad invasiva le ha implantado al sujeto la creencia que la “felicidad es sinónimo de comprar” cualquier clase de artículos o servicios: entre más caro mayor dicha. En este contexto, donde lo que vale son los artículos o servicios, el toxicómano funciona, hiperadaptándose a los lineamientos que el sistema capitalista subliminalmente lo induce.
La propuesta de las grandes empresas a los sujetos contiene dos aspectos, uno lo expresan abiertamente: adquirir los artículos o servicios que ofrecen y alcanzar con eso, ese bienestar tan anhelado. Pero por otro lado, de manera oculta, los artículos o servicios que brindan son efímeros, con lo cual frustran al consumidor pero al mismo tiempo lo alientan para que su deseo crezca infinitamente: el dispositivo móvil comprado hoy —novedad— en seis meses ya es una reliquia, dentro de doce meses empieza a fallar, o incluso ya no funciona. Es así como el sistema capitalista induce al Goce, y el toxicómano lo hace puntualmente, aunque tenga que pagarlo con su propia vida.
Desde esta perspectiva la toxicomanía —o mejor dicho, el fenómeno de la toxicomanía— deja de ser el aquel padecimiento por efecto del consumo de una droga ilegal, ahora el consumo desmedido se extiende a infinidad de sustancias o servicios producidas por la ciencia y la tecnología, destinados directamente a disminuir la angustia que genera el dolor de vivir en esta era de la globalización .
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