Esta anécdota puede ser ilustrativa para comprender la homosexualidad femenina, es una historia que versa sobre un espía del sexo masculino disfrazado de mujer. Este espía se encontraba una noche en una cafetería tomando café con sus enemigos, cuando uno de estos, sospechando del intruso, simulando un accidente vierte su taza de café entre las piernas del espía, quien por el gesto espontáneo que realizó para protegerse del líquido caliente en el lugar de su mayor debilidad (pene) desenmascaró su sexo masculino. En este orden de ideas podemos imaginar la misma historia pero con una espía del sexo femenino disfrazada de hombre, para advertir que ella no tendría esa debilidad masculina, pues no tendría nada que perder o proteger en este sentido.
Ahora bien, la mujer homosexual ha exorcizado la castración que le interesa en el otro que ella es para sí misma. Pues no ha renunciado a su sexo, únicamente se ha identificado con las insignias del otro. Y la presencia del tercero masculino se hará sentir, no sólo en el cuidado que esta mujer aportará al Goce de su compañera —de lo que extraerá ella orgullo y gloria, dejando en ciertos casos sistemáticamente de lado la búsqueda de su Goce como agente de la relación sexual—, sino también en la asociación más trivial o en el sueño, donde raramente dejará de surgir ya sea el tercero masculino, o algún objeto que lo signifique. Este testimonio masculino en el sueño, anónimo y sin rostro, es, lo mismo que los objetos que marcan la huella de su paso, el elemento central del sueño. Los juegos sexuales que, en el caso típico, tienen lugar entre dos mujeres, entre las cuales está la soñante, no tienen otro sentido que desarrollarse ante ella. Para la que sueña, que, por una parte, se implica en primer grado en la escena onírica, la referencia segunda pero principal es la de la presencia masculina, cuyo punto de vista, en cierta manera, ella adopta. De manera análoga, lo que se declara como una necesidad de seguridad en amor y el deseo de consagrarse a su pareja para que ella lo pueda ser todo, no deja de coexistir con un fantasma de idolatría efectiva al margen de una relación privilegiada. El aspecto de este fantasma prueba su filiación viril imaginaria. Pero en este engaño en que la homosexual mantiene el reto, desafío permanente que lanza al hombre castrado, ¿Quién es ella? ¿Hombre o mujer?
Si volvemos a partir de la primera indicación que nos da la clínica psicoanalítica: resulta ser una fijación parental excesiva, la homosexual ha amado demasiado a su padre. Pero lo ha amado demasiado en el sentido en que ha amado demasiado a su madre con ese amor cuya inexorable y severa frustración no ha podido soportar.
Tampoco ha renunciado al objeto de elección incestuoso. Lo ha perdido, abandonado, en el sentido en que ha rechazado su amor por su madre. Pero no por ello este objeto ha desaparecido, sino que se ha erigido en su Yo, que se organiza según el modelo del objeto desaparecido. Ella introyecta las cualidades del objeto de amor, el cual, en su Yo, está psíquicamente sobrecargado. El objeto de su amor se convierte entonces en soporte de su identificación masculina.
Ella se inviste con los atributos del padre, los de la masculinidad. Y cuando un sujeto se adorna con las insignias de aquel con quien se identifica, se transforma y se vuelve el significante de esos insignias.
Las insignias se utilizarán ante aquella a quien dichas insignias mintieron cuando el padre era su portador, dejando sin respuesta el llamado a la madre, que no tiene falo, a quien debería tenerlo si no estuviera castrado, con lo cual deja abierta esa falta que interesará al niño más allá de su madre. Pero la niña puede mantener, ante todo y contra todo, que ella posee el falo, como imagen, en lo que representa.
Para estas mujeres su madre como primer objeto de amor, es secundario porque lo que interesa es la falta que ella simboliza (carencia del falo), que es el soporte identificatorio de la homosexual.
El Ideal del Yo de la mujer homosexual podrá convertirse en la falta que hay más allá de su objeto de amor. Ella podrá ocupar el lugar de esta falta, y si el objeto faltante, es decir, el falo, en la medida en que éste le ha faltado a la madre, viene a ocupar el lugar del Ideal del Yo, entonces sobreviene el enamoramiento. El amor humilde y devoto por otra mujer que es su madre reencontrada, a la que la homosexual se propondrá como el objeto que llena esa falta. Y lo hará tanto mejor cuanto que ella no tiene ese objeto, pero lo representa.
Brindará así el ejemplo del amor por nada, de ese amor completamente desinteresado que justifica la superioridad que ella pretende y que constituye para el padre un desafío en el que ella muestra qué es un amor realmente genuino. El amor a alguien, no por lo que éste tiene, sino por lo que no tiene, es decir, el pene simbólico que está en el padre, como ella muy bien sabe, puesto que él puede dárselo a la madre, y que ella sabe que no lo encontrará en la mujer que ama.
Lo que en realidad sucederá no será la repetición de las relaciones del padre y la madre, puesto que ella no ocupa el lugar del padre. Ella ha construido ese personaje ficticio, «fetichizado» por entero comprometido con la representación de la falta de su primer objeto de amor, que ella vuelve a encontrar en su compañera. Volverá a encontrar al mismo tiempo todas las vicisitudes obligatorias de la relación con la madre, y especialmente de las relaciones agresivas más originales, las primeras rivalidades. Su efecto será el de moderar o exaltar la reivindicación del aparato de su representación, es decir, el conjunto de lo que para esta clase de mujer es la serie de atributos de la masculinidad.