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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

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jueves, 14 de diciembre de 2017

Un apunte sobre el duelo.

“Mi avidez de agonías me ha hecho morir tantas veces que me parece indecente abusar aún de un cadáver del que ya nada puedo sacar”. Émile Michel Cioran.

Para algunos existe un miedo mayor a la muerte: el miedo a la locura, pero para fortuna no a todos les toca, pues como decía Jacques-Marie Émile Lacan: “No es loco quien quiere”; aunque teóricamente esto una posibilidad, cuando se presenta un desenlace “fatal”, a partir del momento que muere o nos separamos del ser querido con lo que se puede perder el sentido de la “cordura”, ¡Si es que existe verdaderamente la cordura! Con esto las palabras y los actos dejan de tener el significado que estamos acostumbrados a darles. Después que se ausenta el ser amado, en ocasiones llega a esfumarse la capacidad de poder controlar todo lo que nos habita, nuestros comportamientos se vuelven extraños, hasta para nosotros mismos.
Guy Le Gaufey expresó: “La presencia siempre tiene un vacío, y el vacío es la cuestión de la relación”; aunque el ser querido se haya ido sigue con nosotros y ese «vacío es el que mediatiza la relación con los otros»; a partir de que el sujeto acepta su “Falta”, puede desplazar su deseo a otros lados y dejar atrás toda esa persecución de la totalidad.
Jean Allouch cuestiona al texto de Sigmund Freud “Duelo y melancolía”, en cuanto al duelo y al objeto; proponiendo que el objeto no es «sustituible», el duelo no es cambiar al objeto, sino «modificar» la relación con el mismo; perder a alguien es también perder una parte de sí.


La finalidad del psicoanálisis.

Posiblemente el último y esperado logro del psicoanálisis sea ayudar a un sujeto a que pueda vivir su soledad, sin tristeza y tal vez con ello, modifique un poco, su destino.


La utopía de la libertad del sujeto.

¿La libertad? Sofisma de la gente sana. Émile Michel Cioran.

Existe una similitud entre el universo y la vida humana, ninguno de los dos tienen sentido porque no fueron hechos con ningún plan, simplemente se presentan caóticos. El desafío que tiene cada ser humano es encontrarle sentido a su vida que, quizás, no lo tenga en este universo.
Gracias al psicoanálisis fue posible el descubrimiento del inconsciente, contribuyendo con un aporte tan cierto como doloroso: “la libertad no existe, es únicamente una ilusión”. Basta con observar lo que llamamos “lapsus” para comprender que hombres ni mujeres ni siquiera poseen la libertad ni el dominio del lenguaje que utilizan para comunicarse, más bien es el lenguaje el que los utiliza sin consideración alguna; por ejemplo cuando el hombre se dirige a su “amada pareja” pero pronuncia otro nombre ¿Acaso se trata del nombre de la expareja o de alguna mujer que lo inquieta? En ese lapsus existe una ruptura que se produce cuando el inconsciente sale por delante de nosotros, se abre una brecha entre la libertad de decir y lo que realmente se dice.
Cuando el psicoanálisis se refiere a una persona lo denomina “sujeto” por estar sujetada a su inconsciente por las “cadenas del lenguaje” y, a partir de este hecho, esa anhelada libertad se vuelve imposible. Y tal vez este sea uno de los más grandes retos de la condición humana: soñar, luchar e incluso dar la vida por una libertad que está, desde el inicio, perdida para siempre. Es aquí donde el psicoanálisis encuentra un espacio para desenvolverse. No para apostar a la utopía de convertir a un sujeto en alguien libre, sino para propiciar que, al menos, transite sin zozobra por los caminos que le marca su Deseo.


La intimidad corporal.

¿Cómo llegó a ser socialmente aceptable que un hombre insista en sus derechos sexuales cada vez que lo desea, mientras que la mujer los debe reprimir? ¿Se deberá posiblemente al hecho de que ante la violación la mujer es un ser relativamente indefenso por sus condiciones físicas? Esto debió ejercer cierta influencia en el desarrollo de muchas culturas. Sin embargo, con frecuencia se ha demostrado que incluso la violación no resulta demasiado sencilla si no hay cierta “cooperación” por parte de la mujer.
El trastorno neurótico del vaginismo ilustra que en algunas circunstancias, esa renuencia inconsciente a tener relación sexuales puede bloquear en forma significativa la libido del hombre. Si bien la fuerza física superior de éste puede ser un factor importante en la frecuencia de condescendencia pasiva femenina, también deben existir otros factores.
Para encontrar algunas respuestas debemos examinar los aspectos socioculturales que son significativos en este sentido, y que cuentan con cierta “aprobación” tanto de hombres como de mujeres en el sentido de la creencia que la pulsión sexual femenina no es tan apremiante como la masculina; por consiguiente, para ellas no es necesario satisfacerlo de forma inmediata. Aunque poco a poco se ha ido abandonando esta idea con la creciente tendencia de la mujer de afrontar y asumir en plenitud su sexualidad, siendo capaz de expresarlo ante sí misma, ante sus congéneres, ante su pareja, ante la sociedad en general, aunque ya en la intimidad del lecho no siempre se ponga lamentablemente en práctica, también existen otras féminas que dicha libertad sexual les atemoriza. Además, y en forma casi simultánea, otro aspecto importante de la vida sexual de la mujer ha ido perdiendo importancia, esto es, la posibilidad de tener hijos. La maternidad ya no es algo deseado por muchas de ellas. Por cierto, un tema muy amplio para investigar sus causas desde el psicoanálisis.
Hasta hace unas cuantas décadas se suponía que las necesidades sexuales de la mujer eran casi inexistente, se esperaba que ellas fueran capaces de controlar sus deseos sexuales en todo momento, por lo que un embarazo fuera de matrimonio denotaba debilidad o concupiscencia de la mujer. La participación del hombre en dicho embarazo era mirado con más tolerancia, y éste no se hacía merecedor de ninguna o casi ninguna deshonra social.
El hecho de que la mujer pudiera ocultar mucho mejor su excitación sexual a comparación del hombre, contribuyó en parte a la propagación de la idea que estableció cierto patrón en el que la obediente fémina se ofrecía a su pareja sin participar activamente en el coito. Muchas mujeres “normales” aceptan esta situación, pero seguramente en el fondo les resulta muy difícil asumir. Cabe agregar que un considerable número de hombres les causa cierta “incomodidad” cualquier expresión de intensa pasión de su pareja. Incluso existen hombres que les puede causar repugnancia si su mujer responde voluptuosamente en el intercambio sexual. Esto puede llevar a la fémina a ocultar su deseo sexual, incluyendo el orgasmo, sintiéndose desgraciada y furiosa.
Ahora bien, no sólo encontramos en las mujeres frígidas —quienes al advertir su ineptitud como compañeras sexuales— tratan de compensarla de la mejor manera posible con una entrega sin participación; en muchos casos, descubrimos también esa actitud aun en las mujeres con una respuesta sexual adecuada; ellas han aceptado la idea de que las necesidades del hombre son más importantes que las suyas y que, por ende, los deseos y las necesidades de aquél son soberanas.
La creencia errónea de que la vida sexual de la mujer no es tan apasionada ni perentoria como la del hombre, puede dar lugar a dos lamentables situaciones: puede inhibir la natural expresión de deseo de la mujer por temor a parecer una prostituta, o bien puede llevarla a creer que debe estar dispuesta a avenirse en todas las ocasiones que lo desee el hombre, por lo que vale decir, que ella no tiene ningún derecho propio para manifestarse u oponerse respectivamente. Ambos extremos representan un obstáculo en ella para su expresión espontánea con lo que surge el resentimiento y el descontento. Esto aunado al poco interés del hombre por despertar la pasión de ella y de la escasa importancia que le brinda al arte de amar, lleva a la pareja a un inevitable fracaso.
Cuando se desvaloriza un aspecto importante de la vida de un sujeto, ello tiene un efecto negativo sobre su autoestima. Lo que una mujer tiene en realidad para ofrecer en materia de correspondencia sexual se convierte en algo despreciable, y esto desvaloriza su Yo y su apariencia corporal.
La segunda manera en que nuestra cultura ha subestimado el patrimonio sexual de la mujer es desvalorizando sus genitales. En la terminología clásica, esto está relacionado con la idea de la “envidia del pene” (Teoría propuesta por el psicoanálisis) lo que nos convierte en una sociedad falocentrista. Pero debemos señalar enfáticamente que la idea de la “envidia del pene” es un concepto masculino: “Es el hombre quien experimenta al pene como un órgano valioso y supone que las mujeres también deben compartir ese sentimiento”. Pero es una idea ingenua pensar que una mujer realmente pueda imaginar portar su propio pene y con eso gozar, como lo hace el hombre con el suyo; más bien se percata de las ventajas socioculturales que tiene, quien porta un pene*.
Lo que una mujer necesita es más bien sentir la importancia de sus propios órganos y la aceptación de su cuerpo en general, y que cada una de sus funciones constituye una necesidad básica para consolidar su autoestima.
La mujer de complexión robusta, morena y baja de estatura tal vez crea que sería más deseada por los hombres si fuera rubia, alta y delgada; en otras palabras, si fuera otra persona. La solución de su problema —desde el psicoanálisis— no reside en el hecho de volverse rubia sino en descubrir por qué no se acepta tal como es. El psicoanálisis revelará que alguna persona significativa durante sus primeros años de vida prefería a las rubias, o bien que el hecho de ser morena se ha asociado con alguna otra característica inaceptable.
En nuestra cultura, la relación sexual ha merecido la desaprobación por el puritanismo. El ideal puritano consiste en la negación del placer erótico corporal, y esto hace que los deseos sexuales se conviertan en algo vergonzoso. En nuestros días seguimos encontrando indicios de esta actitud en los sentimientos expresados por ambos sexos. También existe otra actitud que desvaloriza la sexualidad, en particular la sexualidad femenina. Estamos inmersos en una sociedad que pone gran énfasis en la pulcritud. Para muchos sujetos, los genitales entran en la categoría de órganos excretorios, asociándose así con la idea de algo sucio. En el caso del hombre, parte de esa consigna desaparece porque él se libra de la menstruación. La mujer, en cambio, es quien la presenta y, cuando su actitud se ha visto fuertemente influida por el concepto de algo sucio o desagradable, ello acrecienta su sensación de ser inaceptable, y esto aunado a la opinión de su partenaire de que efectivamente sus flujos menstruales tienen un olor nauseabundo, fortalecen el convencimiento de la fémina de que los desechos de sus genitales son verdaderamente repugnantes.
El desenfrenado placer que el niño experimenta frente a su cuerpo y a los flujos que emanan de él comienza a reprimirse a edad muy temprana, Esto constituye una parte fundamental de la educación básica. A la mayoría de las personas les resulta muy difícil aceptar el efecto pernicioso que esto constituye sobre la vida psíquica y emocional del sujeto; si esa actitud fuera más permisiva entonces algunos trastornos que presentan ciertos sujetos sencillamente no existirían. Lo que ocurre es que ese tipo de educación, implementado por el mercado de consumo capitalista ha creado una especie de actitud repulsiva hacia los flujos corporales.
La moralidad de esfínter, como la llamó Sandor Ferenczi, se extiende más allá del control de la orina y de las heces; en cierto modo, incluye también a los flujos vaginales, semen, sudor, mucosidad, etcétera. Es evidente que estos flujos tienen una enormemente influencia en las actitudes que toman hombres y mujeres al respecto, que pueden llegar a ser completamente repugnantes. Ese intento de algunos sujetos de controlar la expulsión del excremento, orina, etcétera, aunque de manera incipiente, dado que es una cuestión biológica que está más allá de la capacidad psíquica del sujeto para retener, nos muestra claramente como se ha creado un sentimiento de inaceptabilidad y suciedad al respecto.

*Desde el psicoanálisis existen algunas mujeres que efectivamente desean poseer un pene propio, pero únicamente el análisis puede confirmar esto, lo que obviamente las ubica dentro de la psicopatología.


La mujer que se siente utilizada sexualmente.

“Cuando la edad enfria la sangre y los placeres son cosa del pasado, el recuerdo más querido sigue siendo el último; y nuestra evocación más dulce, la del primer beso”. Lord George Gordon Noel Byron.

Erich Seligmann Fromm señaló que las diferencias biológicas en la experiencia sexual pueden contribuir a un énfasis mayor en algunas tendencias caracterológicas de hombres y mujeres. En el caso del hombre, es preciso que sea capaz de una «erección sostenida» para ejecutar el acto sexual, mientras que no existe ningún requisito previo en el caso de la mujer. Esto puede tener —según Fromm— un efecto definido sobre las tendencias caracterológicas generales, lo que en consecuencia le otorga al hombre una mayor necesidad de demostrar, de ser creativo, de tener poder; mientras que la necesidad de la mujer se orienta más en la dirección de ser aceptada, de ser deseable.
Ahora bien, la satisfacción de la fémina depende de la virilidad del hombre, y el temor de ella se deposita principalmente en ser abandonada; en el hombre su miedo radica en el fracaso para satisfacer a su partenaire. Fromm señala que la mujer puede ser accesible sexualmente en cualquier momento y de esta forma brindar satisfacción al hombre, pero las posibilidades que éste tiene de satisfacerla escapan a su control, ya que no siempre le es posible tener una erección, por más que lo desee.
Debemos agregar a esto la importancia que tiene para cada integrante de la pareja, el obtener su propia satisfacción. Al menos el hombre obtiene alguna satisfacción fisiológica en su desempeño sexual. No cabe duda de que algunas experiencias pueden ser más placenteras que otras, e incluso puede experimentar una eyaculación hasta con un mínimo de placer. El hombre no puede obligar a su pene a una erección para el intercambio sexual; en cambio, la mujer puede tener relaciones sexuales cuando no experimenta ningún impulso erótico o, a lo sumo, siente sólo una débil excitación, aunque esto con frecuencia la embarcada en una experiencia insatisfactoria. Lo único que puede obtener en estas circunstancias es una satisfacción sustitutiva del placer que expresa su partenaire con ella.
Durante el psicoanálisis las mujeres confiesan regularmente resentimientos contra su pareja por haberse sentido —en algunas ocasiones— utilizadas sexualmente, o enojadas consigo mismas por haber “consentido” tener relaciones sexuales con su partenaire con el único fin de procurarle placer a él. En muchos casos esto se reprime con una actitud de resignación.
Cuando las mujeres manifiestan sus experiencias sexuales, es frecuente recibir esta respuesta: “Está bien. Él no me molesta demasiado si accedo a sus deseos”. Esta actitud puede subsistir aunque exista un lazo amoroso; vale decir, incluso cuando la fémina no ha sido intimidada con amenazas o violencia pero aun así se siente resentida. Pudiendo sentir sencillamente que sus intereses no merecen ser tomados en cuenta.
Es obvio que, para la mujer, el acto sexual resulta satisfactorio sólo cuando ella participa libre y activamente, con su propia iniciativa y forma. Si fuera capaz de hacer una libre elección, ella no daría su consentimiento a menos que realmente deseara participar en el coito. Siendo así, quizás resulte provechoso examinar la situación en la que la mujer se somete con poco interés o ninguno en absoluto. Desde luego, hay ocasiones en que ella auténticamente desea hacerlo por el amor que la une a su partenaire; esto no le crea problemas. Más a menudo la causa es una sensación de inseguridad en la relación; esta inseguridad puede obedecer a factores externos, por ejemplo si su pareja insista en tener cierto tipo de actividad para la gratificación sexual, o bien si ella reprime algún deseo erótico por temor a que su partenaire “piense mal” de ella por proponerlo o ponerlo en práctica. La inseguridad también puede deberse a los propios sentimientos de inadecuación de la mujer, los cuales pueden haberse originado sencillamente en el hecho de que la fémina se solidarice con los roles culturales de que sus propias necesidades no son tan perentorias como las del hombre; asimismo es posible que tenga dificultades neuróticas personales.


Un apunte sobre la prostitución, la homosexualidad y los celos en las mujeres.

El Complejo de Castración de la niña (o el descubrimiento de la diferencia anatómica. entre los sexos) que, según Sigmund Freud, marca el comienzo de su actitud edípica positiva (normal) y la hace posible, tiene su correlación psíquica como en la del niño (varón), y es sólo está correlación es la que le presta su enorme significación para la evolución mental de la niña.
En los primeros años de su desarrollo como sujeto (dejando de lado las influencias filogenéticas que, desde luego, son innegables), la niña se comporta en forma exactamente igual a un niño (varón), no sólo en lo referente al onanismo, sino en otros aspectos de su vida mental: en su meta amorosa y en su elección de objeto ella también desea a su madre. Una vez que ha descubierto y aceptado plenamente el hecho de que la castración ha tenido lugar, la niña se ve obligada a renunciar definitivamente a su madre como “primer objeto” y además a abandonar la tendencia activa y de conquista de su meta amorosa, también la práctica del onanismo clitoridiano. Posiblemente aquí encontremos la explicación de un hecho que hace mucho nos es familiar; a saber, que la mujer que es completamente femenina no conoce ningún «amor objetal» en el verdadero sentido de la palabra ¡Sólo puede dejarse amar! , Así, las concomitancias mentales del onanismo fálico hacen que la niña normalmente reprima dicha práctica en forma mucho más enérgica que el niño (varón) y deba luchar contra ella de manera mucho más intensa que aquél. Pues, junto con dicha práctica, la niña debe olvidar su primera decepción amorosa, el dolor de la primera pérdida de un objeto amoroso. Sabemos en el psicoanálisis con cuánta frecuencia esta represión de la actitud edípica negativa de la niña es del todo o parcialmente infructuosa. Para la niña, como para el niño (varón), resulta muy doloroso renunciar al primer objeto amoroso: en muchos casos la niña se aferra a éste durante un tiempo anormalmente prolongado. Ella trata de negar el castigo (castración), el cual inevitablemente la convencería de la naturaleza prohibida de sus deseos. Si más adelante su anhelo amoroso sufre una segunda decepción, esta vez en relación con el padre, quien no se muestra dispuesto a satisfacer sus demandas amorosas pasivas, a menudo tratará de regresar a su situación previa y de volver a asumir una actitud activa hacia la madre. En los casos extremos, esto conduce a la homosexualidad manifiesta, tan bien explicada por Freud en su obra: “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina”. La paciente a la que Freud se refiere en ese trabajo hizo un tímido esfuerzo, al entrar en la adolescencia, de adoptar una actitud femenina frente al amor, pero, poco tiempo después se comportó como un «joven enamorado» frente a una mujer mayor a quien según, amaba. Al mismo tiempo era una «feminista» declarada, que negaba la diferencia entre el hombre y la mujer; así, había conseguido regresar a la fase negativa inicial del Complejo de Edipo.
Quizás sea más común otro proceso: la niña no niega del todo la realidad de la castración, sino que busca una sobrecompensación por su inferioridad corporal en un plano distinto del sexual (en la decisión de su vocación profesional, o empleo, o elección de pareja: un hombre afeminado). Pero al hacerlo, ella reprime por completo los deseos sexuales, es decir, permanece sexualmente insensible. Es como si esto simbolizara: “Ya que no puedo y no debo desear a mi madre, renunciaré a cualquier otro intento de desear en absoluto”. Su creencia de que posee un pene la desvía así a la esfera intelectual, pero no con la salvedad de tener una preparación profesional sino más bien dirigida a competir y conducirse desde una posición masculina con el hombre, bajo cualquier circunstancia.
Como tercera consecuencia posible, observamos: que una mujer puede establecer relaciones con un hombre y, sin embargo, seguir estando interiormente fijada al primer objeto de su amor: la madre, por lo que se siente obligada a presentar frígidez durante el coito porque inconscientemente no desea ni al padre ni a su sustituto, ya que sigue aferrada inconscientemente a la madre. Estas consideraciones nos permiten colocar bajo otra luz las “fantasías o sueños de prostitución” que desea realizar generalmente la mujer y que son muy comunes en ellas. Según este punto de vista, todo esto constituye un acto de venganza, no contra el padre sino más bien contra la madre.
El hecho de que las prostitutas a menudo sean bisexuales o incluso homosexuales (manifiestas o encubiertas) puede explicarse igualmente de esta manera: la prostituta se vuelca hacia el hombre como una forma de venganza contra la madre, pero su actitud no es de una entrega femenina pasiva (he aquí una de las razones de su frialdad en la intimidad) sino con una connotación activa (masculina); ella apresa al hombre en la calle, lo “castra simbólicamente” al tomar su dinero, y, de esta forma ella asume el rol masculino en el acto sexual, obligando al hombre (cliente) a desempeñar el papel femenino (pasivo).
Al considerar estas perturbaciones en el desarrollo de la mujer hasta una femineidad completa, debemos tener en cuenta dos posibilidades: la niña nunca ha sido capaz de renunciar por completo a su deseo de poseer a la madre y ha establecido así un vínculo endeble y precario con el padre; o bien ha realizado un violento intento de sustituir a la madre con el padre como objeto amoroso pero, después de sufrir una nueva decepción de parte de éste (padre), ha vuelto a su primera posición (madre) con la cual se posiciona su deseo como homosexual.
En su obra “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica” Freud señala el hecho de que los celos desempeñan un papel mucho más importante en la vida mental de las mujeres que en la de los hombres, opinando que la razón de ello es que, en el caso de las primeras, los celos se ven reforzados por un desplazamiento de la envidia del pene. Aquí deberíamos precisar que los celos de la mujer también se expresan más intensos y continuos que los del hombre porque ella jamás podrá retornar al primer objeto de amor (madre), mientras que el hombre, cuando sea adulto tiene la posibilidad de hacerlo (sustituto de la madre en otra mujer).


La sexualidad femenina en la actualidad.

“Tengo necesidad del sexo para sentirme viva, pero nunca he sentido realmente a un hombre”. Betty Friedan (refiriéndose a la expresión de otra mujer).

La práctica sexual de muchas mujeres contemporáneas pueden encontrarse en peores condiciones que sus predecesoras de la época Victoriana, aquellas mujeres no podían sentirse “respetables” si admitían, aunque sólo fuera para sí mismas, la existencia de deseos, fantasías o necesidades de índole sexual. En la actualidad, se ha convertido en un hecho deshonroso o al menos humillante, el que una mujer reconozca, frente a sí misma, u otro, que sus experiencias sexuales no han sido jamás un estallido fulminante de pasión.
Muchas mujeres durante el psicoanálisis manifiestan una ansiedad con respecto a su capacidad para tener un orgasmo, juzgando a este aspecto de su experiencia sexual como si fuera una suerte de piedra de toque del éxito, y que parece estar definido en términos bastante masculinos.
En un mundo en el que la actividad masculina (falocrática) fija las normas de lo que es valioso; la experiencia de la mujer, tanto en lo referente al sexo como en otros aspectos de la vida, toma el carácter de una lucha extrañamente ambigua contra la dominación masculina. Esa dominación es algo que se da por sentado; incluso se la acepta, en el sentido de que es el hombre el que establece las normas. Pues, al mismo tiempo que se aparta de esa norma se inferior. De allí que muchas mujeres sientan que posicionarse como “pasivas” sea sinónimo de inferioridad.
Algunas mujeres llegan a someterse, no se rebelan, no se vuelven agresivas ni se convierten en una amenaza para la vida del hombre, pero su incapacidad, ya sea para disfrutar del rol que les fue asignado, o para reaccionar contra él, la arrastra a la desesperación y a una suerte de desintegración del Yo.
La novelista inglesa Doris Lessing relata un vivo retrato de este tipo de mujer en su novela: “A Man and Two Women”, particularmente en el cuento “To Room Nineteen”, en el que describe a una fémina joven, feliz en su matrimonio, con un marido atractivo, hijos, amigos y dinero. Y, sin embargo, toda la existencia de esta mujer es una farsa. Lo único real para ella son los momentos que pasa sola en un hotel de paso. Por último, hasta esta experiencia pierde su significado. La vida se ha vuelto insoportable para ella, y abre la llave del gas; se sentía —dice la protagonista— “bastante satisfecha allí tirada, escuchando el débil y susurrante silbido del gas que se propagaba velozmente en la habitación, en mis pulmones, en mi cerebro, conforme me iba hundiendo cada vez más en las tinieblas”.
Incluso podemos observar mujeres en cierta posición que no echan mano de la agresividad para expresar su resentimiento hacia su partenaire en particular y hacia todos los hombres en general, pero padecen en mayor o menor medida dicho resentimiento y reaccionan frente a él, volcándose hacia el contacto sexual como una forma de obtener consuelo, encontrándolo inmediatamente casi siempre insatisfactorio. El acto sexual se ha visto despojado de esa sensación de íntima comunicación personal, sin llegar a convertirse en una experiencia enteramente complaciente, si bien limitada.
Así muchas mujeres de nuestra época se encuentran en un estado de rebelión contra la pasividad que nuestra cultura les imponen. Debemos recordar que esta rebelión tiene una antigüedad de varias generaciones, pero ha alcanzada una suerte de clímax en nuestra época. Como reacción frente a la dominación masculina, aun cuando el tipo de feminismo anterior a la Primera Guerra Mundial rara vez se manifestaba, las mujeres se han vuelto más agresivas, en particular en el aspecto sexual; puesto que en la vida íntima, del mismo modo que en la vida económica, se ha producido una «revolución de crecientes expectativas».
Hace cincuenta años, regularmente las mujeres no sólo esperaban ser pedidas en matrimonio (o al menos intentaban que nadie se diera cuenta de que andaban “urgidas de marido”) sino que, de casadas, consideraban que su rol consistía en estar al servicio del placer de su marido, y raramente experimentaban placer ellas mismas.
Las féminas de hoy ya no les basta dar satisfacción a su partenaire; también ellas quieren recibir su parte. Tal vez ellas siempre hayan anhelado esa satisfacción, después de todo, aunque lamentablemente el folklore de muchos pueblos sigue posicionando a la mujer como «insaciable».
Las mujeres no sólo desean y esperan obtener satisfacción sexual antes y durante el matrimonio, sino que se culpan a sí mismas y a sus partenaires si no llegan a alcanzar ese placer anhelado, y en las formas establecidas de antemano. Formulada en estos términos, el imperativo de tener una experiencia sexual satisfactoria crea problemas, tanto en el hombre como en la mujer.
Algunos hombres casados o solteros pueden buscar mujeres conocedoras del “arte amatorio”, para ellos esto resulta estimulante pero al final, casi todos piensan que una mujer sexualmente activa constituye una amenaza por lo que terminan huyendo.
Como respuesta —o quizás como retaliación— los hombres se vuelven pasivos con su partenaire y ellas se vinculan a ellos aunque que no les proporcione el tipo de experiencia sexual que creen les corresponde como herencia propia. Y sin embargo, al mismo tiempo la mujer tiende a culparse por no ser lo “suficientemente mujer” como para sacar, a su pareja de la pasividad.


Precisiones sobre la perversión.

Sigmund Freud señala que la perversión en los sujetos (hombres) es consecuencia del Complejo de Edipo no resuelto que incluye como componente central y fundamental la angustia producida por la castración. Cuando el niño edípico varón llega a la edad adulta es incapaz de experimentar la primacía genital con una mujer, ya que su madre permanece en su inconsciente y siente una extrema angustia ante la posible castración ejercida por su padre por lo negará la diferenciación entre los sexos y por lo tanto crea una “madre fálica”.
Esta teoría ha sido cuestionada por otros investigadores a la luz de estudios sistemáticos de las observaciones de la simbiosis madre-bebé y la conciencia de la importancia que tiene para ambos sexos el período de apego a la madre, o la llamada fase preedípica. En la actualidad se considera que la psicopatología perversa en los hombres se desarrolla en esta etapa, durante la cual la psicogénesis está profundamente relacionada con los intensos temores de ser “abandonado” o “seducido” por la madre; parece evidente entonces que la perversión masculina es el resultado de una conflictiva maternidad inicial. Pero por otro, son pocos los estudios sobre el origen de la perversión en las mujeres, posiblemente por una “represión”, para reconocer que también en estas existe, aunque se manifieste de diferentes maneras.
¿Por qué resulta tan difícil conceptualizar la noción de maternidad perversa y otros comportamientos femeninos perversos de acuerdo a una psicopatología diferenciada, por completo distinta, que se origina en el cuerpo femenino y sus atributos inherentes? Las ideas preconcebidas de los hombres han dificultado la comprensión de algunos comportamientos de las mujeres, incluyendo las perversiones femeninas, en ocasiones hasta el punto de negar toda evidencia de que éstas existan.
Debemos señalar que tanto para hombres como para las mujeres la perversión implica una profunda ruptura entre la sexualidad genital como fuerza vital –o amorosa– y lo que se encubre como sexual, pero que en realidad corresponde a etapas mucho más primitivas en las que la pregenitalidad impregna todo el cuadro.
En el caso de la perversión del hombre (macho), la profunda ruptura se da entre lo que el sujeto experimenta como su madurez anatómica y las representaciones mentales de su cuerpo, en el que se ve a sí mismo como un bebé incontenible y desesperado. Por lo tanto, aunque responda físicamente con un orgasmo genital, sus fantasías pertenecen a las etapas preedípicas. Durante la etapa adulta de este sujeto es cuando regularmente suele prepararse para “vengarse”. No es consciente de su odio. De hecho, habitualmente no comprende qué es lo que le domina ni por qué hace esas cosas que, en realidad no le proporcionan más placer que una efímera sensación de bienestar, aunque dure lo suficiente como para aliviar su creciente angustia. Desconoce por qué una sensación extraña, que sabe que no es correcta, hace que se sienta mejor, sólo por un tiempo. Le resulta aun más desconcertante saber que existen alternativas que obviamente le serían mucho más satisfactorias y que son aceptables socialmente. Es consciente, con todo el dolor que ello implica, de la compulsión a repetir la acción, pero no es del todo consciente de la hostilidad que la provoca. Además, la certeza de quién es la persona a la que odia y de la que quiere vengarse, permanece sumergida en su inconsciente, sobra decir que es el primer objeto (madre).
La principal diferencia entre la acción perversa de los hombres y de las mujeres está en el objeto. Mientras que en el caso de los hombres el acto se dirige hacia un objeto parcial externo, en el de las mujeres habitualmente se dirige contra sí mismas, bien contra sus cuerpos o contra objetos que consideran de su propia creación: sus hijos. En ambos casos, cuerpos e hijos son tratados como objetos parciales.
El perverso, sea hombre o mujer “siente” que no se le ha permitido disfrutar de la sensación de una evolución propia como sujeto diferenciado, con una identidad propia; en otras palabras, no ha experimentado la libertad de ser él mismo. Esto crea en su interior una profunda convicción de que, no es un ser total sino un objeto parte de su madre, tal y como experimentó a su madre en sus primeros años de vida. Con anterioridad, se había sentido no querido, ni deseado, e ignorado, o alternativamente, como una parte muy importante pero casi indiferenciable de la vida de sus padres (regularmente de su madre). En este último caso se sentiría sofocado y sobreprotegido (lo que en términos reales significa completamente desprotegido). Ambas situaciones crean una enorme inseguridad y vulnerabilidad, e inducen un odio intenso hacia el sujeto que las ha provocado, y que a su vez era lo más importante cuando era un infante: su madre. Por lo que estos sujetos pasan de ser víctimas a ser verdugos. En sus acciones perpetran las represalias y humillaciones que previamente se les infligieron. Tratan a sus víctimas de la misma forma en que ellos se sintieron tratados: como objeto parciales que sólo existen para “satisfacer caprichos y extrañas expectativas”. Tal aparente actuación sexual es una defensa maníaca contra los terribles temores relacionados con la amenaza de perder a la madre y un sentido de identidad.
«El rasgo fundamental de la perversión es que, simbólicamente, el sujeto intenta vencer el miedo terrible a perder a su madre a través de la acción perversa».En la infancia nunca se sintió a salvo con su madre, por el contrario consideraba a su madre como algo muy peligroso, lo que le producía una sensación de máxima vulnerabilidad. Por consiguiente, la motivación subyacente a la perversión es de tipo hostil y sádico. Este mecanismo inconsciente es característico de la mente perversa.
Hagamos un paréntesis y recordemos las las ideas de Ronald David Laing sobre las madres esquizofrenicas, postulados que fueron malinterpretadas por los profesionales de la salud mental y del público en general en culpar a estas mujeres porque “enviaban” mensajes contradictorios (anteriormente, en términos de Gregory Bateson, de doble vínculo) a sus hijos. Por consiguiente, en la psique de estos infantes reinaba la confusión; sentían que sus progenitoras no les permitían nunca saber lo que estaba bien o mal, dando con ello el comienzo a una estructura psicótica.
La desinformación o la ignorancia puede causar en los profesionales de la salud mental y del lego que hagan un señalamiento equivocado sobre este tipo de mujeres, sin preguntarse ¿y sus madres de estas féminas, cómo fueron? Generalmente a las madres se les considera automáticamente responsables de la condición de sus hijos. No se les comprende en forma real ni compasivamente; por el contrario, son condenadas por su mal comportamiento hacia sus vástagos. Tan sólo unos pocos observadores de la profesión clínica reconocen que estas madres a su vez habían atravesado experiencias traumáticas en su infancia, que en parte las ha conducido a actitudes crueles hacia sus hijos. La víctima casi siempre producirá más víctimas.


El masoquismo femenino inconsciente.

Helene Deutsch en su obra “La psicología de las mujeres” aborda el célebre personaje de Carmen con una acertada perspicacia y nos explica por qué ese papel encarna profundamente a cada mujer. Carmen se comporta con su partenaire como el infante que juega con la mosca, que conoce perfectamente el trágico destino que le depara a este insecto: arrancarle las alas. Cada mujer se agita hasta lo más profundo de su ser en el vínculo amoroso. Así es, pero ¿Por qué razón? A lo que responde Deutsch: Es que cada mujer reconoce ahí el «masoquismo hiperfemenino» trágico e inconsciente de Carmen, pues aunque pretenda engañarse sobre su condición masoquista, intenta destruir a su pareja por cualquier método, al mismo tiempo que destruye su propio corazón y asegura así, su propia pérdida.


La cocaína de la infancia y adolescencia es el Ritalin.

La vida de Kurt Cobain tiene aspectos interesantes más allá de la calidad de su música. En principio, lo que dice Cobain en relación a su medicación desde su infancia; aunque esto no alcanza para justificar su toxicomanía, es algo que tampoco debe pasar desapercibido para el estudio de la adicción.
Cada año miles de niños son diagnosticados como hiperactivos por la psiquiatría por lo son canalizados a medicarlos en su gran mayoría con Ritalin (metilfenidato MFD), con el que se pretende “curar” el trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Existen estudios que señalan la posibilidad de que cause adicción este medicamento (de hecho casi cualquier fármaco tiene la capacidad de lograr adicción) ya que contiene sustancias con efectos similar a la cocaína y el opio. Mientras la mayoría de los psiquiatras la defienden, otros profesionales de la salud —entre ellos los psicoanálistas— la denominan “la cocaína de la infancia”.
El caso de Cobain permite abrir una polémica que resulta necesaria. Más del setenta y cinco por ciento de las recetas de Ritalin son extendida a infantes, siendo el trastorno diagnosticado unas cuatro veces más frecuente entre los niños que entre las niñas, lo cual seguramente nos habla de una práctica compulsiva. También a Courtney Love le prescribieron Ritalin cuando era niña. Años después preguntará: “Cuando eres un niño y tienes esta droga que te ha sentir eufórico, a qué otra cosa recurrirás cuando seas adulto?”
La propuesta del psicoanálisis es ir a la causa que origina el consumo de la sustancia tóxica, analizar la subjetividad del toxicómano y que se ponga en juego las condiciones necesarias para un análisis profundo.
Cobian padecía de un trastorno estomacal grave, que hacía de su vida una tortura y que ningún diagnóstico médico llegó a solucionar. En su diario escribió que cambiaría sus éxitos por un acertado diagnóstico: “Solo déjenme tener mi propia, inexplicable y rara enfermedad estomacal, y denomínenla con mi nombre”.
Eso es lo que reclamaba, no un diagnóstico, no una etiqueta, simplemente un nombre para su síntoma, pero no un nombre que le llegará del saber médico, sino un nombre que quizás podría haber encontrado él mismo.
Posiblemente si un psicoanálista hubiera llegado a escucharlo, el destino de su vida hubiera sido otro. Es lo que hace el psicoanálista, escuchar y observar al psicoanalizado, percatarse de su síntoma, entendido en una forma simple: se trata de un “significante” que insiste y remite al Goce, que está implícito en el padecimiento. Esos síntomas estomacales, a los que el saber médico no les podía poner un nombre, hubieran podido ser la puerta de entrada para el psicoanálista.
Es fácil decirlo, e incluso suena convincente; pero hay que tener presente que se trata de alguien que había captado la cuestión de no haber sido deseado —algo que Cobain plantea en sus diarios—, y que había elegido el consumo de la sustancia tóxica para rechazar las pulsiones del Ello. Jacques-Marie Émile Lacan afirma que en esa irresistible pendiente al suicidio nos encontramos con sujetos caracterizados por haber sido niños no deseados, y entonces rechazan entrar en juego, o más bien procuran salirse del mismo. No aceptan lo que son, entonces son proclives al «pasaje al acto» porque, como lo plantea Jacques Alain-Miller, todo acto implica un suicidio del sujeto; el sujeto puede renacer de él, pero será un sujeto diferente.
Ya Sigmund Freud nos recordaba que el sujeto no sabe nada del acto suicida. Es precisamente lo que subraya Lacan en su texto “Televisión”, cuando dice que el suicidio es el único acto que tiene éxito sin fracaso, y que si nadie sabe de él “es porque procede del prejuicio de no querer saber nada”. Este rechazo del saber es alimentado gracias al consumo de la sustancia tóxica para contribuir a conseguir este efecto, de un uso compulsivo, y llevan a un aislamiento, a un Goce autoerótico que es solidario de Tánatos. El inconsciente no opera como podría hacerlo, no es posible una contabilidad del Goce, y esa dimensión autista de un «Goce que no es dialectisable» es decir que no pueda expresarse con el lenguaje hablado, se torna mortífera para el sujeto. El rechazo del saber es solidario de la pulsión de muerte, y le abre el terreno para que opere a sus anchas; entonces, el sujeto no se arriesga al deseo, lo que hace es poner en riesgo su propia vida.


Ensayo: El trastorno de identidad de género.

“No hay nada mas precioso en la vida y para la vida que un buen recuerdo de la infancia”. Fiódor Dostoievski.

Empecemos por definir el término “sexo” y “género” para distinguir las diferencias que presentan los sujetos de sus características “biológicas” y “socioculturales”. Hasta la década de 1960, la palabra “género” era utilizada únicamente en gramática para referirse a masculino y femenino, por ejemplo «el» o «la»; sin embargo, para explicar por qué algunos sujetos «sienten» que están “atrapados en el cuerpo equivocado”, John Money y Robert Jesse Stoller cuando estudiaron casos de transtorno de identidad de género, fueron los primeros en emplear la terminología de género en este sentido.
Stoller (1968) comenzó a utilizar el término “sexo” para determinar los rasgos exclusivamente biológicos y “género” para destacar las características femeninas y masculinas que presenta un sujeto. Aunque sexo y género se complementan, separar estos términos fue con la finalidad de brindar un sentido teórico a sus ideas, permitiendo explicar el fenómeno del trastorno de identidad de género, ya que lo que respecta al sexo y género en estos sujetos, sencillamente no coincide.
Los términos “sexo” y “género” están estrechamente relacionada pero no son sinónimos, Stoller señaló la distinción entre ellos por lo que sugirió que la palabra “sexo” se usará para referirse a las diferencias físicas y biológicas entre hombres y mujeres; mientras que el término “género” se utilizará en relación con el comportamiento y las conductas que despliegan hombres y mujeres dentro de su cultura. Esta distinción es la base para todas las definiciones de “sexo” y “género” que se encuentran actualmente.
El término “sexo” se refiere por lo tanto a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, por ejemplo, los órganos relacionados con la reproducción, o la disposición cromosómica. Mientras que el término “género” se refiere a las diferencias culturales, socialmente construida entre hombres y mujeres, es decir a la forma que una sociedad alienta y enseña al sujeto a comportarse con diferentes conductas a través de la socialización. El género se refiere a las divergencias en las actitudes y comportamientos, y estas diferencias son percibidas como un producto del proceso de socialización y no en su aspecto biológico. También incluye las diferentes expectativas que la sociedad y los mismos sujetos establecen en cuanto a los comportamientos, cuando se denotan como masculinos o femeninos. Viendo el género como un fenómeno construido socialmente implica que, al contrario del sexo, no es lo mismo para todas las culturas, este puede variar dependiendo la cultura, así como puede cambiar con el paso del tiempo.
“En busca de la masculinidad”.
La identidad de género se establece entre los dieciocho meses a los cuatro años de edad aproximadamente, según el planteamiento de Stoller.
Desde el nacimiento el infante está estrechamente vinculado a la madre: simbiosis madre-infante (el psicoanálisis señala como “primer objeto” a la madre). En el caso de las niñas (hembras) la identificación en cuanto al género femenino, continúa desarrollándose a través de la relación con su madre (hasta los cuatro años de edad aproximadamente). Pero en el caso del niño (macho) tiene una tarea de desarrollo adicional: desidentificarse de su madre para identificarse ahora con su padre (entre los dieciocho meses a los cuatro años de edad aproximadamente).
Generalmente a partir de los dieciocho meses de edad, el niño o la niña inicia la comunicación con un incipiente lenguaje, que paulatinamente va estructurando percatándose que el mundo que lo rodea está dividido en opuestos: madre-padre, niño-niña, hombre-mujer, él-ella, etcétera, en este punto, el infante no sólo comenzará a observar la diferencia, sino también se orientará cómo encaja: si es masculino o femenino —según el caso— en este mundo dividido por el género.
La niña tiene la tarea más fácil de identificarse como femenina, ya que esta vinculada al primer objeto, ella no necesita desidentificarse de ésta para identificarse posteriormente con el padre. En el niño sucede algo diferente, se debe separar de la madre y desarrollarse de forma opuesta al género femenino al que pertenece su madre (aquí se habla de una «protofeminidad» que tienen todos los sujetos al nacer debido a la simbiosis madre-infante) para lograr su heterosexualidad. Esto puede explicar el por qué existen más hombres (machos) con trastorno de género u homosexuales que mujeres (hembras) con las mismas características. Algunos estudios reportan sobre la homosexualidad una proporción de dos a uno, otros de cinco a uno, y otros incluso de once a uno respectivamente. Obviamente no existe certeza al respecto, excepto lo que es evidente en la observación cotidiana. “La primera orden del día que recibe un niño es —según Robert Jesse Stoller— no ser mujer”. Esto se puede apreciar en los comportamientos que manifiestan los niños (machos) cuando afirman a sus pares: ¡Pareces niña! o ¡Eres un marica!, haciendo alusión a la conducta desplegada como afeminada; mientras que por otro lado, esto no lo expresan las niñas (hembras) a sus pares, no se escucha decir: ¡Pareces niño! o ¡Eres un masculino!
Ahora bien, si es cierto que influye de manera importante el rol de la figura paterna en el desarrollo del hijo (macho) —no necesariamente debe ser el padre biológico— el cual debe reflejar y afirmar la masculinidad de su vástago, por ejemplo jugar bruscamente con su hijo, aprender a jugar fútbol, bañarse juntos… conductas que son sustancialmente diferentes si se realizaran con su hija, a este proceso se le denomina “incorporación de masculinidad en sentido de sí-mismo” o “introyección masculina”, aunque cabe señalar que esto no es definitivo.
Podemos observar que algunas madres tienen una tendencia a prolongar la dependencia física y psíquica con su hijo. Si es cierto que la intimidad de una madre con su hijo es exclusiva y primordial porque este poderoso vínculo establece un sano desarrollo para el infante: “simbiosis dichosa” en palabras de Stoller. Cabe subrayar que también existen casos que está relación madre-hijo puede profundizarse lo que se convierte en una malsana dependencia mutua, sobre todo si la madre no tiene una relación íntima y satisfactoria con su cónyuge preponderadamente en su carácter sexual, o si presenta una soltería empedernida, no es de extrañar que dichas madres presenten una personalidad histérica. En tales casos puede poner demasiada libido sobre el cuerpo del infante, esto significa erotizarlo, por lo que utilizan al hijo para satisfacer sus necesidades de amor y compañerismo, que resulta una forma patológica de vincularse con su vástago.
La función paterna, fuerte, directa y benevolente interrumpe en esa “gozosa simbiosis” madre-hijo, donde el padre concentiza que no es saludable. Si un padre quiere que su hijo sea heterosexual debe romper el vínculo madre-hijo, pero ¿Qué otras actividades debe realizar el padre para escindir esa gozosa simbiosis? Será únicamente la madre quien podrá dar esa pauta, en el momento que, atendiendo a su hijo, se voltea para regocijarse en los brazos de su amado esposo, con lo que pone una barrera simbólica entre el hijo y ella que se traduce en: ¡Yo jamás podré ser tuya porque le pertenezco a tu padre! “Ante esta postura de rechazo de la madre hacia su hijo, pone un límite entre ella y su vástago pero al mismo tiempo le brinda la oportunidad de introyectar la masculinidad paterna. Por medio de una escena fantasmática del niño (macho), que significaría que para poder poseer a su madre, la única manera posible será parecerse a su padre y con eso cumplir su deseo de poseer a su progenitora, ya que para el infante: Papá es el que puede acariciar y abrazar a mamá, la besa en la boca y ¡hasta duermen desnudos en la cama! Algo que a la criatura se le prohíbe hacer con su madre. De esta manera, el padre debe ser un modelo, demostrando que desde su postura puede mantener una relación demasiado íntima con su esposa (madre del infante).
El padre tiene la función de servir como un amortiguador entre el vínculo madre-hijo. Y en otras ocasiones será la madre quien podrá funcionar como amortiguador del vínculo padre-hijo manteniendo a su marido lejos del niño. En estos casos es cuando la madre exclamará a su cónyuge: ¡No juegues tan brusco con él (refiriéndose a su hijo) lo vas a lastimar! En otros casos la madre puede ser directa con su hijo al decirle: ¡Hoy papá estará ocupado haciendo cosas conmigo! Con el fin de satisfacer sus propias necesidades íntimas con su marido.
En los casos patológicos la madre puede ver en su hijo a ese “hombrecito” de la casa con el que puede mantener una relación emocional demasiado íntima sin los conflictos que ella tiene que enfrentar en la relación con su marido. Además de poner mucha atención continuamente para “rescatar” a su hijo de los regaños o abusos reales o imaginarios a cargo del padre por lo que estaría fomentando la “simbiosis gozosa”. Esto se manifiesta en que siempre está dispuesta a abrazar y consolar a su hijo en cualquier desavenencia que padezca, por mínima que sea; o cuando el padre impone una disciplina, o es indiferente con su vástago, en tales casos la madre se presenta muy complaciente con su hijo.
La excesiva simpatía de la madre por su hijo puede desalentar al niño (macho) para llevar a cabo la separación materna, que será vital para su sano desarrollo psicosexual. Además, la exagerada simpatía de ella, fomenta la autocompasión, una característica que se observa a menudo en los hombres homosexuales, dicha simpatía puede también animar al niño (macho) a permanecer aislado de sus pares cuando él es herido por la burla o exclusión de su círculo social.
Por otro lado debemos indicar que no todos los niños con trastorno de identidad de género son notablemente apuestos, pero Richard Green vio una conexión y concluyó que los aspectos anatómicos bellos del niño, suele existir un señalamiento enfático por uno o ambos padres sobre tales atributos, siendo que se lo expresen directamente al hijo, o que lo manifiesten en presencia de otros cuando el vástago está presente, con lo que fomentan su afeminamiento (R. Green, “Síndrome Sissy Boy”, págs. 64-68).
En la historia del hombre el pene es el símbolo esencial de la masculinidad —la inconfundible diferencia entre macho y hembra— está divergencia anatómica hay que señalarla al niño con trastorno de identidad de género durante el psicoanálisis —según lo expresado por Green— además agrega que estos infantes consideran regularmente a su propio pene como una especie de objeto extraterrestre, algo misterioso, y en caso de aceptar su pene como un órgano propio, al llegar a la adultez sentirán una fascinación continua por el pene de otros.
El niño (macho) que toma una postura inconsciente de separarse de su propio cuerpo masculino estará orientado hacia un camino homosexual, regularmente presentará conductas afeminadas; es decir, será algo diferente con sus pares (machos) y en su infancia estará propenso a desenvolverse con niñas (hembras). Hay que mencionar que entre los cinco a once años de edad aproximadamente, los niños (machos) regularmente rompen la relación con las niñas (hembras), con la finalidad de “consolidar” su identidad de género masculina. Es frecuente observar que los niños (machos) con trastorno de identidad de género, la relación con el padre (macho) es casi nula o distante. Y por último, la opinión de Lynne Segal, sobre el acondicionamiento social para brindar y alentar las características peculiares de cada género, podría ser aún más intratables que el determinismo biológico del sexo.

Referencias.
Sigmund Freud: Tres ensayos sobre teoría sexual.
Margaret Schoenberger Mahler, y Manuel Furer: Simbiosis humana y las vicisitudes de la individuación.
Margaret Schoenberger Mahler: Separación-individuación
Psicosis infantil. Revista de la Asociación psicoanalítica americana. 15: 740-753.
Margaret Schoenberger Mahler, Fred Pine, y An Bergman: El nacimiento psicológico del infante humano.
Joyce McDougall: Teatros de la mente.
Robert Jesse Stoller: Sexo y género.
Jaime P. Stubrin: Sexualidades y homosexualidades.
Richard Green, “Síndrome Sissy Boy”.


La desintoxicación.

“En el hombre la droga adormece el sexo y en la mujer, el corazón”. Jean Cocteau.

Hay un diario que fue escrito por Jean Cocteau durante la estancia para desintoxicarse en la clínica de Saint-Cloud entre diciembre de 1928 a abril de 1929; no era su primer internamiento —nos relata Cocteau— y agrega que volvía a fumar opio porque se sentía ante un desequilibrio nervioso cuando dejaba de hacerlo por lo que optaba por una quietud artificial. Lo interesante es que Cocteau consideraba que con sus textos hacía un aporte importante a la toxicomanía. «Como suele ocurrir, lamentaba que la medicina, en lugar de perfeccionar la desintoxicación, no se dedicará concienzudamente a convertir al opio en inofensivo». Sostiene, por ejemplo, que muchos médicos ignoran las trampas de una desintoxicación, se conforman con una supresión o abstinencia, y el toxicómano regularmente sale destrozado de esta prueba inútil. Él reconoce que volvió a intoxicarse porque los médicos sólo lo purgaban: “no buscan curar las causas primeras que llevan a la intoxicación”, razón por la cual reaparecía el desequilibrio nervioso, y apelaba al opio. Para Cocteau la eficacia del opio implica establecer un pacto, algo que se sella, y hacer un tratamiento moralizante de la cuestión, era como pedirle a Tristán que mate a lsolda* asegurándole que luego se sentirá mucho mejor.
Este autor continúa diciendo que salir de la intoxicación era como salir de una hibernación, por eso algunos toxicómanos necesitan de un “correctivo” y recurren al consumo de la sustancia tóxica, pues para ellos “el mundo es un fantasma hasta que una sustancia le da cuerpo”; el problema es que a veces el remedio que encuentran los puede también matar.
«Establece una diferencia entre hombre y mujer; en el hombre la droga adormece el sexo y en la mujer, el corazón». En el hombre existe una especie de fijador, y sin él la vida se vuelve intolerable, es algo que le permite dormir al condenado a muerte. Cocteau siente que le falta ese fijador. Nos habla del tedio del fumador curado. Todo lo que hacemos en la vida es en el tren expreso que corre hacia la muerte. Fumar opio es como bajarse del tren en marcha.
Afirma que lo que hace un fumador es pagar una falta y que vuelve al opio en su contra.
No hay un amante más exigente que la droga, planteamiento que conduce a pensar en el Superyó. Sus celos llevan a castrar al fumador. El opio es la mujer fatal. «De este modo, el primer efecto que reconoce en el proceso de desintoxicación es el retorno de la sensualidad, a desear la relación sexual y sobre todo a ponerla en práctica». La intoxicación ocupa para Cocteau el lugar de una mujer, y hace las veces de una práctica sexual. Mujer exigente, por cierto. Uno de los últimos aforismos del diario resume la problemática en cinco palabras: “Si el opio lo quiere…”.
Podemos referirnos al diario de Vicente Verdú: “Días sin fumar” el cual resulta también de sus memorias sobre la desintoxicación. Para el escritor y periodista español el cigarrillo era una compañía insoslayable. Decide dejar de fumar y describe sus síntomas de abstinencia que forman un sistema circular dentro de la oscuridad del adicto. Fumar le produce faringitis, pero dejar de fumar le seca la garganta y le engendra faringitis. Fumar le causa dolor de cabeza pero dejar de hacerlo le incrementa la tensión y vuelve dicho dolor. La frontera entre la salud y la enfermedad es un tanto difusa y la vida, razona, no es propiamente salud.
«Podemos decir que la finalidad del consumo de la sustancia tóxica es presentada como algo que funciona no para procurarse placer, sino para atenuar el dolor». Resulta interesante la sensación que se le presenta a Verdú cuando el cigarrillo ya no forma parte de su vida: se le representa la idea de que es un «sujeto castrado».
Lo que cada uno dibuja con su escritura, lo que logran contornear, es lo que se juega en la abstinencia: la confrontación brutal con una falta que la su tóxica obturaba, con sus consecuencias subjetivas: “La angustia ante la carencia y el desgarramiento frente a la decisión de abandonar un Goce”.
El psicoanálista invita a un proceso de escritura que permita circunscribir esta cuestión de otra forma. Es el destino común del psicoanálisis que lleve al sujeto hasta ese límite, pero por un camino adecuado y sobre todo seguro. Un derrotero que se va construyendo a partir de los puntos de falla de los tóxicos y, fundamentalmente, de las decisiones del sujeto. Obviamente no se trata de que el sujeto tenga que andar procurando consolar su Goce, no se trata de que lo frene el “Otro” o su propio Yo. El psicoanálisis lleva a que el “Otro” se haga consistente, pero por otros medios que los de la operación cínica que posibilita el consumo, esto significa que el Superyó se desacelere lo suficiente como para que el Goce sufra cierta mutación y que el sujeto pueda palpitarlo de la forma en que más le plazca. Como lo plantea Jacques-Marie Émile Lacan: “un análisis implica reescribir la historia”.

*Tristan e Isolda es una leyenda que se encuentra enraizada en tradiciones que probablemente se remontan a la época de la dominación vikinga de Irlanda en el Siglo X, durante el período del Reino de Dublín, aunque incluye elementos procedentes probablemente de otros ámbitos culturales.


El éxito aunado a la culpa.

“Nada puede hacerme daño excepto yo mismo; el mal que me agobia lo llevo conmigo y jamás sufro realmente sino por mi culpa”. San Bernardo de Claraval.

Existen sujetos que trabajan arduamente durante su vida para lograr sus metas, pero una vez alcanzado el éxito se deprimen gravemente. Sigmund Freud, en su obra “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo analítico”, plantea que nos mostramos confundidos y sorprendidos de aquellos sujetos que repentinamente enferman cuando cumplen un deseo hondamente arraigado y perseguido: son los que fracasan al triunfar, aquellos que producen un vuelco trágico. Entonces el síntoma aparece por consecuencia del triunfo. Lo normal sería esperar que el problema fuera más bien por la frustración, sin embargo es más bien por la culpa inconsciente que los invade, aquí vemos desplegado el Superyó con toda su fuerza para provocar el síntoma.


El Goce hasta morir.

“Más fácil es aguantar la muerte sin pensar en ella, que el pensamiento de morir”. Blaise Pascal.

Thomas de Ouincey nos relata que pese a los intentos de bajar las dosis del consumo de opio, no tuvo éxito, pues llegado, a un punto la reducción le causaba un intenso sufrimiento que define como una irritación del estómago difícil de poder narrar.
El opio le comenzaba a paralizar sus facultades intelectuales, invadiendole una sensación de desamparo e incapacidad por lo que aplazaba el trabajo cotidiano. Dice haber caído en un estado de postración, impotencia, mortal languidez; palabras con las que expresa sentimiento de desecho en el cual se encontraba sumido, sólo guardaba para sí dos cosas, la angustia y el sufrimiento.
El «Goce» que invade su ser aparece como algo imposible de comunicar, como precipitarse en un abismo insondable, como un estado de desolación, de desesperación suicida inefable, aunado a la sensación alterada del espacio y tiempo, dilatándose hasta una infinitud inexpresable.
Sus sueños —dice Quincey— tienen la característica de que, salvo excepciones, presentan escenas de horror y daños. Aunque también en la vigilia padece horrores, pero en este punto el Goce aparece delineando su cuerpo. Es a partir de llegar a este estado, frente a este Goce desbocado, que dice: “Me di cuenta de que iba a morir si seguía tomando opio: me decidí por lo tanto a que si era necesario, moriría para
arrojarlo de mi vida”. Así vemos cómo Ouincey se confronta con un límite que en ocasiones lleva a algunos toxicómanos a intentar buscar otra solución que la ofrecida por la sustancia tóxica; este límite esta a un paso más allá de la vida: la muerte.
En su obra literaria “Suspiria de Profundis” parecía haber encontrado cierta tramitación de lo inexorable, aquello frente a lo cual los ruegos son estériles. Recordemos sus propias palabras: “El sentimiento que acompaña a la repentina revelación de que todo está perdido crece en silencio dentro del corazón, es demasiado profundo para expresarse en palabras o gestos, y ninguna de sus partes se trasluce exteriormente. Si la ruina fuese condicional o subsistiese una duda, lo lógico sería estallar en exclamaciones o implorar compasión pero cuando se tiene la certeza de que la ruina es absoluta, cuando la compasión no es un consuelo y es imposible tener la menor esperanza, todo es distinto. Se apaga la luz, la voz… Por lo menos yo, al darme cuenta de que las terribles puertas se habían cerrado y que de ellas colgaban crespones negros, como de una muerte ya ocurrida, no hablé, no me quejé, no hice ningún gesto. Un hondo suspiro salió de mi pecho y quedé en silencio durante varios días”.


La tragedia de Victor Hugo Viscarra.

“Todo mi dolor ha pasado a la literatura”. Juan Gelman.

Su principal obra de Víctor Hugo Viscarra se titula “Borracho estaba, pero no me acuerdo”; a través del psicoanálisis podemos observar la función que tiene el Superyó de este autor: cruel y beligerante por el abuso en el consumo de bebidas embriagantes con la finalidad de sepultar los amargos recuerdos, el ahogamiento de la angustia, el olvido permanente… todo esto proveniente, sin lugar a dudas del reservorio del Ello. Por medio de breves crónicas, éste autor deja constancia de lo que han sido los sucesos traumáticos de su vida: “Nací viejo —nos dice— mi vida ha sido un tránsito brusco de la niñez a la vejez, sin términos medios”, y afirma la edad exacta de la que no pasará vivo, caso contrario conseguirá una pistola para suicidarse. Asegura que quisiera olvidar el período de su niñez, pero no logra hacerlo, le resulta verdaderamente imposible; las cicatrices, consecuencia del maltrato constante de su despiadada madre, no se borran, les esta vedado el olvido, aunque nada grato guarde en los recuerdos. Asegura que “quienes recuerdan con tristeza su infancia, nunca más podrán ser felices”. Prosigue en su relato donde su madre le rompió varias escobas en su espalda, le clavaba las uñas en la boca hasta dejarle una cicatriz, le dejó una en la muñeca al clavarle un cuchillo, le daba palizas memorables… En una oportunidad le echó alcohol sobre su cuerpo para prenderle fuego, de esa desgracia lo salvó un casero que llegó oportunamente. Él quería ignorar las cicatrices, borrarlas con la indiferencia, pero no podía. Se escapó de su casa a los doce años y en la calle conoció un trato más cruel que el de la madre, el de los agentes de la Oficina de Menores, y luego de estar preso con delincuentes pasó a estar bajo la tutela del padre. Fue a vivir a un callejón donde se había instalado un grupo de bebedores empedernidos. El padre era militar, buena gente, nos asegura. Conocía todos los estados civiles: viudo, divorciado, casado; él lo iba a recoger a los boliches los viernes cuando se emborrachaba hasta perderse y, si se enojaba, sabía cómo calmarlo, poniendo canciones de boleros, “una tristeza no catalogada en diccionario alguno se apoderaba de su alma y su espíritu”. Cuando murió su padre —el mismo día del cumpleaños de Víctor Hugo— no reclamó su herencia, sólo le quedó de recuerdo la fotografía de su aviso necrológico. Mientras tanto, había aprendido a vagar por toda su ciudad sin extraviarse. Se sentía abandonado, y agrega que hay quienes tiemblan más por el abandono que por el frío. Había sentido frío en el alma, se había sentido deprimido, miserable, entonces le daban ganas de meterse en las cantinas por donde caminaba de día y de noche, la intención era quedar completamente alcoholizado, regularmente tirado en las banquetas o en cualquier sucio rincón. En definitiva aprendió a beber más por necesidad que por vicio. 


El amor imposible en los hombres.

“Es una necedad arrancarse los cabellos en los momentos de aflicción, como si ésta pudiera ser aliviada por la calvicie”. Cicerón.

El amor se puede volver adictivo en el hombre cuando la mujer se vuelve imposible de obtener, de abrazarla, de besarla, de tener relaciones sexuales…
Es un hecho observable que muchos hombres cuando tienen pareja, hablan muy poco de ella con los demás, cuestión que es contraria en las mujeres, ellas suelen hablar con bastante más frecuencia de sus parejas con los otros. Pero cuando los hombres han sido abandonados por sus respectivas partenaires, entonces hablan de ellas y mucho, incluso durante años.
En estos amores imposibles observamos como el hombre ante la negativa de la mujer, se convierte en obsesivo con el uso del teléfono móvil para comunicarse con ella; el acecho y el espionaje se ponen en marcha, y entonces el amor toma un tono persecutorio, comparando a esa fémina como una potente «droga», y a esa dificultad para acceder a ella, como una penosa abstinencia que deben soportar. Incluso pueden optar por una sustitución de esta «droga», por otra asequible a ellos.
Ese amor no correspondido puede llevar a un hombre a volverse compulsivo, práctica que se convierte en insoportable para la mujer. Aquí el amor se ha transformado en una pasión, en términos literales. La pasión permite contemplar en forma conjunta dos cuestiones que Sigmund Freud nos presentaba por separado: el afecto y el pensamiento. Cuando una fémina se apodera del pensamiento de un hombre con personalidad obsesiva su pasión se torna en una especia de droga, aunado a un masoquismo obstinado, del cual resultará muy difícil librarse.


La pérdida del amor para las mujeres.

“Para andar por el mundo es menester ir bien abastecido de cautela y de indulgencia: aquella sirve para protegernos de daños y perdidas, esta última de pleitos y de pendencias”. Arthur Schopenhauer.

Sigmund Freud expone que en las mujeres “el Superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como exigimos en el caso del varón”. Lo de no tan impersonal ni tan independiente de sus orígenes afectivos aparecerá en otros momentos de la obra freudiana, donde se destaca que en las mujeres, más que en el caso de los varones, la cuestión depende de la «intimidación exterior»; es decir, estará más expuesta a la relación con un “Otro” estragante.
La amenaza para la niña durante el Complejo de Edipo tiene que ver con la pérdida de amor del padre, algo que se repetirá a lo largo de su vida con sus respectivos partenaires, lo que recaerá una demanda fálica. La pérdida del amor, o la desestimación de esta demanda, implica sumergirse en la angustia —más profundamente que en caso de los hombres— esto puede crear en ellas cierta dependencia que la lleve a aceptar cualquier tipo de exigencia por parte de ese Otro. Así, el partenaire haría las veces de ese Superyó, débil como instancia interna, pero tan estragante como siempre, y menos impersonal.
Hans Sachs expresó respecto a las féminas, que poseen un Superyó postizo a partir de la relación con los hombres, de quienes se tornarían en dependientes y sumisas; «por lo que hecho de perder el amor resultaría equivalente a la angustia de castración para los hombres». En este punto, se encuentra una de las respuestas, además del placer que puede ocasionar el vínculo de pareja, de por qué se sostiene el amor entre los partenaires. Si bien es mentira que el amor todo lo puede, al menos logra anular, temporariamente, la angustia de castración.


La maduración de la relación de pareja.

“Cuando odias a una persona, odias algo de ella que forma parte de ti mismo. Lo que no forma parte de nosotros no nos molesta”. Hermann Hesse.

Obviamente, la calidad y el desarrollo de una relación amorosa dependen del psiquismo de la pareja y, por implicación, el proceso de selección que los une. Los mismos rasgos que implican maduración de la capacidad para las relaciones amorosas son los que gravitan en el proceso de selección. La capacidad para disfrutar libremente del placer sexual constituye —si por lo menos tiene acceso a ella uno de los dos partenaires— una temprana situación de prueba, en la medida en que ambos estén en condiciones de lograr una libertad conjunta, riqueza y variedad en sus encuentros sexuales. Encarar frontalmente la inhibición, limitación o el rechazo sexuales del partenaire es signo de una identificación genital estable, en contraste con el rechazo colérico, la desvalorización o la sumisión masoquista a esa inhibición sexual. Por supuesto que la respuesta a este desafío por parte del partenaire sexualmente inhibido se convertirá en un elemento importante de la dinámica en desarrollo de la pareja. Detrás de las incompatibilidades sexuales tempranas de la pareja suele haber problemas edípicos significativos no resueltos, y la medida en que la relación puede contribuir a solucionarlos depende sobre todo de la actitud del partenaire más sano.
«Evitar a una pareja que obviamente impone limitaciones severas a la expectativa de gratificación sexual es un aspecto del proceso normal de selección».
El desarrollo de la capacidad para las relaciones objetales totales o integradas implica el logro de una identidad del Yo y, por la misma razón, de relaciones objetales profundas, que facilitan la selección intuitiva de un sujeto que corresponda a los propios anhelos y aspiraciones. Siempre habrá determinantes inconscientes en el proceso de selección pero, en circunstancias comunes, la discrepancia entre los deseos y temores inconscientes y las expectativas conscientes no será tan extrema como para convertir en un peligro importante la disolución de los procesos tempranos de idealización en la relación de pareja.
La selección de la pareja que uno ama y con la cual se quiere pasar juntos el resto de la vida involucra ideales maduros, juicios de valor y metas que, aparte de satisfacer las necesidades de amor e intimidad, le procuran un sentido más amplio a la vida propia. Se podría cuestionar que el término “idealización” se aplique en este caso, pero en la medida en que se selecciona a un partenaire que corresponda a un ideal por el que se lucha, en esa elección hay un elemento de trascendencia, un compromiso con la pareja que se produce con la influencia del Ideal del Yo.




El placer de mirar y ser observado.

¿Por qué algunas mujeres visten demasiado provocativas?

“Cuando un hombre se levanta para hablar, la gente escucha y luego mira. Cuando se levanta una mujer, miran; luego, si les gusta lo que ven, escuchan”. Pauline Frederick.

Empecemos por definir el significado de la palabra vergüenza que se denota por el rubor del rostro, evitar o bajar la mirada, la ocultación de la cara, la timidez, el apocamiento y alguna forma de contracción física, acompañadas de torpeza y confusión. La vergüenza aparece cuando el otro observa, o habla, o cuando tiene la posibilidad de descubrir algo que puede menoscabar el Self, donde el sujeto hace el intento apremiante de esconderse, o salir de escena.
La vergüenza aparece cuando algo que debía quedar oculto se devela; algo que debía mantenerse secreto, traspasa esa barrera; por esa razón, la vergüenza no requiere necesariamente de una transgresión aunque supone una acción desaprobadora; quien se siente avergonzado no observa directamente a los ojos, esquiva la mirada; desea desaparecer frente a un acontecimiento donde se siente atrapado. De ahí, el estrecho vínculo entre vergüenza y mirada.
La vergüenza se presenta ante la exhibición pública, o al menos ante la mirada o expresión fonética de otro, real o fantaseado. O mejor dicho, es el corolario de una relación inconsciente con un objeto que mira o se escucha de una manera persecutoria. Quien se siente avergonzado ante una situación externa, tiende a “bajar los ojos” y los movimientos motrices se desequilibran.
La vergüenza implica la exposición de la desnudez y la sensación de haber sido “sorprendido”, o “descubierto”. «Para evitar prolongar la vergüenza es necesario mantener reprimido el placer escéptico o fonético que retorna proyectivamente en esa mirada o escucha que hace caer en vergüenza». De ahí la experiencia de las mujeres que visten de forma provocativa, que ante las palabras obscenas o la mirada penetrante del hombre, inducen en ella vergüenza al aludir no sólo alguna parte de su cuerpo, también el deseo y la excitación sexual, los que quedan velados por la represión al igual que el placer exhibicionista de ella por su desnudez disimulada bajo sus sensuales ropajes. Entonces lo reprimido queda enmascarado por las vestimentas y proyectado el placer en la mirada del espectador. De esta manera, la vergüenza adquiere un valor «fantasmático», como signo de la excitación sexual tanto para él como para ella.
Los sueños de turbación por desnudez, que según Sigmund Freud resultan típicos precisamente cuando se acompañan del sentimiento vergonzoso frente al cual, ante aturdimiento, aparece la imposibilidad de la huida a través de alguna inhibición motora que impide ocultar la desnudez. Freud los considera sueños exhibicionistas.
Estos sueños están dirigidos originalmente a los deseos infantiles exhibicionistas regularmente hacia los padres pero que son omitidos de la escena onírica, salvo en la paranoia donde reaparecen abierta o enmascaradamente bajo la multiplicación de varias figuras extrañas que denotan la cualidad de secreto en juego. De acuerdo con el propósito del sueño, la exhibición se realiza pero la censura la interrumpe por vía de la mirada de alguien frente a quien se experimenta el sentimiento penoso, vergonzoso.
Esta exhibición que la censura irrumpe se puede constatar en algunas ocasiones, cuando se le pregunta a una mujer que acaba de parir, sí está dando pecho a su recién nacido, si llega a ruborizarse (a causa de la vergüenza) ante la pregunta; el rubor de su rostro denuncia la experiencia de la excitación erótica por el amamantamiento que debía quedar oculta a la mirada de los otros, pero que la piel de su rostro —enrojecido como los genitales deseantes— denota lo que debía quedar fuera de la mirada. Como es sabido, al hablar de mirar desde el punto de vista del psicoanálisis, estamos refiriéndonos no a una función fisiológica sino a la acción pulsional que toma al ojo como zona erógena y como medio de la relación de objeto; a través de la pulsión escópica pueden realizarse deseos tanto sexuales como agresivos de acuerdo a la fantasía subyacente.
La mirada puede ser utilizada hacia el objeto para conocerlo, acariciarlo, repararlo… pero también para controlarlo, destruirlo, robarlo, violarlo… Mirando se puede respetar los límites del objeto (su integridad) como ocurre cuando entra en juego las fantasías provenientes del Complejo de Edipo que darán lugar a la experiencia de vergüenza al ser develada la confusión en la Escena Primaria. En cambio, cuando las motivaciones son crueles, narcisistas y omnipotentes, a través de la mirada pueden proyectarse aspectos disociados del Self dentro del objeto forzando la entrada en él con violencia, abuso y dominación (esto ocurre en el voyeurismo intrusivo dominado por la personalidad narcisista) lo que configurará un ojo que mira con sadismo, arrogancia y omnisciencia y que a su vez revertirá como una mirada de cualidades análogas.


Las fantasías del psicoanalizado hacia el psicoanálista.

“El odio entre parientes es más profundo”. Rabindranath Tagore.

Durante la sesión psicoanalítica se puede observar en algunos casos, la transferencia caracterizada por la arrogancia, la curiosidad y la seudoestupidez (incapacidad del psicoanalizado para reflexionar sobre lo que dice el psicoanálista), descrita por Bion, que ilustra el «acting out», por parte del paciente, de la envidia al hacia los conocimientos del psicoanálista, la destrucción de cualquier significado y el sadismo dirigido a éste último.
Uno de los rasgos más sistemáticos en las transferencias dominadas por el «acting out» del odio profundo, es la extraordinaria dependencia del psicoanalizado respecto del psicoanálista, que se pone de manifiesto simultáneamente en la agresión al profesional (una demostración impresionante de la “fijación al trauma”). Al mismo tiempo, las fantasías y los miedos del psicoanalizado reflejan su supuesto de que, si no rechaza sistemáticamente al psicoanálista sobre las interpretaciones, éste lo someterá a un análogo ataque furioso de odio, explotación sádica y persecución. Obviamente, por medio de la identificación proyectiva, el psicoanalizado le atribuye al psicoanálista su propio odio y sadismo; la situación ilustra el vínculo íntimo que existe entre el perseguidor y el perseguido, el amo y el esclavo, el sádico y el masoquista, todo lo cual remite en última instancia a la infancia del paciente donde existió una madre sádica, frustradora, irritante, y ante un niño pequeño desamparado, paralizado.
Básicamente , el psicoanalizado representa una relación objetal entre el perseguidor y su víctima, alternándose en su identificación con ambos roles mientras proyecta el complementario sobre el psicoanálista. En los casos más psicopatológicos, parece que la única alternativa a ser victimizado es convertirse en tirano, y la afirmación reiterada del odio y el sadismo se presenta como la única forma posible de supervivencia y significado, excepción hecha del asesinato, el suicidio o la psicopatía. En los casos más moderados, surge un factor dinámico adicional, a saber: la envidia, la intolerancia al objeto bueno que escapa a esa ferocidad y que es odiado por rehusar premeditadamente (según la fantasía del paciente) lo que podría transformar al objeto de perseguidor en objeto ideal. En este caso, detrás de la incesante embestida del odio en la transferencia, hay una búsqueda de un objeto ideal (una madre ideal). En casos aún más moderados, con tipos de conducta sadomasoquista más refinada y elaborada dentro de una estructura neurótica de la personalidad, descubrimos un potencial inconsciente para hallar placer en el dolor, la tentación de experimentar el dolor como una precondición para experimentar posteriormente el placer, en el contexto de la angustia de castración, la culpa inconsciente por los impulsos edípicos, y como transformación final del dolor experimentado pasivamente en una solución de transacción activa de los conflictos inconscientes correlativos.
Todas estas dinámicas pueden emerger íntimamente condensadas y combinadas, con diferencias de grado y proporción. Lo que tienen en común es la motivación intensa de mantener un vínculo con el objeto odiado, una relación que gratifica a esas diversas transferencias primitivas y, que es responsable de la fuerte fijación a esta relación traumática.


La pulsión de muerte (Tánatos), psicoanálisis.

“Vivir es llegar y morir es volver”. Lao-Tsé.

La pulsión de muerte no es aceptado como tal por muchos psicoanálistas pasados y contemporáneos, por no cumplir aparentemente con todas las cualidades instintivas (origen, fuerza, objetivo y fin). Pero persiste una sensación metapsicológica —desde Viktor Tausk—, que la muerte está predeterminada filogenéticamente cual engranaje, de poseer la fuerza del estatismo y el retroceso y que ésta deviene en estructura —proceso—, con un claro objetivo e ineludible fin.
No debemos olvidar que las estructuras gobernadas por Tánatos —Superyó como ejemplo—, son organizaciones cuya tasa de cambio es lenta, mientras algunos piensan que son inmutables, pero los pronunciamientos son pálidos.
La mayoría de los autores —nos refiere André Green— “únicamente hablan de un narcisismo de vida y guardan silencio —el propio silencio que lo habita— sobre el narcisismo de muerte, presente en forma de abolición de las tensiones a nivel cero”.
Sí, con el transcurrir de decenas de años, la muerte va acechando al Self, corporal y psíquico, entonces es porque inicia su tarea final y decide concluir la misión; ahora se ha convertido en una fuerza dinámica superior al vivir. En esto ayudan el envejecimiento, las dificultades en el trabajo, las pérdidas objetales, los duelos no elaborados, la merma del poder, las heridas narcisistas, las enfermedades físicas, la ruptura de sobreidealizaciones, la consciencia fóbica de mortalidad, la extinción de la juventud, la intensificación de la envidia, la agonía del Ideal del Yo, las incisivas recriminaciones Superyoicas, el predominio de introyecciones destructivas otrora proyectadas, el transcurso del tiempo melancólico-paranoide, el comando de la pulsión de muerte y la soledad. El cirio humano —lo diremos con metáfora de Sacha Nacht—, “pierde su aliento el guardián de la vida, abdica y se apaga”. Entonces la pulsión cierra su círculo, retornando a su estado inanimado inicial.


La elección de pareja.

“El divorcio probablemente se remonta a la misma época que el matrimonio. Yo creo, sin embargo que el matrimonio es algunas semanas más antiguo”. François-Marie Arouet “Voltaire”.

Sigmund Freud señaló que las mujeres regularmente creen elegir al hombre (partenaire) según el modelo paterno que tuvieron en su infancia, pero en el fondo repiten la relación que tuvieron realmente con su madre —esto es una evidencia plausible en el psicoanálisis—. Incluso esgrime un optimismo envidiable cuando agrega que, en este sentido segundos matrimonios son mejores, pregonando el triunfo de la «esperanza» por sobre la «experiencia».