Cuando el infante va creciendo la experiencia le va enseñando que su omnipotencia va desapareciendo en la que depositaba su íntima convicción de ser capaz de satisfacer todos sus deseos —primero con la sola fuerza del deseo y más tarde por medio de gestos y signos verbales—, por lo cual empieza a fantasear que existe algo «divino», o «superior» (madre o educador), cuyos favores conviene asegurar para que los gestos o palabras sigan influyendo en esos sujetos que los percibe como todopoderosos.
Ahora bien, en la historia de la humanidad este estadío corresponde a la fase religiosa. Es un estadío en el que el ser humano ha aprendido ya a renunciar a la omnipotencia de sus propios deseos, pero la idea de omnipotencia sigue intacta, esto significa que la va ha transferir simplemente a seres superiores (dios, santos, etcétera), quienes en su benevolencia conceden a los hombres todo lo que piden a condición de que sean respetadas determinadas ceremonias a las que tienen derecho, por ejemplo, el bautizo, el ayuno, asistir a sus templos, seguir los preceptos que señalan o algunos comportamientos, o bien alguna fórmula de plegaria que complace a su dios o ente divino.
La tendencia muy común a depositar una confianza ciega en las autoridades o instituciones puede ser considerada como una fijación en este estadío del sentido de la realidad.
Pero la decepción infligida al sentimiento de omnipotencia del niño es rápidamente seguida por otra decepción relativa al poder y a la benevolencia de las autoridades superiores (padres, profesores, etcétera). Advierte que el poder y la benevolencia de tales autoridades no suponen demasiado; que ellas tienen que obedecer también a otros poderes superiores (los padres a sus jefes, o el soberano a dios); personajes divinizados que se muestran a menudo como seres mezquinos y egoístas que persiguen su beneficio incluso a expensas de los demás; por último, la elección de la omnipotencia y de la gracia deben desaparecer por completo para dejar en su lugar la noción de una ley que rige los procesos naturales con constancia e indiferencia.
Esta última decepción corresponde a la fase proyectiva o científica —según Sigmund Freud— del sentido de la realidad. Pero cada etapa superada en el rudo camino de la evolución puede ejercer una influencia decisiva sobre la vida psíquica, crear un punto vulnerable, un lugar de fijación al que la libido puede siempre regresar y que volverá a hallarse posiblemente en una manifestación de la vida ulterior.
Las diferentes manifestaciones de duda patológica, escepticismo y desconfianza sistemáticas son un «retorno a esta posición (aparentemente) superada».
Se sabe que la primera desilusión que sufre el niño en torno a su propio poder ocurre al mismo tiempo que el despertar de exigencias que no puede satisfacer mediante la fuerza de su deseo sino cuando modifica el mundo exterior. Esto es lo que obliga al sujeto a objetivar el mundo exterior, a percibirlo y a asegurarse de la objetivación, de la realidad de un contenido psíquico. Es la proyección primitiva, la división de los contenidos psíquicos en «Yo» y en «no-Yo». Sólo le parece «real» (es decir, existente con independencia de su imaginación) lo que se «hilvana» en su percepción sensible independientemente de la voluntad e incluso a pesar de ella.
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