La verdad es que amamos la vida, no porque estemos acostumbrados a ella, sino porque estamos acostumbrados al amor. Friedrich Wilhelm Nietzsche.
Desde hace cinco mil años o más, el hombre fue moldeando a la sociedad basado en la dominación sobre la mujer. Este sojuzgamiento incluye de una manera muy especial, su sometimiento sexual; es decir, se creó una cultura basada en la violación sistemática de los deseos de la mujer, poco a poco se consiguió que el deseo de la mujer dejará de ser relevante, hasta su anulación, desapareciendo y limitándose a la “complacencia falocrática”, o en palabras más sencillas, a la “satisfacción machista”.
Desde entonces las mujeres perdieron sus costumbres, sus bailes voluptuosos, sus baños sensuales compartidos entre hermanas, madres, tías, abuelas…, la cercania del cuerpo a cuerpo con sus bebés, perdieron la maternidad nacida del deseo y guiada por el placer de sus cuerpos: olvidaron su forma propia de existencia, como dice Lea Melandri, una existencia impulsada por el latido del vientre; en suma perdieron la libertad de su cuerpo y la conciencia del mismo.
El deseo sexual en la mujer pasó a ser considerado lascivo y deshonesto, para que cuando emergiera, se sintiera culpable y concupicente, y en consecuencia aborreciera su cuerpo y se distanciará de sus sensaciones voluptuosas.
La religión judeocristiana (para occidente) afirmó aún más esta postura: las buenas esposas son esclavas del señor, deben hablar lo menos posible y sentir vergüenza hasta de su marido; como madres tienen la misión primordial de introyectar el pudor y el recato en las hijas, convirtiéndose en la garantía de la paralización de todo atisbo de producción del deseo sexual de las futuras generaciones de mujeres, por lo que se destruyó el valor del cuerpo femenino y el desarrollo natural de la sexualidad mujeril; así los hombres empezaron a imponer a las féminas que su vestimenta cubrieran todo su cuerpo, incluso hasta el rostro; transformando su sensual caminar a un tieso andar.
La higiene se convirtió en una asepsia que eliminó el olor de los flujos naturales de la mujer, factor específico en la atracción sexual, y de la simbiosis madre-lactante. Asimismo los hábitos cotidianos de las posturas se rectificaron; dejaron de sentarse en cuclillas generalizándose el uso de la silla; se fue restringiendo el movimiento del cuerpo con el objetivo de paralizar los músculos pélvicos y uterinos, para que el vientre no se estremeciera ni palpitara y en consecuencia no apareciera la pulsión sexual.
Resulta evidente que la sexualidad de la mujer (a diferencia de la del hombre) no es uniforme, no es siempre la misma; a lo largo de su vida pasa por diferentes ciclos y estadios sexuales, unos de mayor producción libidinal que otros, y sobre todo, de diferente orientación. El equilibrio emocional, tanto psíquico como somático, libidinal y hormonal, que sostiene el cuerpo de la mujer es un proceso ondulante, cíclico; tan estrechamente ligado a las faces lunares por lo que ha sido en muchas culturas un símbolo de la feminidad, sin embargo las mujeres han sufrido una transformación profunda que su producción sexual y libidinal, en la actualidad se volvió algo rectilíneo y casi inmutable. Debemos hacer hincapie que no es el mismo estado sexual ni el mismo equilibrio hormonal el que tiene la mujer cuando ovula que cuando menstrúa; así como también es diferente cuando está en estado de gravidez de cuando no lo está; o bien durante la lactancia y cuando deja de amamantar; o cuando vive la pasión intensa amorosa en la edad adulta.
La mujer a ido perdiendo a lo largo de los milenios, la percepción del estado cambiante de su cuerpo, de cómo lo siente, de sus diferentes flujos y de sus olores… pero sobre todo la consolidación de la alineación sexual en torno al «falo». Esta alineación, conlleva una fuerza tal que profundiza tanto a nivel psíquico como somático por lo que el falocentrismo se va adentrando en el inconsciente, interiorizándose como un ordenamiento sexual que manipula las pulsiones antes de hacerse conscientes.
Desde hace cinco mil años o más, el hombre fue moldeando a la sociedad basado en la dominación sobre la mujer. Este sojuzgamiento incluye de una manera muy especial, su sometimiento sexual; es decir, se creó una cultura basada en la violación sistemática de los deseos de la mujer, poco a poco se consiguió que el deseo de la mujer dejará de ser relevante, hasta su anulación, desapareciendo y limitándose a la “complacencia falocrática”, o en palabras más sencillas, a la “satisfacción machista”.
Desde entonces las mujeres perdieron sus costumbres, sus bailes voluptuosos, sus baños sensuales compartidos entre hermanas, madres, tías, abuelas…, la cercania del cuerpo a cuerpo con sus bebés, perdieron la maternidad nacida del deseo y guiada por el placer de sus cuerpos: olvidaron su forma propia de existencia, como dice Lea Melandri, una existencia impulsada por el latido del vientre; en suma perdieron la libertad de su cuerpo y la conciencia del mismo.
El deseo sexual en la mujer pasó a ser considerado lascivo y deshonesto, para que cuando emergiera, se sintiera culpable y concupicente, y en consecuencia aborreciera su cuerpo y se distanciará de sus sensaciones voluptuosas.
La religión judeocristiana (para occidente) afirmó aún más esta postura: las buenas esposas son esclavas del señor, deben hablar lo menos posible y sentir vergüenza hasta de su marido; como madres tienen la misión primordial de introyectar el pudor y el recato en las hijas, convirtiéndose en la garantía de la paralización de todo atisbo de producción del deseo sexual de las futuras generaciones de mujeres, por lo que se destruyó el valor del cuerpo femenino y el desarrollo natural de la sexualidad mujeril; así los hombres empezaron a imponer a las féminas que su vestimenta cubrieran todo su cuerpo, incluso hasta el rostro; transformando su sensual caminar a un tieso andar.
La higiene se convirtió en una asepsia que eliminó el olor de los flujos naturales de la mujer, factor específico en la atracción sexual, y de la simbiosis madre-lactante. Asimismo los hábitos cotidianos de las posturas se rectificaron; dejaron de sentarse en cuclillas generalizándose el uso de la silla; se fue restringiendo el movimiento del cuerpo con el objetivo de paralizar los músculos pélvicos y uterinos, para que el vientre no se estremeciera ni palpitara y en consecuencia no apareciera la pulsión sexual.
Resulta evidente que la sexualidad de la mujer (a diferencia de la del hombre) no es uniforme, no es siempre la misma; a lo largo de su vida pasa por diferentes ciclos y estadios sexuales, unos de mayor producción libidinal que otros, y sobre todo, de diferente orientación. El equilibrio emocional, tanto psíquico como somático, libidinal y hormonal, que sostiene el cuerpo de la mujer es un proceso ondulante, cíclico; tan estrechamente ligado a las faces lunares por lo que ha sido en muchas culturas un símbolo de la feminidad, sin embargo las mujeres han sufrido una transformación profunda que su producción sexual y libidinal, en la actualidad se volvió algo rectilíneo y casi inmutable. Debemos hacer hincapie que no es el mismo estado sexual ni el mismo equilibrio hormonal el que tiene la mujer cuando ovula que cuando menstrúa; así como también es diferente cuando está en estado de gravidez de cuando no lo está; o bien durante la lactancia y cuando deja de amamantar; o cuando vive la pasión intensa amorosa en la edad adulta.
La mujer a ido perdiendo a lo largo de los milenios, la percepción del estado cambiante de su cuerpo, de cómo lo siente, de sus diferentes flujos y de sus olores… pero sobre todo la consolidación de la alineación sexual en torno al «falo». Esta alineación, conlleva una fuerza tal que profundiza tanto a nivel psíquico como somático por lo que el falocentrismo se va adentrando en el inconsciente, interiorizándose como un ordenamiento sexual que manipula las pulsiones antes de hacerse conscientes.
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