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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

lunes, 20 de febrero de 2017

El grito del infante.

El infante sano grita por necesidad, deseo, alegría, en ocasiones por pena pero sin crispación. La madre experimentada, intuitiva, sabe muy bien distinguir entre ese grito sano, esténico, sin angustia, sin crispación, sin dolor, que expresa las necesidades para vivir (necesidad de comer, beber, bañarse, asearse, compañía, de ser tomado en brazos, etcétera) y el grito de sufrimiento ("cólicos" del lactante, dolores de oídos, dolores dentales por mencionar algunos).
Hay que respetar los gritos del niño pues, gracias a ellos, incita a los padres a averiguar lo que le falta, por poco que confiemos en sus expresiones y sepamos descubrir lo que quieren significar. Si los progenitores no logran comprender la razón de los gritos de su vástago, no deben por ninguna razón responder a ellos con gritos, ni ejercer una barbaridad de gestos para reprimir en el infante la expresión que no logran comprender; para ese niño, se trata de una manifestación de la vida, ya sea la expresión de una petición o de un malestar; y gritar es mejor para él que no gritar, aun si no comprendemos lo que significan esos gritos.
Si, por el efecto de una coerción, el niño sensible se abstiene de gritar, la inhibición se instalará en él, consecutiva a la índole de su relación con el adulto amado de quien depende; y podrá convertirse en una especie de reflejo condicionado, capaz de trastornar sus ritmos vitales, sus ritmos somáticos. Lo que es naturalmente "bueno" en el plano de las incitaciones se volverá, para aquel niño, estrechamente asociado con lo "malo" y, de una manera inconsciente se instalará la ecuación: vida=peligro; o también en el plano dinámico, desear=indeseable; y en el plano afectivo, amar="volver malo" o "atormentar".
Es posible inhibir el grito espontáneo del lactante, y esto constituye, en realidad, en esa edad oral, un trauma que puede provocar no sólo un trastorno profundo sino incluso una inversión de los ritmos vitales, con lo cual se desfavorece considerablemente el desarrollo ulterior del sujeto.
Condenar la libre expresión en el infante en la etapa oral, y aun más tarde, antes de la edad del habla, es condenar en su origen el conjunto de la expresión de la libido tal como tendrá que desarrollarse a través de las etapas ulteriores, anal, uretral y genital.

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