Sigmund Freud concibe la feminidad básicamente gobernada por un acentuado narcisismo, esto significa que prefiere ser amada a amar; practica con devoción el culto a su cuerpo, ya que cuanto más atractivo más lo equipara a la posesión del pene envidiado en la ecuación cuerpo-falo; la elección de objeto es conforme al ideal narcisista del hombre que hubiera querido ser; cuando sea madre el hijo le deparará las satisfacciones de todo aquello que de su «Complejo de Masculinidad» ella esperaba, y la intensa «envidia al pene» presente en su vida psíquica es la razón de su escaso sentido de justicia.
Quizá sea Piera Aulagnier quien mejor da cuenta de la incidencia de lo «simbólico» en la estructuración de la mujer, al marcar que la feminidad es ante todo una «cuestión de hombres», descansando en su condición de deseada, condición que sólo objetivará a través de la mirada masculina.
Para Aulagnier en este punto residiría esa feminidad tan envidiada y explorada, espiada, buscada, que toda mujer persigue. Si la mujer está más o menos siempre en una relación de rivalidad con sus semejantes (histeria normal), sería para constatar cuál es el rango de deseabilidad y cómo, a través de qué atributo, «la otra» logra despertar el deseo del hombre, investigación que también persigue a través del hombre, buscando saber qué desea él en la otra mujer.
En una productividad que toma como punto de partida ideas de Jacques-Marie Émile Lacan, Aulagnier se aparta un tanto de la formulación estructuralista ahistórica, de que el hombre no tiene mejor suerte que la mujer en la organización de su deseo (ya que también se halla marcado por la «falta», pues en rigor él tampoco es el «falo», ya que sólo posee un «pene» que lo simboliza).
Puntualiza una clara diferencia entre la estructura del deseo del hombre y la mujer: mientras el hombre puede escindir el deseo del amor, esto es imposible para la mujer. «En esta posibilidad y en esta afirmación sustentará su potencia masculina, su orgullo, su narcisismo, quiere ser capaz de un deseo autónomo, en estado puro, frente al cual la mujer sea un objeto intercambiable (sólo un objeto «a» según teoriza Lacan).» La estrategia masculina para negar la castración, cuyo espectro se perfila sobre la castración materna, es entendida en estos términos por Aulagnier: “...si es preciso el amor para que exista el deseo, entonces su supremacía fálica revela estar sometida al antojo de la Otra: la mujer se acerca al lugar vedado que tenía la madre, aquel cuya falta amenaza siempre con remitir a la nada su papel de ser que desea. Pero si, por el contrario, cualquiera puede permitirle reconocerse como ser que desea, si cualquier mujer, sin que tenga ni una palabra que decir, y cualquiera que sea su deseo le basta para que pueda afirmarse como «amo del deseo», entonces la amenaza materna es vana...”
En cambio la mujer se declarará siempre partidaria del amor único, ya que algo se opondría a que se conciba sólo como objeto de deseo, siempre buscará el amor y sólo por amor logrará en el mejor de los casos el goce sexual. “No la hiere el ser deseada, lo que no puede tolerar y lo siente como una decadencia es que el hombre le revele saber que ella no es sólo deseable, sino sobre todo que está deseosa del deseo de él y que se desenmascare su carencia. Obviamente tampoco soporta ser descubierta como «sujeto de deseo»”.
Pero, ¿por qué esta angustia, qué marca este corte tan neto entre el hombre y la mujer, esta fractura entre el goce y el deseo que se situaría en el nudo de la feminidad? Es que para la mujer, si experimenta goce no puede transformarse en el signo de otra cosa, si descubre que no es para el hombre sino el instrumento de un goce en el que el amor no tiene lugar alguno, y si su propio placer le confirma que ha revelado a su partenaire que a ella le «falta» algo, entonces se desmoronaría toda valorización narcisística. De ahí que la mujer tome la vía del simulacro, del engaño, de la mascarada (siendo ella misma la primera engañada) y con extrema atención tratará de atisbar, desentrañar cómo él la desea y, sólo «por amor» asumirá el papel que él propone y le será fiel, ya que el hombre, siempre listo en la reivindicación de su autonomía de ser que desea, no está dispuesto a considerar la reciprocidad cuando él no es el beneficiario.
Lo que surge como esclarecedor en el planteamiento de Aulagnier es la articulación que establece entre la valoración narcisista y la sexualidad como condición de acceso a la feminidad. Aunque también el clivaje entre histeria y feminidad pasa por el logro o no del goce, este último sería dependiente de un investimento narcisístico previo. Aulagnier sostiene que lo que Freud denominó una feminidad normal implicaría que «...la mujer haya podido hacer del deseo que brilla en la mirada del hombre la fuente misma de su investidura narcisística, pues, no lo olvidemos, no se puede amar si antes uno no se ama a sí mismo. Podrá aceptar saber que en cuanto sujeto de la carencia puede encontrar su lugar de deseada...». Si este prerrequisito no se cumple —la investidura narcisista del deseo del hombre por ella— rehusará a su partenaire todo surgimiento de placer, su frigidez desmentirá que el «pene» sea el emblema y la sede tanto del goce como de la valoración narcisista y será él quien deberá interrogarse acerca de qué es para ella el «objeto del deseo». En el triunfo del engaño la mujer recuperaría el poder, el «falo», pero a costa de su «goce».
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