Los estudios realizados por Inge Komers Broverman, Donald Broverman y colaboradores, en relación a la «personalidad adulta» y la «feminidad» encontraron una gran discrepancia por la notoriedad en la que se fundamentan los estereotipos del rol sexual.
En cuanto al estudio sobre las cualidades necesarias para desempeñarse como adulto se encuentra la capacidad de pensamiento autónomo, toma de decisiones precisas, visualización clara y acción responsable, las consideran no sólo atributos masculinos, sino cualidades indeseables de la feminidad. Esto se puede apreciar tempranamente en la adolescente (mujer) con una educación convencional —aquella que se identifica con las reglas y expectativas de los otros, especialmente con la de los padres, y autoridades, y que las interioriza— por lo que mantendrá su identidad «en suspenso», en estado latente, preparándose para atraer al hombre por el cual se nombrará, por cuyo status se definirá, cuyos valores adoptará, el hombre que la rescatará del vacío y la soledad llenando su «espacio interno». Mientras que en el hombre la identidad precede a la intimidad y al compromiso en una relación afectiva con su partenaire, en la mujer estos procesos se hallan fusionados. La intimidad va junto con la identidad, y la mujer llegará a saber sobre sí en la medida en que se relaciona heterosexualmente con su pareja.
Un claro ejemplo lo podemos observar en el psicoanálisis de los cuentos de la “Bella Durmiente” y “Blanca Nieves” realizado por Bruno Bettelheim. Este autor observa la reconcentración en el interior y el estado latente de la adolescente hasta que llega el príncipe que definirá su ser. Esta línea de desarrollo, en que la identidad precede a la intimidad, y el crecimiento humano implica separación e individuación, es la directriz en la definición del ciclo humano; todo lo que signifique apego y dependencia será entonces retraso y desviación: o sea, la feminidad. Junto a este sistema dual de requerimientos y expectativas para el desempeño social, la adolescente también descubrirá —y deberá ubicarse en alguna de las categorías descritas pre, post o sencillamente convencional— que en el orden cultural donde ella se inscribe, existe una moral sexual también dual, diferente tanto para hombres como para mujeres.
Para los adolescentes (hombres), la Ley del Deseo, de su legitimación, de las ventajas tanto de su puesta en acto, como de las múltiples y numerosas experiencias, de la libre expresión y comunicación sobre la sexualidad. Motivo por el cual mientras más experiencias sexuales, «mejor hombre será». En cambio las niñas-mujeres serán introducidas en la «moral del respeto», que se constituye en una de las reglas primordiales de la feminidad. Examinaremos detenidamente esta peculiar normativización de la mujer por la paradoja que encierra. «Apenas la niña alcanza la pubertad, o antes, descubre que en tanto género las mujeres son agrupadas, clasificadas, consideradas no sólo en forma desigual en relación a los hombres, sino en relación a su propio género». Están las mujeres respetables, respetadas y las que se hacen respetar y las otras, las mujeres «fáciles», «ligeras», de rango rango, lo que en un período anterior era sólo un significante ofensivo, ahora se abrocha al significado. Esta línea de clivaje se traza sobre la legitimación social del ejercicio de la sexualidad, ley aplicada sólo al deseo femenino. El infante es introducido en un mundo social primario y elemental que le permite la organización de su deseo gracias a la instauración en la cultura de una prohibición, la “prohibición del incesto”.
La niña se introducirá en el mundo de los adultos; el ser marcada por la ley que prohíbe el libre ejercicio de su deseo, la moral sexual que la definirá ante sí misma, ante las demás mujeres y hombres como un determinado “tipo” de mujer.
Pero la importancia de este hecho no sólo radica en que la adolescente, a diferencia del contraparte (varón), tendrá que vigilar su deseo, sino también desarrollar controles para sus impulsos —generalmente basados o en el terror persecutorio frente a las consecuencias que le acarrearía el satisfacerlo, o en férreos principios morales—, sino que tendrá que hacer frente al desbalance narcisista que el dilema de la feminidad le acarrea.
«Para ser mujer debe acceder a la sexualidad, pero para ser una mujer respetable debe reprimir su deseo». La moral se opone a la pulsión. Para ser mujer y valorizarse como tal debe tener experiencias sexuales, no puede ser una «fuera de onda», una «tonta», una «no avivada», es decir, debe ser «sexy», «seductora», y con ello manipular los resortes del hacerse desear, lo que la convierte en una narcisista que prefiere que la «amen a amar». Pero este narcisismo, el del desear el deseo y no su satisfacción, la mantiene a distancia de la acción concreta, de la vivencia, del placer, del aprendizaje y la madurez sexual, y, por tanto, en el fondo no se narcisiza porque sabe de su déficit en tanto mujer-niña, o sea, virgen.
«La virginidad constituye la expresión más pura de la estructura profundamente contradictoria del rol sexual exigido y esperado en la mujer. Si la conserva, mantiene el honor de su género, lo que eleva su narcisismo, pero permanece en un nivel de erotismo infantil que la hace sentirse incompleta; si por el contrario accede al deseo y su sexualidad se cultiva, creciendo como hembra, cae presa del tormento de perder al hombre y pasar a la categoría de mujer deshonrada o de verse compulsada a formalizar una unión precoz para evitar este riesgo, todo lo cual se halla lejos de narcisizarla».
¿A quién confía sus dudas, temores, sufrimientos? Generalmente no encuentra a la madre receptiva y disponible para facilitar la iniciación de su sexualidad, pues la madre no puede abrir una temática, una comunicación que comprometería su rol de educadora. Si la madre estimula la sexualidad de su hija mujer, ¿cómo enfrenta ella misma el dilema de la virginidad, paradigma del honor de su género? Razón por la cual evita el tema, la confrontación y el compañerismo en esta etapa. La niña se dirige entonces hacia sus pares, pero corriendo el riesgo de no ser cabalmente comprendida, y que la amiga, arrastrada también por los dilemas puberales y adolescentes, la condene con el calificativo de «puta», fantasma siempre cercano para cualquier mujer (adolescente o adulta) que tiene como empresa principal en su vida «cuidar su reputación». Por tanto, la joven esconderá su curiosidad, reprimirá su deseo, inhibirá la fantasía y esperará al hombre con quien en la intimidad del amor podrá comenzar a investigar: ¿Qué es una mujer?