La puesta en juego de las constelaciones sintomáticas, o sea el displacer que presenta el toxicómano, tendrán como escenario imaginario las relaciones vinculares con los otros (madre padre, hermanos y entorno social) seres humanos"; lo que producirá el malestar que aqueja al sujeto.
Este malestar que se evidencia en la repetición de los aspectos negativos aprendidos en la infancia es el modo de expresión de las dificultades del sujeto con respecto a su “deseo”, situación ésta que se tratará de resolver de, por lo menos, tres maneras.
Primero, construyendo un sistema de ideas que le permita seguir en una posición de prescindir con respecto a su producción, achacando él mismo al desamor, a la falta de reconocimiento o, simplemente, a la malevolencia de los otros; intentando borrar cualquier compromiso subjetivo en esta producción.
Segundo, recurriendo a la sustancia tóxica (legal o ilegal) como medio de supresión del malestar y, por supuesto, sosteniendo el sistema de ideas que le permita seguir sosteniendo la no responsabilidad con respecto a las dificultades que se le presentan como insuperables y emanadas siempre de los otros.
Tercero, reconociendo que ese malestar se relaciona con dificultades subjetivas que lo producen.
Tan sólo será posible abordar la cuestión cuando el sujeto puede reconocerse en su dificultad e interrogarse con respecto a la misma.
En general, esto es algo a producir en las entrevistas preliminares antes de entrar al trabajo psicoanalítico, tanto para quienes son consumidores de drogas y para quienes no lo son.
El psicoanálisis de las toxicomanías hace evidente ciertas particularidades de la estructura de quienes recurrirán al tóxico como medio de cancelar el malestar. El displacer se encuentra relacionado con la dificultad del acceso al campo desiderativo, en la medida en que la posición del sujeto como «Objeto del Goce Materno» provoca la carga incestuosa del deseo, sin la posibilidad de un límite de este Goce en tanto hay un pronunciado desfallecimiento de la “Función del Nombre del Padre”.
La disfuncionalidad que encontramos en la estructuración familiar de los toxicómanos sigue ciertos aspectos negativos que se repiten más o menos con regularidad: “La figura materna se encuentra cargada de «omnipotencia» y es la que ofrece el alojamiento al sujeto, quien queda entre los pliegues de esta presencia, ya sea como amado o rechazado; de todas maneras, le asegura una pertenencia y un amparo ante los avatares de la vida. Así el sujeto se encuentra en cierta medida inerme ante este poderío ya que en general los padres (o quien soporte esa apariencia) aparecen simplemente como procreadores o, en el mejor de los casos, como fraternos, degradándose así la “función” que deberían sostener (nunca hay que ser amigos de los hijos sino colocarse como padres). Sin una intervención sobre el «Deseo Materno», no tienen la capacidad el toxicómano de trazar límites. Como lo señalamos, la omnipotencia de la madre, como primer objeto de amor, aunado a la denigración que realiza hacia su esposo complica mucho más la Función Paterna.
En la reconstrucción de la historia individual del toxicómano, terminan ubicando al padre como inoperante, mermado... ya sea porque es un consumidor de drogas o alcohol, o porque es ajeno a los aconteceres de la familia, o simplemente porque han salido de la escena familiar en los primeros años de vida del toxicómano. Esto se articula perfectamente con las características de estas mujeres que, en su elección de quien será su partenaire en la concepción del hijo, han privilegiado la posición de «semental» en desmedro de la de «padre». Cosa que reafirman en el discurso que sostienen ante sus hijos.
Sin embargo, aún desfallecidos, en algún punto estos padres han cumplido una función estructural. Prueba de ello es que la estructura del sujeto con manifestaciones toxicológicas se continúa sosteniendo dentro de los límites de lo determinado en la misma por el efecto de la “Función del Nombre del Padre”.
Por lo cual es interesante en el momento que inicia el psicoanálisis que se comience a plantear la cuestión de Función del Nombre Padre. Esto se realizar siempre de la mano del discurso del toxicómano, quien suele introducir este orden a través de la puesta en escena de lo que denomina: “Ser peor que mi padre”.
O sea, reproduce de un modo perseverante las características de sus progenitores en su vida cotidiana, a pesar de que éstas son justamente las características acerca de las cuales se quejan y critican de manera perseverante.
“Ser peor que mi padre” lleva implícita una pregunta ¿Por qué no ser mejor, superarlo, lograr justamente aquello que ese padre nunca pudo lograr? Superar a ese padre es, de alguna manera, producir el “asesinato” de este padre imaginario, ubicándolo, a partir de ello, en una recuperación del lugar simbólico de la Función Paterna. De esta manera, se vería obligado a abandonar la posición de hijo en su dimensión más infantil, o de esa prolongación de adolescente conservando la vertiente de trascendencia y reconocimiento del linaje del “ser hijo de”.
La introducción, o mejor dicho, el despliegue de esta cuestión produce en general un variopinto despliegue defensivo, en la medida en que la “recuperación” de la Función Paterna, en su vertiente simbólica, provoca la puesta en juego del «límite a la Omnipotencia Materna», lo que remite sin dudas a la castración del «Otro Materno».
El precio del amparo y el alojamiento amoroso es alto, supone no ser reconocido en su alteridad, quedando en el lugar de objeto. Esta situación de Goce es una fuerte desmentida a la castración del Otro Materno y deja al sujeto sin acceso al campo del “deseo”. En tanto este acceso implica una pérdida de esa pertenencia protectora, en la medida en que la aparición de lo desiderativo supone poner un limite al Goce materno y, por lo tanto, remite a aquello fuertemente rechazado por el toxicómano: la “Castración”.
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