La sociedad exige a las mujeres realizar la difícil tarea —cargada de demasiada responsabilidad— de asumir la maternidad sin haber recibido mucha —por no decir ninguna— preparación adecuada al respecto. Su responsabilidad es criar bebés «sanos» en todo el sentido de la palabra, y con ello se adapten a las crecientes demandas de la realidad. De hecho, las mujeres (madres) están en una posición de «excesiva soledad» como para repartir los bienes en forma correcta, lo que marca una diferencia fundamental entre hombres y mujeres. Al fin y al cabo, es durante los primeros meses de la relación con su madre cuando el hijo adquiere los rudimentos psicológicos indispensables sobre los que se edificarán sus relaciones adultas. Pero este proceso tendrá lugar sea o no la madre un sujeto estable y emocionalmente madura.
Con independencia de la educación de la madre, siempre se supone que el «instinto maternal» destacará y realizará milagros, cuestión que es más sinónimo de especulación, que la verdad que pueda implicar.
Hemos llegado como sociedad a imponer metas inalcanzables para las mujeres que se convierten en madres.
Podemos invocar las palabras precisas que dijo Judith Kestenberg, al respecto: “[...] Nuestro cuadro ideal de una mujer verdaderamente maternal es la de la madre omnipotente, que todo lo sabe y que cuida correctamente a su hijo por puro instinto”.
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