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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

viernes, 2 de junio de 2017

La demanda de amor del toxicómano.

En el psicoanálisis es común observar ciertos puntos que se repiten en la historia individual de cada toxicómano, algo que tiene que ver con el vínculo madre-hijo.
Para iniciar asistimos a la reincidencia del sujeto con el consumo de la sustancia tóxica en el momento que tiene una cierta estabilidad y bienestar, y empieza a dar los primeros pasos para la concreción de algunos anhelos pendientes. Lo que comienza a delinear el retorno al consumo tiene una función tranquilizadora, ya que ante la posibilidad de alcanzar lo deseado se incrementa la excitación, excitación que debe apaciguarse por medio del efecto de la sustancia tóxica.
Este incremento de excitación se torna insoportable para el sujeto produciéndose el pasaje al acto “acting out” (drogarse) como un intento de "volver a cero" y con eso reiniciar.
El discurso del toxicómano regularmente expresa una queja en contra de su madre: desamor y despreocupación durante la infancia y/o adolescencia del sujeto. Asimismo manifiesta dolor por sentirse no querido y abandonado por su progenitora, sosteniendo un reclamo amoroso que nunca ha sido posible satisfacer. Esta repetición de la búsqueda de un «amor incondicional materno» se va repitiendo en las relaciones afectivas con su partenaire en las cuales siempre termina decepcionado porque le han “pagado mal” sus atenciones amorosos hacia con ellas; o incluso puede replegarse para evitar cualquier tipo de romance. Finalmente terminan temerosos o desconfiados de volverlo a intentar.
Ahora bien, estos sujetos expresan regularmente que su madre les prestaba poca atención “porque trabajaba fuera de casa todo el día”, o “porque estaba atendiendo todo el tiempo las labores de hogar” y nunca tenía el tiempo necesario para estar junto a él y ayudarle en las dificultades que atravesaba en esos momentos.
Llegado a este punto es preciso que el psicoanalista pregunte al toxicómano si en verdad la madre no le prestaba la atención reclamada por “malevolencia” o por “imposibilidad”; o si su progenitora presentaba un perfil narcisista que determinaba la dificultad para brindarle el amor y atención que requería. O sea la madre ¿no podía? o ¿no quería? Ante esta pregunta el toxicómano puede comprender que el “no poder” tiene que ver una “limitación materna”, algo que es posible entender racionalmente. Mientras el “no querer” tiene que ver con la subjetividad de la madre, como consecuencia de la dinámica familiar que tuvo en su infancia y adolescencia, que influyó decisivamente en su personalidad. Algo un tanto más difícil de comprender para el toxicómano, pero recordando la frase: “Quien sabe todo, todo perdona”, es algo sobre lo que debería reflexionar.
Aunque el toxicómano acepte —con cierta dificultad— que su madre tiene muchas limitaciones, inconscientemente la sigue percibiendo “omnipotente”. Para aceptar esta limitación es necesario “dejarla ir” simbólicamente hablando, pero esto provoca afrontar la soledad, soledad que se ratificaba con el consumo de la sustancia tóxica.
La repetición del consumo de la sustancia tóxica se activa porque reaparece inconscientemente el deseo incestuoso y únicamente el tóxico es el medio que puede cancelar el acto. A costa del toxicómano, anula la posibilidad de desplegar su Deseo*, y con ello preserva la integridad de la omnipotencia del “Otro Materno”.
Desde el punto de vista del psicoanálisis esto marca un momento crucial en el desarrollo de la «cura», en tanto que el producir el acto de destitución del “Otro Materno” lo deja en una situación de desamparo. Ante esto se abren dos posibilidades: Llegar a transformar el desamparo en la soledad que abre las puertas a la búsqueda de satisfacción del Deseo, implicando esto la producción de un acto que inscriba una marca de diferencia en la posición del sujeto.
Desplazándose de la dependencia infantil y la agotadora búsqueda de un amor incondicional que asegura la presencia y el amparo del Otro Materno, aun en el desamor que es negado, en última instancia, por el fantasma de que “mi madre no me atendió porque no quiso, no porque no podía”, con la posibilidad de una “autorización de sí mismo” que lo ubique en la responsabilidad subjetiva de sus actos.
Y la otra posibilidad es abandonar el psicoanálisis intentando —la más de las veces de un modo fallido— recomponer la situación inicial de sus anhelos a través de la intoxicación.
Es importante que los padres sepan que comienza otro tiempo cuando nace un hijo, esa vida significa un nuevo inicio, otra particularidad de la que no son dueños. Por eso el nacimiento de un hijo acontece sobre todo en su «aceptación», no tanto en el «deseo», sino en la aceptación, porque el deseo de los padres no puede contar con el deseo del hijo, pero una vez que éste viene al mundo hay ya otro Deseo que hay que aceptar. Esta es la más nítida figura de lo que en la clínica psicoanalítica se llama “Castración”: hay otro Deseo. Sin esa aceptación, la vida familiar no sólo se convierte en un tormento, sino se vuelve infernal, un infierno de exigencias, de amores ciegos y dependencias selladas; la relación con el Deseo se convierte entonces en sobreprecio y la satisfacción que provoque se verá ligada al daño y a la culpa.
La soledad da una cierta posibilidad al amor, no por ser un castigo, ni el amor una queja o una mera reivindicación.
Condenado todo el tiempo a la decepción, a la negación, que presidió la relación del infante con la madre, es tomar la «soledad como punto de partida», esto no significa que el sujeto presuma de autosuficiencia, ni que tema todo el tiempo ser abandonado, y que tampoco se reduzca a la decepción."

*A partir de la línea de la hipótesis de Sigmund Freud, según la cual el “deseo” pone en movimiento el aparato psíquico de acuerdo con la percepción de lo agradable y de lo desagradable, Jacques-Marie Émile Lacan ubica el “Deseo” en la carencia esencial que el niño experimenta una vez separado de la madre. Al no poder satisfacer esta falta, el deseo será llevado hacia sustitutos de la madre que la “Ley Paterna” prohíbe, para impedir la identificación del niño con la madre. Reprimida, desconocida, la pulsión es sustituible por un símbolo que encuentra su expresión en la demanda de conocer, de poseer. Las demandas, siempre insatisfechas, remiten a los deseos siempre reprimidos, y estos deseos se entretejen en una trama sin fines de asociación. El ejemplo de la anorexia mental, o rechazo de la nutrición, puede ilustrar esta implicación entre necesidad, deseo y demanda. La solicitud del niño de alimento manifiesta una necesidad orgánica, pero, más profundamente, se puede rastrear a una demanda de amor. La madre puede entender la verdadera demanda y abrazar al niño, negándole la comida, o bien puede creer simplemente en la necesidad y disponer la comida sin haber comprendido la verdadera demanda. Atiborrar al niño, satisfacer sus necesidades o impedirlas más acá y más allá de su demanda, lleva a sofocar la demanda de amor. La única salida para el niño, entonces, es rechazar el alimento para hacer brotar, por vías negativas, sus demandas de amor: “Es el niño al que alimentan con más amor –escribe Lacan– el que rechaza el alimento y juega con su rechazo como un deseo (anorexia mental). Confines donde se capta como en ninguna otra parte que el odio paga al amor, pero donde es la ignorancia la que no se perdona”. De esta forma Lacan ubica al deseo entre la necesidad y la demanda, distinguiéndolo de la primera porque la necesidad mira hacia un objeto específico y se satisface con éste, y de la segunda porque, al exigir un reconocimiento absoluto, el deseo trata de imponerse sin considerar al “otro” al cual se dirige la demanda.

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