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"Si llega inadvertidamente a oídos de quienes no están capacitados ni destinados a recibirla, toda nuestra sabiduría ha de sonar a necedad y en ocasiones, a crimen, y así debe ser". Friedrich Wilhelm Nietzsche.

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lunes, 20 de febrero de 2017

El grito del infante.

El infante sano grita por necesidad, deseo, alegría, en ocasiones por pena pero sin crispación. La madre experimentada, intuitiva, sabe muy bien distinguir entre ese grito sano, esténico, sin angustia, sin crispación, sin dolor, que expresa las necesidades para vivir (necesidad de comer, beber, bañarse, asearse, compañía, de ser tomado en brazos, etcétera) y el grito de sufrimiento ("cólicos" del lactante, dolores de oídos, dolores dentales por mencionar algunos).
Hay que respetar los gritos del niño pues, gracias a ellos, incita a los padres a averiguar lo que le falta, por poco que confiemos en sus expresiones y sepamos descubrir lo que quieren significar. Si los progenitores no logran comprender la razón de los gritos de su vástago, no deben por ninguna razón responder a ellos con gritos, ni ejercer una barbaridad de gestos para reprimir en el infante la expresión que no logran comprender; para ese niño, se trata de una manifestación de la vida, ya sea la expresión de una petición o de un malestar; y gritar es mejor para él que no gritar, aun si no comprendemos lo que significan esos gritos.
Si, por el efecto de una coerción, el niño sensible se abstiene de gritar, la inhibición se instalará en él, consecutiva a la índole de su relación con el adulto amado de quien depende; y podrá convertirse en una especie de reflejo condicionado, capaz de trastornar sus ritmos vitales, sus ritmos somáticos. Lo que es naturalmente "bueno" en el plano de las incitaciones se volverá, para aquel niño, estrechamente asociado con lo "malo" y, de una manera inconsciente se instalará la ecuación: vida=peligro; o también en el plano dinámico, desear=indeseable; y en el plano afectivo, amar="volver malo" o "atormentar".
Es posible inhibir el grito espontáneo del lactante, y esto constituye, en realidad, en esa edad oral, un trauma que puede provocar no sólo un trastorno profundo sino incluso una inversión de los ritmos vitales, con lo cual se desfavorece considerablemente el desarrollo ulterior del sujeto.
Condenar la libre expresión en el infante en la etapa oral, y aun más tarde, antes de la edad del habla, es condenar en su origen el conjunto de la expresión de la libido tal como tendrá que desarrollarse a través de las etapas ulteriores, anal, uretral y genital.

La necesidad de afecto para el infante.

La satisfacción de todas las necesidades neurovegetativas inherentes a la vida es sentida como "buena", agradable, más allá de toda jerarquía de valores estéticos y morales para el infante. Dentro de estas necesidades se encuentran las de «movimiento», que conciernen primero a los movimientos impresos al cuerpo del niño aún incapaz de ser voluntarios, luego de articulaciones propias, a medida que se desarrolla desde el punto de vista neuromuscular.
Para todo ser humano y en cada etapa del desarrollo, la aparición de esas necesidades es espontánea y obedece a ciertos ritmos; su aparición repetida obedece también al ritmo individual, y la falta de satisfacción en el momento oportuno es experimentada como mala. Si el bebé que tiene hambre y grita no recibe alimento alguno, al cabo de cierto tiempo su organismo fatigado se agota. El pequeño sediento, hambriento, deja entonces de gritar, y parece ya no experimentar necesidad alguna. El hambre, a fuerza de hacerle sufrir, deja de ser "buena". No sólo el niño ya no trata de tomar el alimento que se le ofrece, sino que puede llegar a dejar de sentir incitación a comer. Permanece entonces inerte, sin mímica, con los ojos abiertos —ya ni siquiera es capaz de gritar—, hasta la muerte por inanición.
Así, lo que es bueno puede perder su valor cuando el organismo ha sufrido demasiado por no haber sido satisfecho en el momento propicio. Hay inhibición del apetito en sus fuentes mismas, retroceso de la expresión libidinal por "retiro de catexis" del tubo digestivo, fijación regresiva de la libido sobre los sentidos de percepción pasiva: oído y vista, luego, más tarde aún, sobre el árbol respiratorio y circulatorio; y finalmente, sobreviene el sueño de inanición.
Se piensa demasiado a menudo que es mediante el mecanismo nutritivo que el bebé manifiesta sus primeras reacciones de ser viviente. El ejemplo del bebé que muere de inanición muestra que la necesidad de aire y el deseo de comunicar con el prójimo por la mirada y la audición son más esenciales que el instinto de nutrición; y también que el sueño, que vuelve después de un período de insomnio angustiado, es la traducción de un movimiento de refugio dentro de sí, cuando ya no se espera nada de las relaciones psíquicas o sustanciales con el mundo exterior, por cuanto este último no aportó durante tiempo prolongado intercambios vivificantes. Es entonces cuando el niño abandona la búsqueda en el exterior de sí mismo y se hunde en un sueño fisiológico que puede llegar hasta a la muerte.
En el caso en que hay hambre extrema, no en el plano nutritivo sino en el plano de la relación psíquica con la madre, vemos a niños entrar en el «autismo», sin que estén privados en absoluto en cuanto a sus necesidades. Se trata de niños desritmados en cuanto al deseo de relación de lenguaje con el adulto; después de un período intenso de deseo, y como el mundo exterior no trae respuesta alguna, renuncian y no tienen más que intercambios fantaseados con sus propias sensaciones viscerales, mostrándose entonces indiferentes a lo que los rodea que sin embargo, mantiene sus necesidades.

La pornografía es una sexualidad parcial.

La pornografía es regularmente una especie de artimaña para los que llevan la castidad de manera puntual, es decir, los que han reprimido su genitalidad.
La pornografía es algo así como un juego que está fijada en la etapa oral o lo anal de la infancia, que niega intervenir a un otro. Podríamos decir que precisamente se detiene en ese juego infantil del descubrimiento de la genitalidad, y esa sexualidad se presenta como objeto parcial. Por esta razón, quienes han sido obligados a una castidad, no por renunciamiento debido a su desarrollo, sino por culpabilidad, están abocados necesariamente a la pornografía. Se trata, en este caso, de un signo de detención de la evolución del placer en los encuentros cuerpo a cuerpo en zonas parciales, de fijaciones fetichistas, y placeres limitados.

La mujer histérica y su sexualidad.

Aunque la histérica llegue a aceptar la aparente simetría que se le propone desde el punto de vista del psicoanálisis: “Tanto el hombre como la mujer son sujetos de la carencia porque ambos se dan lo que no tienen”; seguirá en esa búsqueda incansable por el «falo», porque éste simboliza una soberanía que se ejerce en otros dominios más allá del amor y la sexualidad. Y son precisamente esos otros dominios en los que la mujer constata también su sujeción, su inferioridad, su falta de decisión, su ausencia de deseo.
Para saber cómo se desenvuelve una mujer en la intimidad de la cama, la histérica tiene que averiguarlo a través de su partenaire que le hable, o bien tome de referencia a otra mujer como prototipo a imitar ¿A quién puede dirigirse entonces la histérica para desempeñarse laboralmente y que esto le permita su autonomía material, y con ello se ubiquen en el contexto social?
Si su feminidad secundaria debidamente asumida le demuestra la supremacía masculina ¿Cómo hará la mujer para no desear ese destino para sí? ¿Cómo puede existir como ser humano sin valorización narcisista?
Cada vez que se siente humillada apelará a su única arma para restablecer su narcisismo herido, el «control puntual de su deseo y su Goce», e invertirá los términos, «el Amo quedará castrado».
«Es común que la reacción prevalente de la mujer con su partenaire, cuando surge un desacuerdo, sea la indiferencia sexual o la negativa a tener relaciones sexuales con él (Helen Singer Kaplan)». De esta peculiar manera la mujer se hace oír en tanto sujeto, reivindicando su deseo de reconocimiento, de valorización en tanto género femenino, lo que equivale considerar su feminidad como equivalente a su «esencia» de ser-humano, no sólo a su ser-sexuado. En su reivindicación no puede dejar de permanecer prisionera de los paradigmas y sistemas de representación masculina, y su feminismo espontáneo se pondrá en juego en el mismo terreno en que ha quedado circunscripta: el sexo.
En el síntoma histérico el conflicto entre sexualidad y valoración narcisista alcanza su máxima complejidad, y es este conflicto, en su carácter genérico y constante para la feminidad, el que se instituye como un síntoma de la estructura cultural. Es esta identidad estructural entre la feminidad y la histeria la que «universaliza» a ésta, así como simultáneamente le otorga a la feminidad su carácter sintomal. “Siempre que se cree una oposición entre narcisismo y sexualidad o entre narcisismo y feminidad, y tal feminidad quede reducida a la sexualidad, estaremos ante una organización de la personalidad histérica”.
La sexualidad es el instrumento que la histérica privilegia para el mantenimiento de su balance narcisista. Pero en tanto actividad narcisista la sexualidad está sujeta a una muy distinta y desigual valoración social para el hombre y la mujer, lo que determinará que de acuerdo a como se ubique la histérica frente a esta distinta valoración, la sexualidad en tanto actividad se ponga en acto o se sustraiga de la escena. Si en la experiencia singular, la actividad sexual se opone o entra en contradicción con la valoración narcisista, dicha puesta en acto se verá comprometida, perturbada o bloqueada en algún nivel.
«Indudablemente la mujer siempre va a requerir que la propuesta sexual tome el carácter de un romance, de un hecho trascendente en la vida del hombre. Si, por el contrario, el despliegue de la actividad sexual refuerza o satisface el narcisismo, la puesta en acto se verá favorecida y tenderá a repetirse, lo que ocurre habitualmente en la Histeria Masculina, de ahí su casi sinónimo de Donjuanismo, y que llamativamente no encuentra su paralelo para la actividad similar en la mujer, sino que en ella se la describe como: puta”.
La transformación de los modelos de feminidad de generación en generación, la liberación sexual que impera actualmente, conduce a la adolescente, a la mujer, a multiplicar crecientemente sus experiencias sexuales. Pero aún en la actualidad el placer sexual de la mujer, en tanto Goce, el ejercicio de la sexualidad como testimonio de un ser que desea el placer y lo realiza en forma absoluta —por fuera de cualquier contexto legal o moral convencional— se constituye en una transgresión a una ley de la cultura de similar jerarquía a la Ley del Incesto.
Las relaciones sexuales con los hijos son tan antinaturales como el derecho al «puro placer sexual de la mujer». Lo queramos aceptar o no, la educación abierta o sutil que los padres imponen a sus hijos, es diferente en cuanto al género que representan: «Ella no lo necesita», dicen las madres y los padres de las adolescentes mujeres, mientras que para el hijo varón, lo alientan a tener relaciones sexuales —casi inmediatamente entrando en la adolescencia— con el número de mujeres que desee, incluso si son mayores que él, mucho mejor: «Para que vaya aprendiendo el muchacho» y con esto testifique su masculinidad.
Los padres debidamente normativizados transmiten la prohibición del incesto sin necesidad de amenazas, a través de su propia represión. «De la misma manera está inscripto en ellos y efectúan la transmisión de la estructura desigual del “deseo” del hombre y la mujer». Para el hombre: el derecho y la valorización del deseo autónomo, en estado puro, con mujeres como objetos intercambiables; para la mujer: el amor de un hombre que otorgue legitimidad a su Goce. Desde esta perspectiva ¿Es difícil entender por qué la excitación sexual puede despertar en la mujer angustia o rechazo, o por qué el deseo en la histérica consiste en que el deseo del otro se mantenga insatisfecho? ¿No es acaso éste el momento de mayor correspondencia entre sexualidad y valoración narcisista a la que puede aspirar?
Desde el psicoanálisis hemos visto que la mujer histérica de la actualidad rara vez presenta una crisis, pero siempre podemos reconocer un escenario, un guión, alguna acción que tiene o no tiene lugar —como claramente sostiene Jean Laplanche— una comunicación que se hace en el área privilegiada del cuerpo y que implica un mensaje simbólico dirigido a otro. Un deseo que no se expresa, un orgasmo que no tiene lugar, una presencia que se ausenta, ella debiera venir pero se va; o seduce, o hace el amor pero no se compromete, o creyó estar convencida y afirma para no dudar: ¡Hice lo que quise!
Laplanche sostiene que invariablemente cualquiera de estas «puestas en escena» nos remitirá a una escena sexual del Complejo de Edipo. Y aquí radica el punto problemático, que la sexualidad sea la actividad que la histérica privilegia para balancear su narcisismo no implica que su narcisismo se reduzca a la sexualidad, sino que obviamente lo excede. Sustrayendo del escenario aquello por lo único que es tenida en cuenta: su sexo ¿Podrá ser reconocida como algo más? En esta sustracción, en este rechazo se cuela su anhelo de valorización, su enigmático reclamo feminista.
Existe un feminismo espontáneo en la mujer histérica que consiste en la protesta desesperada, aberrante, actuada, que no llega a articularse en palabras, una reivindicación de una feminidad que no quiere ser reducida a la sexualidad, de un narcisismo que clama por poder privilegiar la mente, la acción en la realidad, la moral, los principios y no quedar atrapado sólo en la belleza y atractivo del cuerpo (cuando en el hombre la valoración narcisista se plantea exclusivamente en el ámbito de la sexualidad surge la Histeria Masculina).
Pero esta distensión ha permanecido y permanece confundida para la cultura, para el psicoanalista, para el terapeuta y para la propia fémina. Cuando la mujer accede a otro ámbito se considera que invade el territorio masculino, que castra al hombre o que se identifica con él, o que abandona la feminidad si no lo es de la manera convencional —esposa, compañera, madre, ama de casa—, feminidad que queda adscripta a dependencia, sobrecompromiso emocional, inferioridad, y atrapada en este narcisismo devaluado, sólo atina al autoengaño.

domingo, 19 de febrero de 2017

La postura de la histérica en la actualidad.

Lo que caracteriza a la mujer histérica es la apropiación que lleva a cabo para el género femenino de los derechos y de los modos de acción tipificados en nuestra cultura como masculinos.
En lo «imaginario» (inconsciente) muy probablemente la histérica se interrogaría sobre si es hombre o mujer, pero cabe señalar que esto no es con respecto a los roles sexuales, sino al poder, a la valoración, a las formas de obtener reconocimiento dentro de la sociedad; «no es a la diferencia de sexos a lo que reacciona, sino a la desigualdad imperante entre ellos».
En todo caso si tuviéramos que concebir un interrogante en torno al cual situarla, podríamos escucharla preguntándose sobre ¿cómo puede acceder a identificarse adecuadamente con su género sin que esto implique ser inferior?

Madre.

El psiquismo de la mujer se regula, cuando se convierte en madre.

El capricho del infante.

Es desde la cuna cuando inicia la coerción en la educación. Lo que el infante siente que es bueno para él, regularmente se convierte en malo para sus padres debido a la imposición de las reglas sociales, y entonces se relaciona esto como algo que podría representar un peligro para el vástago.
El niño, para obedecer, inhibe durante cierto tiempo sus movimientos de expresión; pero entonces las pulsiones de vida se acumulan en él sin expresarse hacia el exterior. Como las exigencias instintivas entran en conflicto con las exigencias de la «moral» del comportamiento impuesta por sus padres, esto lleva al niño a experimentar una regresión, es decir, a expresarse en un modo más infantil. Grita, patalea, en vez de modular su voz en busca del lenguaje; cae sentado al suelo moviendo las piernas y los brazos por flexión sobre el tronco, como un bebé. A veces, se revuelca en el suelo, experimentando una regresión a la etapa (de antes de los seis meses) anterior a la posición sentada. A este comportamiento se le conoce como «capricho». Así, a través de etapas regresivas, el niño puede lograr cierta satisfacción orgánica de sus pulsiones; el «capricho» le aporta esa satisfacción necesaria para el sosiego de su tensión libidinal; es entonces que inicia la neurosis en el niño.
Los primeros «caprichos» son «normales» porque esto significa para el niño una manera de traducir el sufrimiento que le causa su impotencia para cumplir su deseo, de verse contrariado por el mundo exterior: la realidad lo ha alcanzado y desde ahora se impondrá para el resto de su vida.
Por ejemplo existen niños que echan rabietas porque no logran treparse a una silla, cuando nadie se lo está impidiendo; su cólera se expresa contra sí mismos, contra su propia impotencia. Por desgracia, los padres se equivocan a menudo en cuanto al sentido del deseo del niño (creyendo que el niño le pide ayuda, y reacciona éste con un rechazo brutal cuando se intenta ayudarle), el significado que le brindan los progenitores a esa agresión y rabia del vástago, es que tiene un mal carácter, un genio terrible. El padre o la madre adoptan entonces —en nombre de la «educación»—, una actitud represiva, o se comportan como moralizadores y sermoneadores, que instalan definitivamente al niño en un modo resueltamente agresivo de reacción a la imagen del padre-modelo: el cual es sentido por él como algo violento en su contra.
Si el padre, por el contrario, deja que tengan lugar los caprichos —cuando no ha podido evitarlos—, si mantiene la tranquilidad y compasión, el capricho cesará, incluso en un vástago muy violento, sobre todo si éste advierte que el padre no reacciono agresivamente, y tampoco está enojado (el niño percibe la violencia con miedo). Así, se establece la confianza; el padre puede entonces explicarle, con palabras, lo que pasó, buscará junto con su hijo lo que lo hizo rabiar, y esas palabras acudirán en auxilio de su sentimiento de impotencia (palabras que quedarán articuladas adecuadamente en el “lenguaje” del que está conformado el inconsciente).
La comprensión del padre, expresada también por el tono de su voz, calmada, compasiva, desdramatizadora, reconcilia al niño con su sufrimiento y su rabia, que pasan entonces muy pronto. Ayudado por el progenitor, que no se opone a priori a lo que desea sino que, por el contrario, le indica el camino del éxito, guiando sus gestos, el niño sale del atolladero en que lo había colocado su impotencia de salir adelante. De experiencia en experiencia y gracias a la ayuda de los padres, unas cadenas asociativas motrices, en armonía con las palabras y con la observación, organizan la inteligencia psicomotriz al servicio de los deseos lúdicos y utilitarios.

lunes, 13 de febrero de 2017

La búsqueda incesante de la feminidad.

Sigmund Freud concibe la feminidad básicamente gobernada por un acentuado narcisismo, esto significa que prefiere ser amada a amar; practica con devoción el culto a su cuerpo, ya que cuanto más atractivo más lo equipara a la posesión del pene envidiado en la ecuación cuerpo-falo; la elección de objeto es conforme al ideal narcisista del hombre que hubiera querido ser; cuando sea madre el hijo le deparará las satisfacciones de todo aquello que de su «Complejo de Masculinidad» ella esperaba, y la intensa «envidia al pene» presente en su vida psíquica es la razón de su escaso sentido de justicia.
Quizá sea Piera Aulagnier quien mejor da cuenta de la incidencia de lo «simbólico» en la estructuración de la mujer, al marcar que la feminidad es ante todo una «cuestión de hombres», descansando en su condición de deseada, condición que sólo objetivará a través de la mirada masculina.
Para Aulagnier en este punto residiría esa feminidad tan envidiada y explorada, espiada, buscada, que toda mujer persigue. Si la mujer está más o menos siempre en una relación de rivalidad con sus semejantes (histeria normal), sería para constatar cuál es el rango de deseabilidad y cómo, a través de qué atributo, «la otra» logra despertar el deseo del hombre, investigación que también persigue a través del hombre, buscando saber qué desea él en la otra mujer.
En una productividad que toma como punto de partida ideas de Jacques-Marie Émile Lacan, Aulagnier se aparta un tanto de la formulación estructuralista ahistórica, de que el hombre no tiene mejor suerte que la mujer en la organización de su deseo (ya que también se halla marcado por la «falta», pues en rigor él tampoco es el «falo», ya que sólo posee un «pene» que lo simboliza).
Puntualiza una clara diferencia entre la estructura del deseo del hombre y la mujer: mientras el hombre puede escindir el deseo del amor, esto es imposible para la mujer. «En esta posibilidad y en esta afirmación sustentará su potencia masculina, su orgullo, su narcisismo, quiere ser capaz de un deseo autónomo, en estado puro, frente al cual la mujer sea un objeto intercambiable (sólo un objeto «a» según teoriza Lacan).» La estrategia masculina para negar la castración, cuyo espectro se perfila sobre la castración materna, es entendida en estos términos por Aulagnier: “...si es preciso el amor para que exista el deseo, entonces su supremacía fálica revela estar sometida al antojo de la Otra: la mujer se acerca al lugar vedado que tenía la madre, aquel cuya falta amenaza siempre con remitir a la nada su papel de ser que desea. Pero si, por el contrario, cualquiera puede permitirle reconocerse como ser que desea, si cualquier mujer, sin que tenga ni una palabra que decir, y cualquiera que sea su deseo le basta para que pueda afirmarse como «amo del deseo», entonces la amenaza materna es vana...”
En cambio la mujer se declarará siempre partidaria del amor único, ya que algo se opondría a que se conciba sólo como objeto de deseo, siempre buscará el amor y sólo por amor logrará en el mejor de los casos el goce sexual. “No la hiere el ser deseada, lo que no puede tolerar y lo siente como una decadencia es que el hombre le revele saber que ella no es sólo deseable, sino sobre todo que está deseosa del deseo de él y que se desenmascare su carencia. Obviamente tampoco soporta ser descubierta como «sujeto de deseo»”.
Pero, ¿por qué esta angustia, qué marca este corte tan neto entre el hombre y la mujer, esta fractura entre el goce y el deseo que se situaría en el nudo de la feminidad? Es que para la mujer, si experimenta goce no puede transformarse en el signo de otra cosa, si descubre que no es para el hombre sino el instrumento de un goce en el que el amor no tiene lugar alguno, y si su propio placer le confirma que ha revelado a su partenaire que a ella le «falta» algo, entonces se desmoronaría toda valorización narcisística. De ahí que la mujer tome la vía del simulacro, del engaño, de la mascarada (siendo ella misma la primera engañada) y con extrema atención tratará de atisbar, desentrañar cómo él la desea y, sólo «por amor» asumirá el papel que él propone y le será fiel, ya que el hombre, siempre listo en la reivindicación de su autonomía de ser que desea, no está dispuesto a considerar la reciprocidad cuando él no es el beneficiario.
Lo que surge como esclarecedor en el planteamiento de Aulagnier es la articulación que establece entre la valoración narcisista y la sexualidad como condición de acceso a la feminidad. Aunque también el clivaje entre histeria y feminidad pasa por el logro o no del goce, este último sería dependiente de un investimento narcisístico previo. Aulagnier sostiene que lo que Freud denominó una feminidad normal implicaría que «...la mujer haya podido hacer del deseo que brilla en la mirada del hombre la fuente misma de su investidura narcisística, pues, no lo olvidemos, no se puede amar si antes uno no se ama a sí mismo. Podrá aceptar saber que en cuanto sujeto de la carencia puede encontrar su lugar de deseada...». Si este prerrequisito no se cumple —la investidura narcisista del deseo del hombre por ella— rehusará a su partenaire todo surgimiento de placer, su frigidez desmentirá que el «pene» sea el emblema y la sede tanto del goce como de la valoración narcisista y será él quien deberá interrogarse acerca de qué es para ella el «objeto del deseo». En el triunfo del engaño la mujer recuperaría el poder, el «falo», pero a costa de su «goce».

domingo, 12 de febrero de 2017

El dilema de la sexualidad femenina.

La mujer se enfrenta a una encrucijada, por un lado, cuando más acepte e internalize los estereotipos de nuestra cultura sobre los valores «intrínsecamente femeninos» (como lo prescribe el modelo de la pureza sexual) más se aproximará a la personalidad histérica o dependiente, por lo que su sexualidad podrá permanecer en un letargo asintomático, si sobre ella no se «inviste» ningún otro valor.
Pero por el otro lado cuanto más aspire a una equiparación al hombre, más competitiva se volverá (castradora) y mayor dificultad tendrá en aceptarse como «objeto causa del deseo» del hombre, pues se sentirá reducida simplemente a un cuerpo que «goza», y no es precisamente esa meta la que su Ideal del Yo le impone.
Podemos también percibir que existe otra dimensión en el «deseo del hombre» por la mujer, que ésta se halla ávida por escudriñar y descubrir: si este deseo se extiende más allá del sexo. Si el hombre que comienza a ser atraído por la grácil jovencita también reconoce en ella algo más que un cuerpo.
Ahora bien, ¿qué destino puede imaginar una jovencita, si tiene una madre que siente devaluada y cae en esa categoría de no sentirse nada?
La homosexualidad latente o manifiesta en la mujer histérica, no busca a otra fémina a la que desea sexualmente, sino inconscientemente quiere encontrar más bien a una mujer que represente una «imagen valorizada de la feminidad». Es una búsqueda desesperada por la reivindicación narcisista de un género poco narcisizado en la historia de la cultura.

Algunos rasgos de la histeria.

Las mujeres con una organización histérica en su personalidad presentan una dependencia acrecentada en sus vínculos de pareja, deseos impulsivos seductores de exhibirse constantemente, la necesidad de ser querida y ser el centro de atención en cualquier circunstancia, además tienden a una inmediata implicación sexual en cada relación de pareja donde generalmente permanecen frías.
La provocación sexual (visual o auditiva) y la posterior frigidez o rechazo es típico en estas mujeres. Asimismo revelan un fuerte vínculo edípico en sus relaciones sexuales, y puede existir la capacidad para relacionarse de manera estable, siempre y cuando se cumplen ciertas precondiciones neuróticas (relaciones con hombres mayores, casados, distantes afectivamente, «amores imposibles», etcétera).
En cuanto al masoquismo que presentan esta relacionado con un Superyó rígido y severo que condena su sexualidad inmediatamente después de haberlo practicado, con fuertes sentimientos de culpa pero pasado un determinado tiempo es reprimido y el «círculo vicioso» inicia nuevamente.

sábado, 11 de febrero de 2017

Nunca olvidamos.

Cuando se padece una pérdida esto no significa la desaparación del objeto, sino más bien se modifica su inscripción psíquica.

viernes, 10 de febrero de 2017

¿Qué es una mujer?

Los estudios realizados por Inge Komers Broverman, Donald Broverman y colaboradores, en relación a la «personalidad adulta» y la «feminidad» encontraron una gran discrepancia por la notoriedad en la que se fundamentan los estereotipos del rol sexual.
En cuanto al estudio sobre las cualidades necesarias para desempeñarse como adulto se encuentra la capacidad de pensamiento autónomo, toma de decisiones precisas, visualización clara y acción responsable, las consideran no sólo atributos masculinos, sino cualidades indeseables de la feminidad. Esto se puede apreciar tempranamente en la adolescente (mujer) con una educación convencional —aquella que se identifica con las reglas y expectativas de los otros, especialmente con la de los padres, y autoridades, y que las interioriza— por lo que mantendrá su identidad «en suspenso», en estado latente, preparándose para atraer al hombre por el cual se nombrará, por cuyo status se definirá, cuyos valores adoptará, el hombre que la rescatará del vacío y la soledad llenando su «espacio interno». Mientras que en el hombre la identidad precede a la intimidad y al compromiso en una relación afectiva con su partenaire, en la mujer estos procesos se hallan fusionados. La intimidad va junto con la identidad, y la mujer llegará a saber sobre sí en la medida en que se relaciona heterosexualmente con su pareja.
Un claro ejemplo lo podemos observar en el psicoanálisis de los cuentos de la “Bella Durmiente” y “Blanca Nieves” realizado por Bruno Bettelheim. Este autor observa la reconcentración en el interior y el estado latente de la adolescente hasta que llega el príncipe que definirá su ser. Esta línea de desarrollo, en que la identidad precede a la intimidad, y el crecimiento humano implica separación e individuación, es la directriz en la definición del ciclo humano; todo lo que signifique apego y dependencia será entonces retraso y desviación: o sea, la feminidad. Junto a este sistema dual de requerimientos y expectativas para el desempeño social, la adolescente también descubrirá —y deberá ubicarse en alguna de las categorías descritas pre, post o sencillamente convencional— que en el orden cultural donde ella se inscribe, existe una moral sexual también dual, diferente tanto para hombres como para mujeres.
Para los adolescentes (hombres), la Ley del Deseo, de su legitimación, de las ventajas tanto de su puesta en acto, como de las múltiples y numerosas experiencias, de la libre expresión y comunicación sobre la sexualidad. Motivo por el cual mientras más experiencias sexuales, «mejor hombre será». En cambio las niñas-mujeres serán introducidas en la «moral del respeto», que se constituye en una de las reglas primordiales de la feminidad. Examinaremos detenidamente esta peculiar normativización de la mujer por la paradoja que encierra. «Apenas la niña alcanza la pubertad, o antes, descubre que en tanto género las mujeres son agrupadas, clasificadas, consideradas no sólo en forma desigual en relación a los hombres, sino en relación a su propio género». Están las mujeres respetables, respetadas y las que se hacen respetar y las otras, las mujeres «fáciles», «ligeras», de rango rango, lo que en un período anterior era sólo un significante ofensivo, ahora se abrocha al significado. Esta línea de clivaje se traza sobre la legitimación social del ejercicio de la sexualidad, ley aplicada sólo al deseo femenino. El infante es introducido en un mundo social primario y elemental que le permite la organización de su deseo gracias a la instauración en la cultura de una prohibición, la “prohibición del incesto”.
La niña se introducirá en el mundo de los adultos; el ser marcada por la ley que prohíbe el libre ejercicio de su deseo, la moral sexual que la definirá ante sí misma, ante las demás mujeres y hombres como un determinado “tipo” de mujer.
Pero la importancia de este hecho no sólo radica en que la adolescente, a diferencia del contraparte (varón), tendrá que vigilar su deseo, sino también desarrollar controles para sus impulsos —generalmente basados o en el terror persecutorio frente a las consecuencias que le acarrearía el satisfacerlo, o en férreos principios morales—, sino que tendrá que hacer frente al desbalance narcisista que el dilema de la feminidad le acarrea.
«Para ser mujer debe acceder a la sexualidad, pero para ser una mujer respetable debe reprimir su deseo». La moral se opone a la pulsión. Para ser mujer y valorizarse como tal debe tener experiencias sexuales, no puede ser una «fuera de onda», una «tonta», una «no avivada», es decir, debe ser «sexy», «seductora», y con ello manipular los resortes del hacerse desear, lo que la convierte en una narcisista que prefiere que la «amen a amar». Pero este narcisismo, el del desear el deseo y no su satisfacción, la mantiene a distancia de la acción concreta, de la vivencia, del placer, del aprendizaje y la madurez sexual, y, por tanto, en el fondo no se narcisiza porque sabe de su déficit en tanto mujer-niña, o sea, virgen.
«La virginidad constituye la expresión más pura de la estructura profundamente contradictoria del rol sexual exigido y esperado en la mujer. Si la conserva, mantiene el honor de su género, lo que eleva su narcisismo, pero permanece en un nivel de erotismo infantil que la hace sentirse incompleta; si por el contrario accede al deseo y su sexualidad se cultiva, creciendo como hembra, cae presa del tormento de perder al hombre y pasar a la categoría de mujer deshonrada o de verse compulsada a formalizar una unión precoz para evitar este riesgo, todo lo cual se halla lejos de narcisizarla».
¿A quién confía sus dudas, temores, sufrimientos? Generalmente no encuentra a la madre receptiva y disponible para facilitar la iniciación de su sexualidad, pues la madre no puede abrir una temática, una comunicación que comprometería su rol de educadora. Si la madre estimula la sexualidad de su hija mujer, ¿cómo enfrenta ella misma el dilema de la virginidad, paradigma del honor de su género? Razón por la cual evita el tema, la confrontación y el compañerismo en esta etapa. La niña se dirige entonces hacia sus pares, pero corriendo el riesgo de no ser cabalmente comprendida, y que la amiga, arrastrada también por los dilemas puberales y adolescentes, la condene con el calificativo de «puta», fantasma siempre cercano para cualquier mujer (adolescente o adulta) que tiene como empresa principal en su vida «cuidar su reputación». Por tanto, la joven esconderá su curiosidad, reprimirá su deseo, inhibirá la fantasía y esperará al hombre con quien en la intimidad del amor podrá comenzar a investigar: ¿Qué es una mujer?

El escepticismo a la teoría psicoanalítica.

Uno de los factores principales que complica la adaptación a las circunstancias que se presentan en el sujeto adulto, proviene de la restricción parcial a la facultad de juicio que le impusieron los padres cuando éste era un infante, seguido de las personas que conformaron su círculo social del niño.
Los niños tienen la posibilidad e incluso el deber de juzgar correctamente todas las cosas, incluso las perversas; sus manifestaciones de inteligencia son acogidas con júbilo y recompensadas con demostraciones particulares de afecto en la medida en que no se refieran a cuestiones sexuales o religiosas o contravenir la autoridad de los padres o adultos en general; porque, sobre este punto, los niños son obligados —incluso ante la evidencia— a adoptar una actitud de fe ciega, a rechazar la menor duda, la más mínima curiosidad, y a renunciar en consecuencia a todo pensamiento autónomo y objetivo.
Sigmund Freud expresó que todos los niños no son capaces de esta renuncia parcial al juicio autónomo y muchos de ellos reaccionan mediante una inhibición intelectual general, que podría llamarse inhibición afectiva. Los que se detienen en este estadío, forman el contingente de sujetos que sucumben durante toda su vida ante cualquier personalidad fuerte o ante determinadas sugestiones particularmente poderosas sin aventurarse jamás fuera de los estrechos límites de tales influencias. Los sujetos fácilmente manipulables deben presentar huellas de esta disposición, pues las órdenes o exigencias del otro, no es otra cosa que una regresión transitoria a la fase de sumisión, de credulidad y de abandono infantiles. El análisis de tales casos revela por lo general la ironía y la burla disimulada bajo la máscara de la fe ciega. La noción de «creo porque es absurdo» expresa gráficamente la más amarga autoironía.
Los niños dotados de un sentido precoz de realidad sólo pueden consentir hasta cierto punto esta represión parcial de su facultad de juicio. La duda, desplazada a menudo hacia otras representaciones, resurge fácilmente en ellos tras el rechazo. Su actitud confirma el dicho de Georg Christoph Lichtenberg: “En la mayoría de la gente el escepticismo sobre un tema concreto está compensado por una credulidad ciega en otro. Admiten algunos dogmas sin críticas pero se vengan manifestando una excesiva incredulidad respecto a otras afirmaciones”.
La prueba más dura infligida a la credulidad del niño afecta a sus propias sensaciones subjetivas. Los adultos exigen que considere «malas» cosas que le resultan agradables, y «bellas» y «buenas» determinadas renuncias penosas. Este doble sentido de lo «bueno» y de lo «malo» (por una parte buen o mal gusto, y por otra lo que se hace y lo que no se hace) intervienen en gran medida para desacreditar lo que pretenden los demás respecto a las sensaciones personales del niño.
Lo que antecede revela una de las fuentes de la particular desconfianza suscitada por las afirmaciones de orden  del psicoanálisis mientras que las fundadas en una demostración por los métodos llamados exactos, matemáticos, mecánicos... se admiten a menudo con una confianza injustificada.
La fijación en el «estadío de la duda» entraña frecuentemente una inhibición duradera de la facultad de juicio; la neurosis obsesiva expresa con gran claridad tal estado psíquico. El obsesivo no se deja influenciar por la razón, sugestión o alusión, a veces ni siquiera por el sentido común pero tampoco es capaz de un juicio independiente.
Ahora comprendemos mejor por qué la sociedad actual es en parte escéptica y está dispuesta a dudar de las afirmaciones científicas, y en parte posee una credulidad dogmática. Así se explica la alta estima en que se tiene a las demostraciones fundadas en métodos matemáticos, gráficos o estadísticos, lo mismo que el escepticismo pronunciado hacia todo lo que proviene del psicoanálisis.
Un antiguo dicho lo confirma: “Quien miente una vez ya no se le cree aunque diga la verdad”. La decepción del niño en cuanto a la sinceridad y a la integridad de sus padres y educadores al tratar de determinados asuntos (sexuales y religiosos) hace al adulto escéptico en exceso ante las afirmaciones de orden psicológico; exige pruebas especiales para evitarse una nueva desilusión.
Esta exigencia está perfectamente justificada; el error lógico sólo interviene en el momento en que quienes reclaman pruebas «evidentes» descartan toda posibilidad de que puedan obtenerse.
La única posibilidad, en psicoanálisis, es vivir la experiencia en sí misma. El psicoanálizado que se decide a seguir el tratamiento y que acoge al principio todas las palabras con un escepticismo irónico no puede convencerse de la verdad de las afirmaciones del psicoanálisis más que reavivando sus antiguos recuerdos y, si éstos son muy inaccesibles, sólo le queda la «vía dolorosa de la transferencia» en el presente, y particularmente sobre el psicoanalista debe olvidar en cierta medida que éste le ha puesto en el camino, y debe hallar la verdad por sí mismo.
La desconfianza instintiva del psicoanálizado respecto a toda enseñanza y toda autoridad llega a cuestionar lo que ha sido ya comprendido si algo le recuerda que se lo debe al psicoanalista.
El psicoanálizado siente la misma desconfianza neurótica hacia cualquier intención manifiesta del psicoanalista: «ve la intención y se enfada», es decir: se vuelve desconfiado. El psicoanalista de un sujeto así debe realizar todas sus intervenciones sin apasionamiento alguno y con un tono uniforme, sin destacar lo que le parece importante; le corresponde al propio escéptico evaluar la importancia de las cosas. Cualquiera que pretenda explicar o convencer se convierte en representante de la imagen paterna o profesoral, y concentra sobre él todo el escepticismo que estos personajes suscitaron antes en el niño. La antipatía tan frecuente hacia las comedias y novelas de tesis, que dejan translucir la intención moralizadora del autor, proviene de la misma fuente. Por el contrario, el lector acepta complacido estas mismas tesis cuando se hallan disimuladas en la obra y se deja a su arbitrio el deducirlas.
De este mismo modo es un hecho admitido que las tesis del psicoanálisis son aceptadas e incluso apreciadas por los psiquiatras o psicólogos a condición de que se hallen sugeridas en un chiste o presentadas como un caso particular.

jueves, 9 de febrero de 2017

Psicoanálisis de la maternidad.

“Madre es el nombre de Dios en los labios y corazones de los niños.” Brandon Lee - Eric Draven.

Las ideas postuladas por Melanie Klein puso de manifiesto la turbulencia del mundo interno que para una madre desencadena el hecho de tener un hijo: “Regresión y reelaboración de su propio vínculo con su madre, actualización de sentimientos de persecución y depresión si en la relación ha predominado la ambivalencia”.
Cada una de las capacidades requeridas —dar vida, proveer bienestar físico y emocional, contener la ansiedad, comprender las necesidades y responder adecuadamente a ellas, amamantar, etcétera— remiten en toda mujer a la puesta en comparación con sus congéneres. La mujer, lo quiera aceptar o no, constantemente se compara con su progenitora u otras madres; si llega a identificarse la madre en su hija (hembra) surge el deseo de la primera de posicionarse como la madre que tuvo ella; o como la que ella quiso haber tenido; o bien como es simplemente ella. Por tanto, el peligro de fusión, proyección y extensión narcisista, así como una mayor dificultad a la separación, se presentan más habitualmente cuando la relación materno-filial tiene lugar con las hijas (hembras).
El período de simbiosis parece ser más prolongado entre madres e hijas (hembras) que entre madres e hijos (machos). Sigmund Freud señaló este hecho —mayor longitud y mayor importancia de la fase preedípica en la niña que en el niño— intuyendo y sugiriendo su relevancia en el desarrollo diferencial de ambos. Es interesante constatar que fue llevado a esta afirmación por trabajos clínicos de psicoanalistas mujeres, que mostraron la importancia de esta fase para la mujer (Helene Deutsch, Jeanne Lampl de Groot, Ruth Mack-Brunswick).
Estudios provenientes de distintos campos de observación coinciden en la afirmación de que las madres tienden a experimentar a sus hijas (hembras) como menos separadas de ellas. Sentimientos de unidad y continuidad, identificación y simbiosis predominan con las hijas (hembras) y la calidad de la relación tiende a retener elementos narcisistas, mientras que el componente libidinal permanece más débil. Por el contrario, cuando es madre de un género diferente al suyo, experimenta el hijo (macho) como opuesto a sí, como un «otro» distinto. Entonces la investidura libidinal predomina sobre un tipo de investidura narcisista, la de la identificación. A su vez, los niños (machos), como respuesta a ser considerados diferentes, tienden también a experimentarse distintos a sus madres, y las madres empujan esta diferenciación (aunque retengan en algunos casos un gran control sobre ellos), inclinándose a una mayor sexualización del vínculo, proceso que a su turno reforzará la urgencia de la separación.
En la medida que la maternalización es ejercida por la mujer, el período preedípico de las niñas (hembras) no sólo será más prolongado que el de los niños (machos), sino que aquéllas conservarán siempre, aun ya mujeres adultas, la tendencia a colocar en el centro de sus preocupaciones las relaciones humanas que tienen que ver con la maternalización: sentimientos de fusión, déficit de separación e individuación, límites del Yo corporal y del Yo más difusos que los de su contraparte, hombres. I@n

martes, 7 de febrero de 2017

La falacia del orgasmo clitoridiano.

Existen mujeres que afortunadamente han sentido un orgasmo pleno y profundo; otras que han creído sentir ese éxtasis pero que únicamente desemboca en mínimas y espaciadas palpitaciones vaginales; otras más que mienten haber tenido un orgasmo, esto lo expresan con el propósito de no sentirse devaluadas; también existen otras que tienen la firme convicción que no necesitan orgasmo para disfrutar plenamente del acto sexual, que incluso ni siquiera éste resulta ser indispensable para culminar el coito satisfactoriamente; y otras tantas que confiesan que efectivamente jamás han disfrutado de ese arrobamiento.
Ahora bien, el conocimiento adquirido sobre la fisiología del acto sexual nos permite no recaer en el mismo error de la niña (algunas postulaciones del psicoanálisis señalan que la niña obtiene su placer del clítoris cuando se masturba y en consecuencia logra un «orgasmo clitoridiano», ya adulta cambiaría el placer orgástico que le brinda el clítoris por el orgasmo vaginal), y superar el malentendido de la falsa división entre «orgasmo clitoridiano» y «orgasmo vaginal» que tanta confusión ha creado, paradójicamente hasta un gran número de mujeres desconocen su propia fisiología sexual.
La fase de excitación se caracteriza por una vasodilatación neurovegetativa de los genitales, que produce una turgencia generalizada de los labios y del tejido que rodea la cavidad de la vagina. La fase de preparación orgásmica (William Masters y Virginia Johnson) se alcanza cuando existe una distensión generalizada del tejido vulvar y del introito de la vagina, un enrojecimiento de los labios y la lubricación vaginal, que es el signo cardinal de la excitación de la mujer.
La lubricación vaginal consiste en un trasudado que distiende el área genital durante la excitación. Finalmente el orgasmo consiste en una contracción involuntaria de los músculos localizados en el introito vaginal, contracciones acompañadas por sensaciones de intenso y profundo placer. El clítoris, en tanto zona erógena, se halla provisto de la red sanguínea suficiente para proveer parte de la vasodilatación necesaria para cumplir un papel relevante en la fase de excitación, «pero carece de los músculos necesarios para las contracciones que implica el orgasmo propiamente dicho». Cualquiera que sea el estímulo —táctil, auditivo, visual— que desencadene la excitación genital, ésta comprenderá a la zona genital entera. Que la niña, adolescente o la mujer frote o estimule su clítoris como método prevalente para desarrollar la excitación, hasta la plataforma orgástica necesaria para que los músculos de la vagina desencadenen su salva de contracciones que se encuentran más allá de su autocontrol, no implica que haya un doble orgasmo: uno clitoridiano y otro vaginal, ya que el clítoris es una parte esencial del aparato genital femenino,
órgano que tiene como característica principal aumentar la excitación, pero no donde se «localiza el orgasmo» por las cuestiones señaladas. Cabe hacer mención que la mujer que tiene orgasmos en plenitud, generalmente no alardea sobre ellos: ¡Dime de qué presumes y te diré de qué careces!
Siguiendo este orden de ideas, podemos hacer la comparativa con aquellos hombres que mediante la manipulación de la próstata, logran alcanzar su orgasmo, obviamente la próstata «sirve como un medio» para acrecentar el éxtasis pero el placer se localiza exclusivamente en el miembro viril, la descarga de la tensión es alcanzada por la eyaculación y no de la próstata que se estimula.
Cabe también mencionar que la semejanza anatómica entre el clítoris y el pene no los equipara ni en el plano biológico, ni mucho menos en el psicológico. La estimulación de ambos no despierta un único tipo de fantasías, estas fantasías más bien dependen de la estructuración del deseo y no del órgano que se excita. De igual manera el frote del pezón de la mujer y su erección durante el coito no activan fantasías de ser ella la que penetra, sino el deseo de ser penetrada, como algunos psicoanalistas señalan. Algunas teorías surgidas del campo de la salud mental respecto a que el clítoris es algo así como un «pene pequeño», han sido presa de la imaginación del teórico, al «suponer» que la similitud de la forma define la función.

lunes, 6 de febrero de 2017

El diálogo masoquista.

A veces la incesante necesidad de atacar, desvalorizar, y destruirse a uno mismo aparece de dos formas en el sujeto masoquista: directa o disimuladamente. Estos sujetos son perseguidos por constantes ideas de no ser valiosos, de ser inútiles, estar vacíos, haber malgastado su vida, no estar interesados en nadie, ni tampoco que alguien este interesado en ellos. Son incapaces de obtener placer de alguna actividad, o con algún propósito, incluyendo las experiencias sexuales.
Lo llamativo de estas autoacusaciones y lo que las diferencia de las autodevaluaciones sobrevaloradas o ilusorias en los sujetos que padecen una depresión grave, es la falta de cualquier intento de justificar ante sí mismos estos juicios extremadamente duros.
La irritación y el enojo de los masoquistas muestran normalmente cuando se les invita a explicar ¿qué los hace sentir tan poco valiosos? contrastan con los esfuerzos de los sujetos deprimidos por «convencer» a quien hace el diagnóstico de la razonabilidad de su autodevaluación.
En la interacción con el psicoanalista, el masoquista da la impresión de tener una posición irritable y resentida, en lugar de la tristeza o la desesperación que caracteriza a las depresivos crónicos. Cuando se les señala algún logro o indicador de mejor funcionamiento en un aspecto de sus vidas, los masoquistas pueden responder con un ataque airado y denigrante al psicoanalista que se atreve a hacer tal afirmación. En realidad, rechazan y atacan incansablemente a todo aquel que intente calmarlos o animarlos. Durante mucho tiempo, tienden a reducir y extinguir sus compromisos sexuales, sentimentales, laborales, profesionales y sociales, retirándose a una existencia vacía, monótona y parasitaria.
El contraste entre su autodevaluación crónica, por una parte, y su actitud grandiosa, malintencionada, y derogatoria hacia cualquiera que desafía sus convicciones, por otra, refleja una grandiosidad y arrogancia primitivas que forman parte inherente de su estructura de personalidad narcisista, así como su identificación inconsciente con el abrumador potencial de una incesante fuerza destructiva (de la cual, al mismo tiempo, son víctimas). Estos sujetos pueden ser considerados casos extremos que entran en las características de un «carácter masoquista-narcisista».

El deseo.

Sólo en la pobreza del deseo se encuentra la riqueza de su cumplimiento.

El inextricable camino a la masculinidad.

El primer y principal modelo de identificación es la madre, trátese de un niño o una niña (por lo que podemos decir que todos partimos del género femenino cuando nacemos) pero para que se establezca el núcleo de la identidad de género masculino en el niño (varón) éste debe buscar activamente la identificación con los hombres, por lo que debe necesariamente desidentificarse de su madre a partir de los dieciocho a los veinticuatro meses de edad aproximadamente.
Si el niño (varón) después de los veinticuatro meses continua imitando la dulzura, los movimientos, los gestos maternos, se feminiza. Por tanto, si bien el varón cuenta con la ventaja que su objeto de amor no varía a lo largo de su evolución (hacia las mujeres), no es tan simple en cuanto al desarrollo de su identidad de género, pues la identificación a la madre no promueve su masculinidad.
Esta modificación a las ideas de Sigmund Freud sobre el desarrollo psicosexual, proviene sobre todo de los hallazgos de Robert Jesse Stoller en los casos de transexualismo masculino.
Los niños desarrollan una identificación femenina temprana que no parece resultar de un grave conflicto, pero si esa unión-fusión es «prolongada, constante y absorbente» con la madre, además de un conjunto de factores que, si cumplen la condición de hallarse todos presentes, darían como resultado un transexual varón. Estos son los factores que podrían intervenir decisivamente en el trastorno de la identidad de género: gran belleza física del infante varón; exacerbada intimidad y cercanía en la relación temprana madre-hijo (que se acerca al modelo de relación incondicional y además perfecta de la cual el niño no parece querer desprenderse tan fácilmente); madres con severos síntomas de masculinidad en su desarrollo o deseos de ser varón que experimentan con una extrema felicidad y orgullo; mujeres que previamente al nacimiento del niño sufren una depresión crónica sin esperanzas, una vida inerte sin ningún otro estímulo afectivo proveniente del exterior; relaciones de pareja caracterizadas por prolongadas ausencias físicas del esposo, graves conflictos en el vínculo emocional con su partenaire, o incluso una indiferencia total con su cónyuge; un esposo pasivo, inafectivo y despreciado por ella que abandona totalmente la crianza del niño en sus manos; una madre carente de afectos por parte de su cónyuge y emocionalmente apartada de él; y el deseo consciente o inconsciente de la madre por tener una hija (sexo biológico hembra) pero que para desgracia de ella, resulta ser niño (sexo biológico macho).
Lo que más llama la atención de este tipo de relaciones es la calidad de la intimidad entre madre-hijo (simbiosis patológica) que se denota en la forma en que se miran a los ojos, la intensidad de sus abrazos, la suavidad de la voz, lo prolongado de las caricias, la forma de yacer entre sus brazos. Stoller acota que estas cualidades de la relación madre-hijo están representadas en el caso de dos enamorados adultos, que despiertan y desarrollan el sentimiento de fusión, pero en el amor adulto la intensidad de la fusión se apoya en su contrario, el odio; dentro de esta fusión existe también una clara conciencia mutua de lo que es la separación y diferencia, «esto es gracias al sentimiento del odio que tiene la función constante de separar y poner un límite entre los amantes para evitar ser absorbidos mutuamente». Cuestión que obviamente se encuentra ausente en el vínculo-fusión-patológico madre-hijo.
El interrogante es ¿qué sucede frente a estos mismos fenómenos cuando no se ha logrado esta conciencia de sí? Si la ilusión reduce hasta tal punto la brecha entre madre-hijo, si en términos del psicoanálisis el niño es el «falo de la madre sin cuestionamiento», entonces el niño está encantado de ser, «él todo para su madre», ¿qué impulsaría tanto a la madre como al hijo a abandonar este idilio?
Lo importante a resaltar es que aun tratándose de la máxima intimidad madre-niño, de una simbiosis sin corte, de una progenitora que observa cómo su hijo varón comienza a vestirse y tener actitudes de mujer, y lejos de rechazarlo lo estimula secretamente, o incluso se comporta cómo «la que nada ve»; tanto la relación en sí misma como el transvestismo del niño aun no poseen un carácter erótico-genital por estar en una temprana etapa, antes del Complejo de Edipo. O sea, esta profunda intimidad madre-hijo, y la serie de factores ya mencionados, conducen a una identificación femenina del niño a la madre de tal intensidad y poder transformador sobre el Yo, que «tan pronto el niño descubre la diferencia de sexos comienza a desear ser mujer», deseo previo a cualquier elección de objeto sexual.

domingo, 5 de febrero de 2017

Las complicaciones del género masculino.

La transmisión de la masculinidad, no sólo proviene del padre real —en tanto prototipo efectivo de los atributos concernientes a este género—, sino también del fantasma de la masculinidad que se encuentra en el inconsciente del padre y de la madre, así como de la ideología consciente que posee la familia entera sobre el género masculino.
El óptimo investimento narcisista en la masculinidad y en el rol del género masculino se establecerá en el niño cuando el padre y la madre muestren visible orgullo de la masculinidad paterna y de presunción absoluta de la masculinidad del niño.
Si el padre es controlador y dominante, no permitirá la identificación adecuada del niño con él, pudiendo el infante tomar una actitud pasiva y dependiente que obstaculice la asunción de comportamientos del rol, que por otra parte simultáneamente exigirá como imprescindibles de la masculinidad: independencia, asertividad y capacidad de decisión.
Si la madre domina y desvaloriza, o rechaza de manera franca y abierta los aspectos masculinos de la relación con el esposo, el niño encontrará serios obstáculos en ver las ventajas narcisistas en la identificación masculina; por el contrario temerá ser dominado, empequeñecido y perder la estima de la madre, lo que dificultará su desidentificación oportuna de ella. Pero también parece tener una enorme importancia cómo el niño ve, concibe, y va experimentando la masculinidad de su padre; si su padre que es una «imago-parental idealizada» comienza a ser contrastado por el niño de manera que sus comportamientos de rol no se adecúan a los fijados como modelo, también esto afectará cuan narcisizada e ideal pueda construirse la masculinidad.
Podríamos resumir entonces que el padre participa en la construcción de la masculinidad del niño en forma múltiple, esto es como modelo ejemplar del cuerpo anatómico del padre-hombre; así como modelo de hombre masculino en sus roles sociales; también como modelo que valoriza su propia masculinidad y desea favorecerla en su hijo (su capacidad donativa); además como modelo de hombre masculino aceptado y deseado por una mujer-esposa; y por último de manera activa por la promoción de deseos y conductas en el hijo —a través de sus propios deseos y expectativas acerca de qué es lo que quiere que el hijo varón sea—, y por el grado de compromiso en impulsar esta identidad.

La hipocondría.

La hipocondría es una característica de la neurosis de ansiedad, esto se observa en la ocupación constante que tiene el sujeto con su cuerpo que corresponde a la baja estima que el neurótico da al mundo exterior.
El hipocondríaco siente que no tiene permiso para vivir sus deseos e impulsos, reflejando el compromiso predominante que tiene respecto con el objeto primario omnipotente: su madre.
Generalmente la madre ha cuidado demasiado a su vástago desde recién nacido: “Ella ha tratado de salvarlo del mundo malo”.
La hipocondría es una especie de comportamiento obsesivo que se refiere al bienestar del propio cuerpo. Los pensamientos hipocondríacos se dirigen a los síntomas de ansiedad u otras enfermedades psicosomáticas que se encuentran si los impulsos autónomos operan contra el poder de apego de los objetos omnipotentes (madre o padre o cuidadores de la primera infancia).
La hipocondría también suele aparecer durante el psicoanálisis, si los sentimientos de culpa emergen mientras el psicoanálizado intenta separarse de dichos objetos todopoderosos.

Un apunte sobre el sujeto Don Juan.

La represión y la compensación de la sexualidad que manifiesta el sujeto que se le denomina “Don Juan” es característica de un trastorno de la dedicación, compromiso y el miedo a la intimidad erótica. Una de las causas de esto es el poder y la atracción del apego que ejercen los padres hacia el infante que le dificulta que contraiga un vínculo monógamo en la edad adulta.
Los mensajes directos o disimulados que expresan los progenitores hacia sus vástagos: "Tú eres mío" o "Eres de mi pertenecía" hacen dudar al hijo cuando crece de la relación con su partenaire o incluso con sus amistades. Para el sujeto estas manifestaciones han quedado sepultadas en su inconsciente en forma de: “Como el amor de mis padres fue inextricable en mis primeros años, ahora en cada vínculo de amor o amistad que comienzo lo percibo como un signo de infidelidad”. Razón por la cual los impulsos agresivos se mezclan con la sexualidad. El coito anal (sodomización) tiene su origen profundo en la búsqueda inconsciente del universo sádico anal que es un «muestra simbólica» para la madre de su fidelidad inquebrantable.

sábado, 4 de febrero de 2017

La omnipotencia del infante hasta dios.

Cuando el infante va creciendo la experiencia le va enseñando que su omnipotencia va desapareciendo en la que depositaba su íntima convicción de ser capaz de satisfacer todos sus deseos —primero con la sola fuerza del deseo y más tarde por medio de gestos y signos verbales—, por lo cual empieza a fantasear que existe algo «divino», o «superior» (madre o educador), cuyos favores conviene asegurar para que los gestos o palabras sigan influyendo en esos sujetos que los percibe como todopoderosos.
Ahora bien, en la historia de la humanidad este estadío corresponde a la fase religiosa. Es un estadío en el que el ser humano ha aprendido ya a renunciar a la omnipotencia de sus propios deseos, pero la idea de omnipotencia sigue intacta, esto significa que la va ha transferir simplemente a seres superiores (dios, santos, etcétera), quienes en su benevolencia conceden a los hombres todo lo que piden a condición de que sean respetadas determinadas ceremonias a las que tienen derecho, por ejemplo, el bautizo, el ayuno, asistir a sus templos, seguir los preceptos que señalan o algunos comportamientos, o bien alguna fórmula de plegaria que complace a su dios o ente divino.
La tendencia muy común a depositar una confianza ciega en las autoridades o instituciones puede ser considerada como una fijación en este estadío del sentido de la realidad.
Pero la decepción infligida al sentimiento de omnipotencia del niño es rápidamente seguida por otra decepción relativa al poder y a la benevolencia de las autoridades superiores (padres, profesores, etcétera). Advierte que el poder y la benevolencia de tales autoridades no suponen demasiado; que ellas tienen que obedecer también a otros poderes superiores (los padres a sus jefes, o el soberano a dios); personajes divinizados que se muestran a menudo como seres mezquinos y egoístas que persiguen su beneficio incluso a expensas de los demás; por último, la elección de la omnipotencia y de la gracia deben desaparecer por completo para dejar en su lugar la noción de una ley que rige los procesos naturales con constancia e indiferencia.
Esta última decepción corresponde a la fase proyectiva o científica —según Sigmund Freud— del sentido de la realidad. Pero cada etapa superada en el rudo camino de la evolución puede ejercer una influencia decisiva sobre la vida psíquica, crear un punto vulnerable, un lugar de fijación al que la libido puede siempre regresar y que volverá a hallarse posiblemente en una manifestación de la vida ulterior.
Las diferentes manifestaciones de duda patológica, escepticismo y desconfianza sistemáticas son un «retorno a esta posición (aparentemente) superada».
Se sabe que la primera desilusión que sufre el niño en torno a su propio poder ocurre al mismo tiempo que el despertar de exigencias que no puede satisfacer mediante la fuerza de su deseo sino cuando modifica el mundo exterior. Esto es lo que obliga al sujeto a objetivar el mundo exterior, a percibirlo y a asegurarse de la objetivación, de la realidad de un contenido psíquico. Es la proyección primitiva, la división de los contenidos psíquicos en «Yo» y en «no-Yo». Sólo le parece «real» (es decir, existente con independencia de su imaginación) lo que se «hilvana» en su percepción sensible independientemente de la voluntad e incluso a pesar de ella.

viernes, 3 de febrero de 2017

Los accesorios decorativos corporales.

Los accesorios decorativos corporales.

El sentido que hombres o mujeres le brindan a los accesorios decorativos corporales, como pueden ser los aretes, pulseras, anillos, corbatas, prendedores, moños, bolsos, etcétera, en cierta manera los sujetos añaden, por así decir, una parte del mundo exterior a su cuerpo y lo hacen con el objetivo inconsciente de acrecentar o extender su Yo; estos accesorios «despiertan en general la agradable sensación de una presencia psíquica que supera los límites de nuestro cuerpo a lo que estamos supeditados». Psicoanalíticamente hablando, por supuesto.

La relación padre-hijo.

Cuanto más intrusivo es el padre en la vida de su hijo, mayor puede ser la rabia contra el objeto parental devorador que no deja de violar la privacidad de su vástago; pero también sucede que el padre a menudo toma una postura alejada en la familia, por lo que el infante o incluso el adolescente se siente abandonado por su progenitor. Una respuesta típica de estos sujetos en la edad adulta es: “Mi padre nunca tuvo mucho tiempo para mí”.
Los niños se decepcionan por el insuficiente amor del padre por lo que cuando crecen regularmente permanecen vulnerables, malhumorados, narcisistas y coléricos.

La personalidad infantil en el sujeto adulto.

Las características de grandiosidad y omnipotencia que se presentan en el sujeto adulto son conductas simbióticas; esto significa que no son una «manifestación directa de introyección primitiva e identificación con el fin de la defensa, sino que están directamente relacionadas con la simbiosis madre-hijo desde un inicio».
Un sujeto que no logre separarse adecuadamente de su «mundo infantil» tiende a cultivar fantasías todopoderosas. Generalmente estos sujetos fueron exacerbadamente amados y consentidos durante su infancia por uno o ambos padres. Cabe señalar que este tipo de sujetos —con personalidad infantil— mantienen un sentimientos de inferioridad, porque no llegaron a posicionarse en el mundo de los adultos.
En este orden de ideas, bajo el psicoanálisis, también observamos a sujetos que carecieron del amor y atención adecuada a cargo de sus padres por lo tanto compensatoriamente alimentan su inferioridad con la actitud de omnipotencia y grandiosidad.
Regularmente estos sujetos expresan estas ideas: "Nunca me casaré", "Jamás tendré hijos", "Nunca haré eso", "Ningún psicoanalista esta preparado para ayudarme", "Nadie me entiende", "Lo he intentado todo", "Nadie me quiere". Estas generalizaciones sirven para denigrar cualquier vínculo y en consecuencia mantener la simbiosis infantil con el objeto parental vigente; sentencias como: "Ella realmente no me ama." O "El psicoanalista no es suficientemente sensible" son pretextos para mantenerse al margen y salir intactos de cualquier conflicto que pudiera alterar su frágil equilibro psíquico.
Obviamente el sujeto con rasgos de omnipotencia o grandiosidad no está dispuesta a abandonar fácilmente su patrón infantil porque la relación padres-hijos descrita, ha sentado el precedente para todas las futuras relaciones intersubjetivas que se susciten a lo largo de su vida por lo que presentará dificultades para comprometerse en una relación estable.
Estos sujetos se ofenden relativamente rápido, su umbral de tolerancia es casi inexistente; razón por la cual se retiran o reaccionan con el enojo narcisista. Están enamorados de sí mismos, con ideas inquebrantables y actitudes fuertemente arraigadas que presentan en casi todas sus relaciones humanas.
La grandiosidad también puede ser alimentada por la defensa de un estado de ánimo depresivo subyacente. Esto es muy común observar en los sujetos que no pueden soportar el proceso de luto, depresión y despedida, por lo cual pueden elegir la defensa de comportarse de manera arrogante y soberbia, como si el dolor fuera algo distante o ajeno a ellos.