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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

lunes, 6 de febrero de 2017

El inextricable camino a la masculinidad.

El primer y principal modelo de identificación es la madre, trátese de un niño o una niña (por lo que podemos decir que todos partimos del género femenino cuando nacemos) pero para que se establezca el núcleo de la identidad de género masculino en el niño (varón) éste debe buscar activamente la identificación con los hombres, por lo que debe necesariamente desidentificarse de su madre a partir de los dieciocho a los veinticuatro meses de edad aproximadamente.
Si el niño (varón) después de los veinticuatro meses continua imitando la dulzura, los movimientos, los gestos maternos, se feminiza. Por tanto, si bien el varón cuenta con la ventaja que su objeto de amor no varía a lo largo de su evolución (hacia las mujeres), no es tan simple en cuanto al desarrollo de su identidad de género, pues la identificación a la madre no promueve su masculinidad.
Esta modificación a las ideas de Sigmund Freud sobre el desarrollo psicosexual, proviene sobre todo de los hallazgos de Robert Jesse Stoller en los casos de transexualismo masculino.
Los niños desarrollan una identificación femenina temprana que no parece resultar de un grave conflicto, pero si esa unión-fusión es «prolongada, constante y absorbente» con la madre, además de un conjunto de factores que, si cumplen la condición de hallarse todos presentes, darían como resultado un transexual varón. Estos son los factores que podrían intervenir decisivamente en el trastorno de la identidad de género: gran belleza física del infante varón; exacerbada intimidad y cercanía en la relación temprana madre-hijo (que se acerca al modelo de relación incondicional y además perfecta de la cual el niño no parece querer desprenderse tan fácilmente); madres con severos síntomas de masculinidad en su desarrollo o deseos de ser varón que experimentan con una extrema felicidad y orgullo; mujeres que previamente al nacimiento del niño sufren una depresión crónica sin esperanzas, una vida inerte sin ningún otro estímulo afectivo proveniente del exterior; relaciones de pareja caracterizadas por prolongadas ausencias físicas del esposo, graves conflictos en el vínculo emocional con su partenaire, o incluso una indiferencia total con su cónyuge; un esposo pasivo, inafectivo y despreciado por ella que abandona totalmente la crianza del niño en sus manos; una madre carente de afectos por parte de su cónyuge y emocionalmente apartada de él; y el deseo consciente o inconsciente de la madre por tener una hija (sexo biológico hembra) pero que para desgracia de ella, resulta ser niño (sexo biológico macho).
Lo que más llama la atención de este tipo de relaciones es la calidad de la intimidad entre madre-hijo (simbiosis patológica) que se denota en la forma en que se miran a los ojos, la intensidad de sus abrazos, la suavidad de la voz, lo prolongado de las caricias, la forma de yacer entre sus brazos. Stoller acota que estas cualidades de la relación madre-hijo están representadas en el caso de dos enamorados adultos, que despiertan y desarrollan el sentimiento de fusión, pero en el amor adulto la intensidad de la fusión se apoya en su contrario, el odio; dentro de esta fusión existe también una clara conciencia mutua de lo que es la separación y diferencia, «esto es gracias al sentimiento del odio que tiene la función constante de separar y poner un límite entre los amantes para evitar ser absorbidos mutuamente». Cuestión que obviamente se encuentra ausente en el vínculo-fusión-patológico madre-hijo.
El interrogante es ¿qué sucede frente a estos mismos fenómenos cuando no se ha logrado esta conciencia de sí? Si la ilusión reduce hasta tal punto la brecha entre madre-hijo, si en términos del psicoanálisis el niño es el «falo de la madre sin cuestionamiento», entonces el niño está encantado de ser, «él todo para su madre», ¿qué impulsaría tanto a la madre como al hijo a abandonar este idilio?
Lo importante a resaltar es que aun tratándose de la máxima intimidad madre-niño, de una simbiosis sin corte, de una progenitora que observa cómo su hijo varón comienza a vestirse y tener actitudes de mujer, y lejos de rechazarlo lo estimula secretamente, o incluso se comporta cómo «la que nada ve»; tanto la relación en sí misma como el transvestismo del niño aun no poseen un carácter erótico-genital por estar en una temprana etapa, antes del Complejo de Edipo. O sea, esta profunda intimidad madre-hijo, y la serie de factores ya mencionados, conducen a una identificación femenina del niño a la madre de tal intensidad y poder transformador sobre el Yo, que «tan pronto el niño descubre la diferencia de sexos comienza a desear ser mujer», deseo previo a cualquier elección de objeto sexual.

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