“Hay personas silenciosas que son mucho más interesantes que los mejores oradores”. Benjamin Disraeli.
Es importante remarcar lo inútil que resulta que el psicoanálista se convierta en una especie de Superyó exterior, y que intente auxiliar al toxicómano en el sentido de “recomendarle” lo que debe o deje de hacer.
Ahora bien, la importancia que tiene el silencio durante la sesión psicoanalítica, no es el silencio que proviene del psicoanalizado sino más bien el que detenta el psicoanálista porque será sobre ese fondo que se reencontrará el paciente con su decir, es ahí donde podrá encontrar los ecos de ese Real que lo determina, y es en ese silencio donde se juega esa función de objeto que el psicoanálista cumple para que el sujeto pueda relacionarse de otra manera con lo Real.
El psicoanálista nunca debe prohibir que el toxicómano siga consumiendo la sustancia tóxica; sabe que realizar un pacto con la supuesta parte sana del Yo resulta inútil, simplemente porque no existe una parte sana del Yo.
Cuando el toxicómano eligió el silencio provocado por el consumo de la sustancia tóxica, siguió el camino del rechazo de lo Simbólico, del rechazo del “Otro” que se le tornaba problemático, o sea del rechazo del inconsciente; luego del trabajo psicoanalítico —si se llega a encauzar— se conocerá los límites de lo Simbólico, de que ese “Otro” es una construcción neurótica y que frente a las pulsiones se pueden tomar decisiones, con las que asume su responsabilidad de cómo elige gozar y, en definitiva, vivir.
Enfrentarse a ese silencio, «no el del psicoanálista» sino con el que el toxicómano se relaciona, aquello que con la sustancia tóxica pretendía obturar, con una falta que, al taponearla, lo sumía en un Goce mudo y mortífero.
Un texto que se ha escrito sobre el tema se llama “El silencio primordial”, y habla del silencio en la «cura» psicoanalítica, de Santiago Kovadloff. Este autor señala que el silencio terapéuticamente eficaz arrebata al sujeto de la ilusión, de que sabe lo que dice y lo acerca a la intuición de que dice lo que debiera saber. El psicoanalista calla y le entrega al sujeto “el indescriptible paisaje de su alteridad”, entonces “lo medular silenciado irrumpe y se deja oír”. Kovadloff plantea que “curarse” implica hacerse responsable. “Del preguntar como lo huérfano de respuesta. De la existencia asumida como el perpetuo interrogar por el sentido ausente”. No se pregunta para responder, sino porque no es posible hacerlo, es decir que se llega a un extremo donde ya no se busca, el silencio recorta un vacío frente al cual, por un lado, se puede estar tranquilo, pero a la vez impulsado por el deseo que ya no encuentra los obstáculos propios y que procura hacer algo con los ajenos. Estar bajo el influjo de la sustancia tóxica, ya no le depara al toxicómano ninguna ventaja, pues en el intento de mantener anestesiado el sufrimiento, él lo depositó, en la misma bolsa, su propio deseo. Puede encontrar satisfacción en un recorrido que antes, no aparecía en su horizonte.
Theodor Reik va a concluir su trabajo clásico sobre el tema con una referencia a Gustav Mahler que en una oportunidad dijo: “En música, lo importante no se encuentra en la partitura”; lo mismo sucede en el psicoanálisis. Reik ha sido uno de los psicoanalistas que han reducido el silencio a una defensa.
Karl Abraham pensaba que el silencio sucede como si se tratara una defensa frente al erotismo anal; Otto Fenichel, como una defensa frente a un deseo de felación; mientras Wilhelm Reich recomendaba responder a ese silencio de defensa con otro por parte del psicoanálista, pero no era tan rígido, ya que pensaba que muchas veces el discurso escondía y el silencio revelaba, pero para no quedar encerrados en esa trampa se debe lograr salir del silencio provocado por la sustancia tóxica.
Sobre este mismo punto, lo señala Martin Heidegger cuando escribe: “sólo el discurso verdadero hace posible el silencio auténtico”. El psicoanálista es, como dice Jacques-Alain Miller, ese silencio en nombre del cual el sujeto habla, hasta ese punto en el que ya no hay nada para decir, hasta obtener ese silencio que no es el de la defensa, proveniente de la intoxicación que busca tapar la falta llevando a un Goce autista, solitario y silencioso. Un silencio que no se opone al acto, podríamos decir, un silencio, en nombre del cual, el sujeto actúa.
Hay un texto de Sigmund Freud que se llama “De guerra y muerte”; ahí plantea que “hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio”.
Existen toxicómanos que intentan hacer a un lado la muerte al consumir la sustancia tóxica. Es frecuente escuchar en los discursos de los psicoanálistas, que de cierta manera el toxicómano se está matando a través del consumo de la sustancia tóxica, como si al momento de intoxicarse intentará conocer, no el límite de la vida sino donde inicia la muerte, y ubicar de manera precisa ese umbral. Cada vez que consume la sustancia tóxica, sería una oportunidad de acercarse más a ese umbral. Obviamente en esas dimensiones, el intento de conocer dicho límite tiene muchas probabilidades que termine en una catástrofe. En muchos de estos casos, acercarse a ese umbral sirve como una puerta de entrada y de salida. Al percatarse el toxicómano que ese umbral jamás podrá delimitarse, surge como consecuencia de una sobredosis, lo que puede llevar —en el mejor de los casos— a dejar de consumir la sustancia tóxica, que lo impulsaba.
Edgar Allan Poe, que era alcohólico y fumaba opio; algunos de sus cuentos fueron escritos bajo sus efectos. Hay uno entre ellos que fue catalogado como metafísico, que lleva por nombre precisamente “Silencio”. En este cuento, que es presentado como una fábula, el demonio habla de una lúgubre región donde no hay calma ni silencio. Todo funciona de una manera muy extraña, las aguas de un río azafranado no corren hacia el mar sino que palpitan tumultuosamente bajo el sol, en un desierto de grandes nenúfares que suspiran en su entorno. Más allá, en una floresta la maleza se agita y los árboles hacen ruido, sin que haya viento. En medio de ese raro clima, en una roca se lee la palabra “desolación”; también se ve un hombre cansado, triste, disgustado con la humanidad y con ganas de estar solo. Ese hombre temblará en esa soledad, una y otra vez; entonces un demonio maldijo, y ese siniestro lugar fue víctima de una espantosa tempestad, lluvia, rayos y viento, y el hombre seguía sentado en el mismo lugar por lo que el demonio se enojó, esta vez lanzó la maldición del silencio, todo enmudeció, cesaron los murmullos, todo se apagó y en la roca se podía leer “silencio”. El hombre se puso pálido, no escuchaba nada, se estremeció y huyó a toda prisa. El demonio le cuenta esta fábula a quien escribe el cuento y cuando terminó, se rió, pero el hombre no pudo hacerlo.
Por tratarse de una fábula resulta más bien extraña, pero precisamente ese ruido atronador, puede ser una buena metáfora de la pulsión de muerte. Ese hombre que se aleja de los humanos y que vive en su desolación, es maldecido por ese demonio, que puede representar al Superyó. El sujeto, sin mucho éxito, desea acallar lo pulsional hasta que llega a un silencio que ya no se soporta, hasta que ese Real hace su eco más perturbador y huye despavorido de aquella desolación, en medio del murmullo permanente, a ese silencio intolerable. Ese puede ser el punto de viraje que empuje al toxicómano a rearmarse con otro estilo de vida. Cuando llegue a ese límite, a ese silencio al cual fue impulsado por el consumo de la sustancia tóxica, donde la situación se le torne insoportable, podrá entonces, por fin, sí se decide, a buscar otros caminos.
Es importante remarcar lo inútil que resulta que el psicoanálista se convierta en una especie de Superyó exterior, y que intente auxiliar al toxicómano en el sentido de “recomendarle” lo que debe o deje de hacer.
Ahora bien, la importancia que tiene el silencio durante la sesión psicoanalítica, no es el silencio que proviene del psicoanalizado sino más bien el que detenta el psicoanálista porque será sobre ese fondo que se reencontrará el paciente con su decir, es ahí donde podrá encontrar los ecos de ese Real que lo determina, y es en ese silencio donde se juega esa función de objeto que el psicoanálista cumple para que el sujeto pueda relacionarse de otra manera con lo Real.
El psicoanálista nunca debe prohibir que el toxicómano siga consumiendo la sustancia tóxica; sabe que realizar un pacto con la supuesta parte sana del Yo resulta inútil, simplemente porque no existe una parte sana del Yo.
Cuando el toxicómano eligió el silencio provocado por el consumo de la sustancia tóxica, siguió el camino del rechazo de lo Simbólico, del rechazo del “Otro” que se le tornaba problemático, o sea del rechazo del inconsciente; luego del trabajo psicoanalítico —si se llega a encauzar— se conocerá los límites de lo Simbólico, de que ese “Otro” es una construcción neurótica y que frente a las pulsiones se pueden tomar decisiones, con las que asume su responsabilidad de cómo elige gozar y, en definitiva, vivir.
Enfrentarse a ese silencio, «no el del psicoanálista» sino con el que el toxicómano se relaciona, aquello que con la sustancia tóxica pretendía obturar, con una falta que, al taponearla, lo sumía en un Goce mudo y mortífero.
Un texto que se ha escrito sobre el tema se llama “El silencio primordial”, y habla del silencio en la «cura» psicoanalítica, de Santiago Kovadloff. Este autor señala que el silencio terapéuticamente eficaz arrebata al sujeto de la ilusión, de que sabe lo que dice y lo acerca a la intuición de que dice lo que debiera saber. El psicoanalista calla y le entrega al sujeto “el indescriptible paisaje de su alteridad”, entonces “lo medular silenciado irrumpe y se deja oír”. Kovadloff plantea que “curarse” implica hacerse responsable. “Del preguntar como lo huérfano de respuesta. De la existencia asumida como el perpetuo interrogar por el sentido ausente”. No se pregunta para responder, sino porque no es posible hacerlo, es decir que se llega a un extremo donde ya no se busca, el silencio recorta un vacío frente al cual, por un lado, se puede estar tranquilo, pero a la vez impulsado por el deseo que ya no encuentra los obstáculos propios y que procura hacer algo con los ajenos. Estar bajo el influjo de la sustancia tóxica, ya no le depara al toxicómano ninguna ventaja, pues en el intento de mantener anestesiado el sufrimiento, él lo depositó, en la misma bolsa, su propio deseo. Puede encontrar satisfacción en un recorrido que antes, no aparecía en su horizonte.
Theodor Reik va a concluir su trabajo clásico sobre el tema con una referencia a Gustav Mahler que en una oportunidad dijo: “En música, lo importante no se encuentra en la partitura”; lo mismo sucede en el psicoanálisis. Reik ha sido uno de los psicoanalistas que han reducido el silencio a una defensa.
Karl Abraham pensaba que el silencio sucede como si se tratara una defensa frente al erotismo anal; Otto Fenichel, como una defensa frente a un deseo de felación; mientras Wilhelm Reich recomendaba responder a ese silencio de defensa con otro por parte del psicoanálista, pero no era tan rígido, ya que pensaba que muchas veces el discurso escondía y el silencio revelaba, pero para no quedar encerrados en esa trampa se debe lograr salir del silencio provocado por la sustancia tóxica.
Sobre este mismo punto, lo señala Martin Heidegger cuando escribe: “sólo el discurso verdadero hace posible el silencio auténtico”. El psicoanálista es, como dice Jacques-Alain Miller, ese silencio en nombre del cual el sujeto habla, hasta ese punto en el que ya no hay nada para decir, hasta obtener ese silencio que no es el de la defensa, proveniente de la intoxicación que busca tapar la falta llevando a un Goce autista, solitario y silencioso. Un silencio que no se opone al acto, podríamos decir, un silencio, en nombre del cual, el sujeto actúa.
Hay un texto de Sigmund Freud que se llama “De guerra y muerte”; ahí plantea que “hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio”.
Existen toxicómanos que intentan hacer a un lado la muerte al consumir la sustancia tóxica. Es frecuente escuchar en los discursos de los psicoanálistas, que de cierta manera el toxicómano se está matando a través del consumo de la sustancia tóxica, como si al momento de intoxicarse intentará conocer, no el límite de la vida sino donde inicia la muerte, y ubicar de manera precisa ese umbral. Cada vez que consume la sustancia tóxica, sería una oportunidad de acercarse más a ese umbral. Obviamente en esas dimensiones, el intento de conocer dicho límite tiene muchas probabilidades que termine en una catástrofe. En muchos de estos casos, acercarse a ese umbral sirve como una puerta de entrada y de salida. Al percatarse el toxicómano que ese umbral jamás podrá delimitarse, surge como consecuencia de una sobredosis, lo que puede llevar —en el mejor de los casos— a dejar de consumir la sustancia tóxica, que lo impulsaba.
Edgar Allan Poe, que era alcohólico y fumaba opio; algunos de sus cuentos fueron escritos bajo sus efectos. Hay uno entre ellos que fue catalogado como metafísico, que lleva por nombre precisamente “Silencio”. En este cuento, que es presentado como una fábula, el demonio habla de una lúgubre región donde no hay calma ni silencio. Todo funciona de una manera muy extraña, las aguas de un río azafranado no corren hacia el mar sino que palpitan tumultuosamente bajo el sol, en un desierto de grandes nenúfares que suspiran en su entorno. Más allá, en una floresta la maleza se agita y los árboles hacen ruido, sin que haya viento. En medio de ese raro clima, en una roca se lee la palabra “desolación”; también se ve un hombre cansado, triste, disgustado con la humanidad y con ganas de estar solo. Ese hombre temblará en esa soledad, una y otra vez; entonces un demonio maldijo, y ese siniestro lugar fue víctima de una espantosa tempestad, lluvia, rayos y viento, y el hombre seguía sentado en el mismo lugar por lo que el demonio se enojó, esta vez lanzó la maldición del silencio, todo enmudeció, cesaron los murmullos, todo se apagó y en la roca se podía leer “silencio”. El hombre se puso pálido, no escuchaba nada, se estremeció y huyó a toda prisa. El demonio le cuenta esta fábula a quien escribe el cuento y cuando terminó, se rió, pero el hombre no pudo hacerlo.
Por tratarse de una fábula resulta más bien extraña, pero precisamente ese ruido atronador, puede ser una buena metáfora de la pulsión de muerte. Ese hombre que se aleja de los humanos y que vive en su desolación, es maldecido por ese demonio, que puede representar al Superyó. El sujeto, sin mucho éxito, desea acallar lo pulsional hasta que llega a un silencio que ya no se soporta, hasta que ese Real hace su eco más perturbador y huye despavorido de aquella desolación, en medio del murmullo permanente, a ese silencio intolerable. Ese puede ser el punto de viraje que empuje al toxicómano a rearmarse con otro estilo de vida. Cuando llegue a ese límite, a ese silencio al cual fue impulsado por el consumo de la sustancia tóxica, donde la situación se le torne insoportable, podrá entonces, por fin, sí se decide, a buscar otros caminos.
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