Es desde la cuna cuando inicia la coerción en la educación. Lo que el infante siente que es bueno para él, regularmente se convierte en malo para sus padres debido a la imposición de las reglas sociales, y entonces se relaciona esto como algo que podría representar un peligro para el vástago.
El niño, para obedecer, inhibe durante cierto tiempo sus movimientos de expresión; pero entonces las pulsiones de vida se acumulan en él sin expresarse hacia el exterior. Como las exigencias instintivas entran en conflicto con las exigencias de la «moral» del comportamiento impuesta por sus padres, esto lleva al niño a experimentar una regresión, es decir, a expresarse en un modo más infantil. Grita, patalea, en vez de modular su voz en busca del lenguaje; cae sentado al suelo moviendo las piernas y los brazos por flexión sobre el tronco, como un bebé. A veces, se revuelca en el suelo, experimentando una regresión a la etapa (de antes de los seis meses) anterior a la posición sentada. A este comportamiento se le conoce como «capricho». Así, a través de etapas regresivas, el niño puede lograr cierta satisfacción orgánica de sus pulsiones; el «capricho» le aporta esa satisfacción necesaria para el sosiego de su tensión libidinal; es entonces que inicia la neurosis en el niño.
Los primeros «caprichos» son «normales» porque esto significa para el niño una manera de traducir el sufrimiento que le causa su impotencia para cumplir su deseo, de verse contrariado por el mundo exterior: la realidad lo ha alcanzado y desde ahora se impondrá para el resto de su vida.
Por ejemplo existen niños que echan rabietas porque no logran treparse a una silla, cuando nadie se lo está impidiendo; su cólera se expresa contra sí mismos, contra su propia impotencia. Por desgracia, los padres se equivocan a menudo en cuanto al sentido del deseo del niño (creyendo que el niño le pide ayuda, y reacciona éste con un rechazo brutal cuando se intenta ayudarle), el significado que le brindan los progenitores a esa agresión y rabia del vástago, es que tiene un mal carácter, un genio terrible. El padre o la madre adoptan entonces —en nombre de la «educación»—, una actitud represiva, o se comportan como moralizadores y sermoneadores, que instalan definitivamente al niño en un modo resueltamente agresivo de reacción a la imagen del padre-modelo: el cual es sentido por él como algo violento en su contra.
Si el padre, por el contrario, deja que tengan lugar los caprichos —cuando no ha podido evitarlos—, si mantiene la tranquilidad y compasión, el capricho cesará, incluso en un vástago muy violento, sobre todo si éste advierte que el padre no reacciono agresivamente, y tampoco está enojado (el niño percibe la violencia con miedo). Así, se establece la confianza; el padre puede entonces explicarle, con palabras, lo que pasó, buscará junto con su hijo lo que lo hizo rabiar, y esas palabras acudirán en auxilio de su sentimiento de impotencia (palabras que quedarán articuladas adecuadamente en el “lenguaje” del que está conformado el inconsciente).
La comprensión del padre, expresada también por el tono de su voz, calmada, compasiva, desdramatizadora, reconcilia al niño con su sufrimiento y su rabia, que pasan entonces muy pronto. Ayudado por el progenitor, que no se opone a priori a lo que desea sino que, por el contrario, le indica el camino del éxito, guiando sus gestos, el niño sale del atolladero en que lo había colocado su impotencia de salir adelante. De experiencia en experiencia y gracias a la ayuda de los padres, unas cadenas asociativas motrices, en armonía con las palabras y con la observación, organizan la inteligencia psicomotriz al servicio de los deseos lúdicos y utilitarios.
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